Federico de Cárdenas Romero, abogado por la PUCP y Máster en Teoría Política por la Universidad de Manchester, Reino Unido.

En las últimas semanas, buena parte de los medios de comunicación se ha concentrado en reflexionar sobre los pros y contras del referéndum por la independencia de Escocia. Sin embargo, muy pocos comentaristas han intentado situar estas demandas dentro de un contexto histórico y político más amplio: la incapacidad de las grandes ideologías políticas para lidiar con las demandas culturales insatisfechas y la importancia que en nuestro mundo ha tomado la política del reconocimiento.

Lamentablemente, la historia de la modernidad ha sido muy agresiva hacia las demandas de reconocimiento cultural. Para ello, bastan como ejemplo las principales ideologías políticas del Siglo XX y la actuación de los Estados que las encarnaban. Bajo la justificación de acabar con el conflicto entre los hombres y los pueblos, los Estados dominados por el Liberalismo, el Socialismo y el Nacionalismo aplicaron una política homogeneizante con sus poblaciones, a través de la imposición y/o exterminio de las diferentes culturas que se desarrollaban alrededor de la cultura dominante.

Estados Unidos, el país abanderado del Liberalismo, exterminó a las poblaciones autóctonas indígenas y a los que sobrevivieron se les confinó a reservaciones. La ex Unión Soviética, con su política de expansión del Socialismo, incorporó en su territorio a muchas poblaciones de diferentes orígenes, subordinándolas y eliminándolas en caso existiera oposición a las órdenes impartidas desde Moscú. Pero, sin lugar a dudas, los acontecimientos más extremos sucedieron producto del Nacionalismo extremo en Alemania, que sustentado en ideas como la superioridad racial, exterminó millones de personas e impuso su concepción de orden y vida buena.

Tras el horror de la Segunda Guerra Mundial y el triunfo de las democracias liberales, el panorama cambió completamente y, junto con ello, la concepción de cómo debían regularse las relaciones entre los hombres, con particular énfasis en obtener la paz y la justicia entre ellos. Con el establecimiento de los derechos humanos inalienables se pensó (y se piensa todavía) que los reclamos de las minorías culturales y diversos grupos identitarios se verían satisfechas bajo su manto protector. Este no ha sido así, como nos lo recuerdan los casos de Escocia y Cataluña.

Las demandas secesionistas de Escocia y Cataluña son casos extremos de reconocimiento cultural, pero en ningún caso son los únicos y tampoco los más comunes. En nuestras sociedades, hay numerosos ejemplos además de los reclamos nacionalistas, como movimientos feministas, minorías lingüísticas y étnicas, y grupos aborígenes e indígenas. Aun cuando sus metas ocasionalmente se enfrentan, todos comparten un fin común: el justo reconocimiento político y jurídico de sus propias formas de autodeterminación e identidad (algo que no puede ser obtenido solo con una política de derechos humanos que a veces tiende a invisibilizar estas demandas).

La política del reconocimiento sostiene que un verdadero y justo acuerdo sobre la forma de asociación constitucional, sus normas y el universo de políticas cotidianas que él constituye, debería reconocer y tomar en cuenta la diversidad y demandas de reconocimiento cultural de sus ciudadanos.Para lograr esto, el punto de partida consiste en establecer una forma equitativa de diálogo intercultural o debate constitucional que pueda ser justa para todos los interlocutores y en el que se escuche en igualdad de condiciones a todos los individuos, grupos y culturas (en sus formas de pensar y expresión) que conforman la comunidad política, reclamo básico de la política del reconocimiento cultural.

El referéndum en Escocia es un buen ejemplo de la política del reconocimiento. Además demuestra que el reconocimiento entre los distintos grupos culturales y/o naciones al interior de un Estado, puede ser negociado y dialogado pacíficamente en la arena política. Todo esto tiene como consecuencia que el debate público sobre el constitucionalismo no sea una situación discursiva ideal, sino un debate real, crítico y dialogante sobre los acuerdos e instituciones de nuestras sociedades.

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