La sociología estudia el fenómeno de la medicalización de la sociedad desde los años sesenta del siglo XX. Ella ha sido definida como “aquel proceso por el cual problemas no médicos se definen en términos médicos, usualmente como enfermedades o trastornos”; es decir, una conducta o situación humana es descrita utilizando lenguaje y términos médicos, encuadrada en el marco teórico de la medicina o bien tratado a través de la intervención médica[1]. En la actualidad se debate la medicalización de conductas tales como la adicción a las compras, la obesidad, la adicción a internet -por mencionar algunas de las más polémicas- y un rango cada vez mayor de “trastornos de ansiedad”. Ha resultado evidente que a lo largo del siglo pasado los límites de la competencia de la medicina se expandieron sustancialmente debido a razones tan diversas como la profesionalización de la medicina, el accionar de “emprendedores morales”, la creciente eficacia de la medicina en curar y hasta erradicar enfermedades, el impacto de los movimientos sociales y los reclamos por el derecho a la salud, la organización de grupos de pacientes así como por la influencia y creciente presión de la industria farmacéutica[2].

Ciertamente, qué fenómenos se explicarán de este modo está lejos de ser una cuestión de azar y están, por el contrario, enraizados en motivos de orden cultural y político diversos. De Segni encontrará una explicación en la emergencia de la burguesía como fuerza política, que caracterizada por el control y el aprovechamiento del tiempo, necesitará de su propia producción de saberes, opuestos a las prácticas tanto a la de los sectores populares como a las de la aristocracia[3]. Así, se asociará al elemento central del “autocontrol” el del “daño”: todo desvío o descontrol es doloroso y potencialmente dañino, ligando estas “prácticas desviadas” a las adicciones y la criminalidad[4], pero el daño no será solo el que le cause al individuo su propia conducta sino que su “descontrol” infringe un daño que se extiende y perjudica a la sociedad toda. Es aquí donde la ley y la medicina están para delinear, normativizar, limitar y corregir, eventualmente, esos desvíos. Esto aplica de manera particular a las cuestiones de orden sexual, de la cual la masturbación ha sido el más claro exponente, modelo aplicado también en torno a la patologización de la homosexualidad y la transexualidad.

En las últimas décadas, se ha dado una transición desde la  medicalización a la biomedicalización, a través de la confluencia de distintos aspectos, destacándose

la masiva entrada del capital financiero en el sector salud y los reacomodamientos que el complejo médico-industrial realizó para recuperar liderazgo ante esta nueva situación[5].

Situación expresada, entre otras formas, mediante agresivas campañas de publicidad e instalando la idea de que trastornos o enfermedades ya conocidas se encuentran sub-diagnosticadas y pueden ser curadas a través de sus medicamentos, siendo dos etapas de la vida particularmente sensibles a la biomedicalización: la infancia (especial tratamiento merece el llamado “déficit de atención” – ADD-  en los niños) y la vejez.

Pero, si de fabricar nuevos clientes se trata, nadie está exento el aumento sostenido de los “desórdenes de ansiedad” y las enfermedades “sub-diagnosticadas” afectan a un rango etario que abarca desde la adolescencia a la madurez. Este proceso y sobre todo, el acaecido en las décadas sucesivas con la masiva irrupción de las drogas para “tratar” los llamados “trastornos de ansiedad” de la mano de un agresivo marketing de la industria farmacéutica y un sistema médico dispuesto a investigar y sostener la existencia de una raíz orgánica de los padecimientos mentales – sin distinción- frente a los cuales la solución ofrecida radica en el uso de medicamentos neuroquímicos, serán un claro y dramático exponente de la medicalización de la vida.

Varios elementos pueden ser identificados a la base de estos procesos:

  1. La codificación de las enfermedades mentales en la transición de las psiquiatría dinámica (encarnada por el psicoanálisis) a la psiquiatría diagnóstica de la cual el DSM es el máximo exponente[6][7] que derivó en la medicalización de un extenso número de neurosis antes abordadas desde la dialéctica y ahora tratadas como enfermedades o trastornos[8].
  2. Una concepción mecanicista de la medicina (como opuesta a “holística) para la cual el “progreso” está encarnado en más y mejores tecnologías médicas (diagnósticas y terapéuticas) aunada a una representación social del “progreso médico” y la buena atención como equivalente a medicamentos y estudio de imágenes caros (Tomografía Axial Computada, Resonancia Magnética, etcétera) se justifiquen o no desde  el punto de vista clínico.
  3. Las alianzas institucionales (obras sociales, medicinas prepagas, laboratorios, médicos tratatantes, instituciones de salud, revistas académicas) que promueven tecnologías médicas en orden a generar y satisfacer la demanda social, aun cuando violen principios éticos relativos a los conflictos de intereses.
  4. La agresiva inversión en publicidad que realiza la industria farmacológica que extiende y banaliza la toma de medicamentos neuroquímicos para sobrellevar circunstancias o condiciones normales de la vida.

Sin duda, un hecho que colaborará con ello es la aceptación social de la respuesta medicalizadora; la responsabilidad individual se traslada al origen neuroquímico de un trastorno de personalidad y su solución a la química capaz de enmendarlo, sin necesidad de indagar, tratar o afrontar las causas de otro orden – en el sí mismo –  que puedan estar a la base de éste construyendo, en el proceso un billonario negocio. Será el momento de una tercera etapa – en su expresión extrema ligada al reduccionismo genético – la de la psiquiatría biológica, que sustenta el auge expansivo de la biomedicalización.

