Por Antonio Peña Jumpa, Profesor Principal de la PUCP. Abogado, master en Ciencias Sociales y PhD in Laws.

Una trágica noticia sobre la muerte de una mujer, joven madre de 3 niños, en un céntrico hotel limeño, alteró la celebración del Día de la Mujer en nuestro país el pasado 8 de marzo de 2014. Este nuevo caso de feminicidio se suma a la cruda realidad de inseguridad que envuelve nuestra sociedad y se relaciona con múltiples causas: problemas estructurales de pareja, abandono de la mujer, machismo promovido por programas televisivos, la publicidad o medios de comunicación, consumismo sin control de alcohol, drogas y sexo, y muchas otras causas más complejas como la extrema desigualdad en el ingreso económico de las personas o la corrupción de funcionarios y empresarios que se enriquecen comercializando “lo malo” que puede identificar nuestra conducta.

¿Qué hacer frente a aquella muerte y sus complejas causas? La solución aparente ha consistido en penalizar o sobre-penalizar los hechos delictuosos creando nuevos tipos penales. Por ejemplo, en el caso de la muerte de la joven madre, no basta identificar su muerte como asesinato sino tipificarla como “feminicidio” y aumentar los años de prisión de quien individualmente resulte responsable.

Sin embargo, el problema continúa. Los hechos de feminicidio continuarán si es que no actuamos sobre sus complejas causas bajo formas alternativas en un país pluricultural como el nuestro. Si bien es difícil abordar en conjunto las causas descritas, al menos se puede ensayar la aplicación de alternativas con experiencias previas que aborden parte de las mismas. Una de estas alternativas lo constituye la intervención de las Rondas Campesinas y Urbanas, y de la organización comunal, con especial énfasis en la participación de la mujer.

En esta perspectiva, el mismo 8 de marzo, en la ciudad norteña de Trujillo, se reunieron cientos de mujeres ronderas de diferentes partes de nuestro país para celebrar su “Primer Encuentro Nacional de la Mujer Rondera”. Ellas son, desde muchos años atrás, guardianas de una ética o moral comunitaria, que garantiza seguridad a la población del caserío, la comunidad, el centro poblado, el distrito o la provincia que habitan. Si bien actúan sobre el control del hecho delictuoso, lo más importante es que intervienen o pueden intervenir desde antes, en la prevención propiamente del delito. En su lenguaje, una de las dirigentes manifiesta lo siguiente:

“Con nuestra ortiga [hierba] y chicote hacemos reflexionar al insolente, al malcriado, al que no respeta las reglas. Son nuestras costumbres y seguiremos luchando para vivir en paz en cada uno de nuestros pueblos” (Declaración de Telfina Coaquira Maquero, Rondera de Puno, en Diario El Comercio, del 9/03/2014, página A17).

Aunque resulte legalmente controvertido el actuar con ortiga y chicote para controlar el desorden o al “malcriado”, lo cierto es que la Ronda, como la organización comunal que asume esta forma de intervención, tiene una gran efectividad local. El grado de legitimidad de su intervención puede estar calculado en más del 90% de su población, y el resultado evidente es que la tasa de crímenes en dichos lugares es ínfimo comparativamente (considerando su porcentaje poblacional) con la tasa de crímenes que ocurren en ciudades sin rondas u organización comunal como Lima.

La mujer rondera o comunera, al lado del hombre rondero o comunero, cuentan con un reconocimiento constitucional para prevenir, controlar y sancionar las “malas conductas” de sus vecinos. El artículo 149º de la Constitución Política de nuestro país, les otorga dicho reconocimiento facultándoles a que, con su autoridad y de acuerdo a su derecho local, intervengan. Se trata de un sistema de intervención que integra funciones policiales, fiscales y jurisdiccionales.

Pero, ¿cuánta de esa intervención ronderil o comunal se puede materializar en forma sostenible y, de ser posible, expandirse para favorecer a otras localidades de mujeres y hombres que tienen la misma necesidad? ¿Cuánto le cuesta al Estado este alternativo sistema de intervención contra la inseguridad? ¿Estaríamos dispuestos a ser parte de dicho sistema de intervención (como controladores y controlados)? ¿Cuál es la relación que debe existir entre este sistema y el que corresponde a nuestras Fuerzas Policiales, el Ministerio Público y el Poder Judicial?

Estas preguntas de políticas públicas son también complejas. Pero serían menos complejas si es que desde nuestras autoridades estatales ocurriera una mayor comprensión de ese sistema de intervención. Por ejemplo, reflexionemos solo el tema presupuestal. La implementación de un módulo policial-fiscal-jurisdiccional, que incluye comisaría, fiscalías y juzgados, en un distrito de la provincia de Huancané en Puno, o de la provincia de Datem del Marañón en Loreto, puede ascender a un presupuesto de 150,000 a 250,000 soles mensuales. Bajo el sistema de intervención ronderil o comunal, basado en la gratuidad de su servicio, el fortalecimiento familiar y comunal, y la sola necesidad de coordinación con las autoridades estatales, dicho presupuesto puede reducirse al 10% si se aplica centralizadamente desde la capital del distrito, o a un tercio de ese total si se aplica descentralizadamente en todo el distrito.

¿No es esta una convincente alternativa, incluso a nivel presupuestario del erario nacional, para reducir la vulnerabilidad de seguridad en el Perú? Es probable que el sistema de intervención ronderil o comunal tenga muchos errores y sea objeto de muchas críticas. Pero su contenido de propuesta en un país pluricultural no puede ser eludido. Se trata no solo de una promoción de seguridad local que busque prevenir futuras muertes como la de esa joven madre limeña, sino de construir país o nación en un contexto en que miles de sus pueblos o comunidades se sienten aún excluidos por las autoridades oficiales del Estado.

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