Hace unas semanas, varios medios de comunicación denunciaron un caso de discriminación en la playa de Naplo. Las imágenes mostraban una soga que dividía la playa e impedía que los no residentes ingresen, creando una suerte de “zona privada” resguardada por vigilantes. En su defensa, los residentes intentaron –fallidamente- justificar el hecho aduciendo era un tema de limpieza, pues los visitantes ensuciaban la playa que ellos tanto se esforzaban en mantener limpia. Como este, salieron a la luz otros casos que dieron cuenta de una realidad que tristemente se da en las mal llamadas playas privadas. En hora buena, su difusión propició que la Defensoría del Pueblo se pronunciara no solo sobre la actitud de los ciudadanos, sino frente a la inacción de las autoridades competentes en velar por que ello no suceda. Y es que detrás de este caso, no solo es preocupante el tema de la discriminación, sino otro del cual existe gran desconocimiento. Nos referimos al de las playas como espacios de dominio público y el derecho de todo ciudadano al libre tránsito (Art. 2-11).

Para empezar, recordemos lo que dice nuestra actual legislación al respecto. De acuerdo a la Ley 26856, las playas “son bienes de uso público, inalienables e imprescriptibles”; y con el término “playa” nos referimos al “área donde la costa se presenta como plana descubierta con declive suave hacia el mar y formada de arena o piedra, canto rodado o arena entremezclada con fango más una franja no menor de 50 metros de ancho paralela a la línea de alta marea”. Al ser bienes de uso público son de titularidad del Estado; inalienables e imprescriptibles según el artículo 73 de nuestra Constitución. Es decir, no pueden ser enajenados, ni se puede derivar propiedad de la posesión prolongada de ellos[1]. Así, existen dos tipos: bienes de uso público o de servicio público; aunque para el presente caso, solo nos interesan los primeros, caracterizados por ser de aprovechamiento y utilización general. Dicho de otro modo, a las playas podemos acceder todos.

Ahora bien, sobre el derecho a la libertad de tránsito, amparada en el artículo 2, inciso 11 de la Constitución, entendemos que implica la posibilidad de desplazarse autodeterminativamente en función de las propias necesidades y aspiraciones personales a lo largo y ancho del territorio, así como la de ingresar o salir de él, cuando así se desee[2]. Lógicamente como cualquier otro derecho, este no es absoluto y admite restricciones que la Constitución recoge como las referidas al de la sanidad, mandato judicial o aplicación de la Ley de Extranjería. Así lo prevé la Convención Americana sobre Derechos Humanos que señala que el ejercicio de este derecho “no puede ser restringido sino en virtud de una ley, en la medida indispensable en una sociedad democrática, para prevenir infracciones penales o para proteger la seguridad nacional, la seguridad o el orden público, la moral o la salud pública o los derechos y libertades de los demás[3]”.

Ciertamente, existen casos en los cuales dicha restricción se legitima. Posiblemente la forma más frecuente sea para garantizar la seguridad ciudadana frente al creciente índice delincuencial de los últimos años. Es en base a ello que el Tribunal Constitucional se ha pronunciado, aduciendo que no sería inconstitucional si se parte de “la necesidad de compatibilizar o encontrar un marco de coexistencia entre la libertad de tránsito como derecho y la seguridad ciudadana como bien jurídico”. Contrario sensu, si ello deviene en un uso desproporcionado y lesivo para otros derechos constitucionales, entonces ahí sí lo sería.

Claramente lo sucedido en estas playas constituye un ejemplo de una medida de restricción a la libertad de tránsito no justificada, y en todo caso, desproporcional. De cierto modo, pareciera que algunos residentes habrían querido ampararse en una causal de sanidad, lo que resulta un disparate si tomamos en cuenta que la relación entre ser visitante y ser “¿sucio?” carece de sustento y se encuentra plagado de absurdos prejuicios. Más aún, si de acuerdo a la Convención Americana, dicha restricción solo puede darse por ley. No solo eso, sino que debe ser idónea, necesaria y proporcional para la consecución de un fin legítimo como el de la sanidad, que en este caso, podría suplirse mediante otras medidas que la Municipalidad de Pucusana debiera asumir. Por ejemplo, mediante un control más minucioso de las playas, el pago de multas, mayores basureros, etc.

A leguas, este caso demuestra una práctica discriminatoria que contraviene el derecho a la igualdad amparado en el Art. 2, inciso 2 de la Constitución. Las imágenes de por sí reflejan que incluso las personas que no portaban objetos que pudiesen “ensuciar” la playa eran impedidas de ingresar. Digamos que esta diferenciación en el trato se basó en un título de “residencia” sobre un espacio al cual todos los peruanos tenemos derecho de ingresar. Ahora, si se tratase de un terreno de propiedad privada, la excepción al libre tránsito evidentemente sería legítima. Pero para ello habría que tomarse en cuenta lo que señala el reglamento de la ley, en donde “en ningún caso se considerará como dominio privado la descripción perimetral en los títulos respectivos que incluyan la franja de hasta 50 metros de ancho paralela a la línea de alta marea”. En otras palabras, no es hasta los mencionados 50 metros que el espacio puede ser privado.

Lo cierto es que, hoy por hoy, este es el panorama que tenemos: las playas son de dominio público. Ahora, es totalmente válido argumentar que una posible solución a esta problemática sería el que los espacios naturales dejasen de ser administrados por el Estado y pasasen a manos privadas. Hay quienes sostienen que la responsabilidad que recae sobre las municipalidades para el cuidado de las playas es demasiado grande, pues la práctica en sí demuestra lo poco que se preocupan por el mantenimiento de estas, permitiendo además, el abuso de otras personas que arbitrariamente limitan el pase a los bañistas. Una concesión generaría en las playas un atractivo turístico, haciendo de este un negocio que permita que todos disfruten de estas pues ello traería ganancias al privado. Ahora, todo ello es indudablemente debatible, y a fin de no seguir explayándonos, sería una interesante propuesta a discutir en otro espacio.

Finalmente, está de más señalar que desde esta tribuna lamentamos este tipo de situaciones y esperamos que dada la relevancia que ha alcanzado en los medios y en la Defensoría del Pueblo, las autoridades puedan prever y prevenir este tipo de escándalos. Dados los resultados, creemos no se ha hecho mucho para revertir esta situación; empero, no podemos ser indiferentes ante los esfuerzos que se vienen realizando. Por eso, saludamos iniciativas como la de la Defensoría del Pueblo, titulada “Supervisa con la Defensoría”[4], para que los bañistas denuncien irregularidades en las playas mediante las redes sociales y a su vez, la del Ministerio de la Cultura, a través de Alerta contra el racismo, que provee facilidades para que los ciudadanos podamos notificar a la autoridad policial del sector, la restauración del libre tránsito, o presentar una queja ante la autoridad municipal o sus representantes en la playa[5].


[1] EXP. N°0003-2007-PC/TC, 29.

[2] Exp. N.º 2876-2005-HC/TC, 11.

[3] Convención Americana de los Derechos Humanos, artículo 22, inciso 3.

[4] http://www.defensoria.gob.pe/portal-noticias.php?n=11290

[5] http://alertacontraelracismo.pe/playas-libres-y-sin-discriminacion/

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