¿Y qué rol juegan en estos los medios masivos de comunicación? Creemos que hay base para sostener que la comunicación masiva no es una comunicación para la salud sino para el mercado de la salud, que busca instalar una idea de salud perfecta, cosmética, esquiva, anclada en un cuerpo ideal igual de cosmético, prefabricado, irreal y por ende, eternamente inaccesible. En la “carrera” de la salud la vida y particularmente, la vida saludable, intuitiva, ancestral, no procesada, es desestimada por simplista y sospechada de charlatanería. El discurso “científico” comunicado, hijo del “progreso” está pronto a rechazar por igual saberes ancestrales y sentido común.

Los medios masivos de comunicación, la industria farmacéutica y la industria de alimentos son aliados en la fabricación y sostenimiento del mercado de la salud. “Que tu alimento sea tu medicina”, sentenciaba hace siglos la Escuela Hipocrática, no podemos decir que sea una primicia. Sin embargo se ignora la evidencia sobre macro y micronutrientes, la contaminación ambiental, desertificación y la crueldad animal provocadas por la ganadería intensiva y se colma la dieta de infantes, enfermos y personas con carencias nutricionales de azucares refinados, conservas y harinas blancas, por mencionar solo algunas cuestiones.

La idea de “desarrollo y progreso personal” promovida por los medios de comunicación y replicado en numerosas instituciones, consagra modelos de vida tóxicos donde el grado de estrés marca el nivel de “éxito” y “prestigio” del que goza un sujeto, todo ello incrementado por las exigencias y privaciones propias de vivir en grandes centros urbanos. Un modelo que provoca  enfermedades y luego vende los medicamentos para “curarlas”.

Los sistemas públicos de salud gastan millones en paliar aquello que podría prevenirse mediante educación y respeto. La prevalencia de las enfermedades crónicas supone gastos muy altos – sostenidos- en salud. Si existiera una real y concreta voluntad de disminuir las enfermedades deberían promoverse estilos de vida centrados en el descubrimiento de sí mismo, el desarrollo de la espiritualidad y la cultura del respeto. El respeto por los demás ayudaría a disminuir los accidentes de tránsito, el  bulling, sexting y ciertamente si somos optimistas, los delitos más frecuentes. El respeto por uno mismo llevaría al autoconocimiento, la compasión y tolerancia por sí mismo y los demás, disminuyendo drásticamente la discriminación, la agresión, las sensaciones de ansiedad y el estrés; asimismo promovería la alimentación consciente y el cuidado del medio ambiente.

El yoga es una disciplina milenaria diseñada para vivir una vida longeva con lucidez, lo cual parece bastante adecuado en una sociedad que envejece a tasas aceleradas. Un adulto mayor lúcido y sano es feliz (y económico). Está largamente probado que la meditación y las respiraciones yoghis (pranayamas) reducen el estrés, la hipertensión arterial, el dolor físico, ayudan a “recetear” el cerebro y producen reacciones químicas que generan sensación de felicidad y calma, entre otros beneficios. Evitar aquello que agreda los sentidos, incluidas secuencias violentas, comentarios negativos o estigmatizantes y dormir de acuerdo al ritmo circadiano son también comportamientos que promueven y conservan la salud. Sería muy productivo aprender en las etapas iniciales de la educación formal la gestión de las emociones, yoga y meditación; promover el juego y las expresiones artísticas, aunado a la experiencia de la aceptación y amor incondicional al igual que la tolerancia a la frustración. Finalmente, dedicar un tiempo a actividades de servicio (voluntariado) genera un profundo bienestar emocional y tiene un efecto social multiplicador.

Un ser humano consciente, plenamente humano es, por definición, un sujeto sano. Claro que es un sujeto de escasa utilidad para la industria farmacéutica, la televisión basura, la industria agroalimentaria y los políticos inescrupulosos. Quizás eso explique porqué descalificar como “locos”, “idealistas” o “irreales”  cursos de acción concretos y muy reales. Quizás explique también porque los medios masivos eligen promover el mercado de la salud en lugar de la salud.


[1] Conrad, Peter. (2007). The medicalization of society. Baltimore: The Jhon Hopkins University Press, p. 4
[2] Conrad, op. ct.
[3] De Segni, Silvia. (2013). Sexualidades: Tensiones entre la psiquiatría y los colectivos militantes. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, p. 17.
[4] Foucault, Michel. (1984). Historia de la sexualidad T 2: El uso de los placeres. Buenos Aires: Siglo XXI editores Argentina, p 25.
[5] Iriart, Celia; Iglesias Ríos, Lisbeth. (2012). “Biomedicalización e infancia: trastorno de déficit de atención e hiperactividad” Interface – Comunicação, Saúde, Educação, vol. 16, núm. 43, octubre-noviembre, 2012, pp. 1011- 1023 Universidade Estadual Paulista Júlio de Mesquita Filho São Paulo, Brasil, disponible en http://www.redalyc.org/articulo.oa?id=180125203020.
[6] Entre los factores culturales involucrados en el declive de la psiquiatría dinámica que se desarrollaron en el período 1950-1970 podemos mencionar: a) El cambio en la cultura médica: la necesidad de legitimar la práctica psiquiátrica “objetivizandola”, haciéndola medible, predecible y farmacéuticamente tratable, b) la desinstitucionalización de los pacientes mentales y c) la deslegitimación de la psiquiatría y los movimientos anti-psiquiatría de los años sesenta.
[7] Cfr. Horowitz, Alan. (2002). Creating mental illness. Chicago: The University of Chicago Press.
[8] Mayes, R. y Horowitz A. (2005). “DSM III and the revolution in the classification of mental illness”. Journal of the History of the Behavioral Sciences, Vol. 41(3), 249–267 Summer 2005 Published online in Wiley Interscience disponible en https://facultystaff.richmond.edu/~bmayes/pdf/dsmiii.pdf.

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