Por Jessica Maeda, Máster en Derecho Internacional Público por la Universidad de Leiden y especialista en Derecho Internacional Humanitario y de los DDHH.

“Otra vez tu vida oscila en el monitor cardíaco
pero más en tu miedo.
Ya no es la hipocondría. Ya te saltó el verdadero animalito.
Mas no patetices. Eres hijo de. No dramatices.
¡Mira que tu miedo es la única impureza en este cuarto ascéptico!
¿O nunca conseguiré ser hijo de?
(…)”

La impureza. Fragmento. José Watanabe

Foto: Ansel Adams / Librería del Congreso de Estados Unidos

Hace algunas semanas, me topé con el artículo de Kathleen Massara sobre la historia del escultor estadounidense de ascendencia japonesa, Isamu Noguchi. Como cualquier experiencia digna de contar, la suya había sido una vida extraordinaria: en los años treinta, Noguchi tuvo un “affair” con Frida Kahlo y trabajó en un proyecto público a gran escala en Ciudad de México. A inicios de los años cuarenta, contaba con tal reconocimiento que las grandes estrellas del cine como Ginger Rogers le pedían que hiciera bustos con sus retratos. Sin embargo, el 7 de diciembre de 1941, todo cambió para él y para muchos otros descendientes de japoneses nacidos en el continente americano. El ataque a Pearl Harbor significó un antes y un después, por lo que pasó de una vida libre y de exitoso desarrollo artístico a estar detenido junto con otros descendientes de japoneses, a fin de poder ser utilizado en el intercambio de presos con el gobierno de Tokio. Lo único que él quería era organizar un programa de entrenamiento en arte y manualidades en dichos campos de concentración. Así, y sin estar directamente relacionado con las hostilidades, Noguchi pasó años de su vida detenido, por el solo hecho de ser “hijo de japonés”.

La Orden Ejecutiva 9066 

El 19 de febrero pasado se cumplieron 75 años desde que el expresidente Franklin D. Roosevelt emitiera la Orden Ejecutiva 9066, que destinó la utilización de ciertas áreas como zonas militares, abriendo el camino para la creación de los campos de concentración donde se mantendrían a los descendientes de japoneses, alemanes e italianos nacidos en continente americano.


Foto: Takao Billy Manbo

Durante los primeros seis meses, más de 100 000 hombres, mujeres y niños de ascendencia japonesa fueron llevados a diferentes centros. Luego fueron evacuados y detenidos en zonas aisladas, cercadas y resguardadas por militares.
Los detenidos no solo eran población civil nacida en Estados Unidos. Entre 1942 y 1945, aproximadamente 2 264 nikkei latinoamericanos fueron deportados de sus países de residencia. Trece países latinoamericanos colaboraron, deteniendo sin ninguna prueba a su población civil, sobre la sola base de su ascendencia. Perú fue el país latinoamericano que más personas deportó: alrededor de 1 800.
Cuenta Stephanie Moore que “[C]uando la colonia nikkei se dio cuenta de que la policía local tenía órdenes de capturar a los miembros destacados de la comunidad, algunos se escondieron en pueblos retirados. Seiiche Higashide, presidente de la Asociación Japonesa de la pequeña ciudad de Ica, Perú, excavó debajo de su casa y construyó allí una habitación, en donde vivió durante casi un año hasta que lo deportaron en 1944”.
La detención y deportación (llevadas a cabo durante el gobierno de Manuel Prado Ugarteche) estuvo acompañada de una campaña de hostigamiento hacia la comunidad japonesa: se les prohibió que puedan reunirse más de tres personas bajo sospecha de complot, prohibición de publicar en su lengua materna, congelamiento de sus cuentas corrientes, entre otras medidas. Sin embargo, las acciones contra la comunidad japonesa en el Perú venían desde antes: el 13 de mayo de 1940, una turba compuesta por alumnos del Colegio Guapalupe desembocó en la destrucción de 600 comercios de propietarios nipones y mató a diez ciudadanos del mismo origen.
Al finalizar la guerra, Harry Truman firmó el Decreto Supremo 2662, con el que dio orden para la deportación de los internos latinoamericanos que aún se encontraban en los campos de concentración en los Estados Unidos. Los gobiernos latinoamericanos se negaron a aceptar el regreso de la gran mayoría de los nikkei deportados, por lo que más de mil fueron enviados a Japón, a pesar de haber nacido y hecho su vida en territorios diametralmente opuestos. Los que se quedaron fueron finalmente calificados como “extranjeros ilegales”, puesto que eran indocumentados.
En busca de justicia
En 1988, Estados Unidos promulgó la Ley de las Libertades Civiles de 1988 (LLC), cuyo objetivo era restituir US20 000 a las personas de ascendencia japonesa internadas durante la Segunda Guerra Mundial, ofrecer una disculpa oficial y destinar recursos para la información pública sobre la internación. Sin embargo, como requisito indispensable, las personas que solicitaran alguna forma de reparación debían contar con la ciudadanía o residencia permanente en Estados Unidos. Esto, evidentemente, excluía a los nikkei latinoamericanos.
Tras la negativa inicial, un grupo de latinoamericanos de ascendencia japonesa iniciaron una acción colectiva contra el gobierno, que fue resuelta extrajudicialmente por el acuerdo “Mochizuki”. De acuerdo a este, las personas podrían tener el derecho a recibir una restitución de US5 000. No todos los demandantes aceptaron el monto final, por lo que algunos llevaron el caso ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (Caso Isamu Carlos Shibiyama y otros v. Estados Unidos). Hasta la fecha, no existe una resolución al problema.
Por su lado, los gobiernos de América Latina han hecho poco para compensar a la comunidad nikkei por las pérdidas sufridas durante la Segunda Guerra Mundial. En el Perú, por ejemplo, se aprobó en 1954 una ley que  otorgaba una compensación muy limitada por la confiscación de algunas propiedades de la colonia japonesa (llevada a cabo por el propio gobierno peruano), como la Escuela Japonesa de Lima.
¿Qué establecía el Derecho Internacional en los años cuarenta?
Si bien estas acciones se llevaron a cabo antes de la entrada en vigor de los Convenios de Ginebra de 1949, el marco de protección de los prisioneros de guerra es anterior y se remonta a los Convenios de la Haya de 1899 y 1907. De ese modo, el Reglamento relativo a las leyes y costumbres de la guerra terrestre establece claramente que [L]as fuerzas armadas de las partes beligerantes pueden componerse de combatientes y no combatientes. En caso de captura por el enemigo, unos y otros tienen derecho al tratamiento de prisioneros de guerra”.[1] Es decir, prisionero de guerra era y es aquella persona que toma parte de las hostilidades, señalándose incluso su pertenencia a las fuerzas armadas de una de las partes. No las poblaciones civiles que no tienen ninguna clase de participación en el conflicto.
Si bien ni Perú ni Estados Unidos firmaron dichos instrumentos, el Estatuto del Tribunal Militar de Núremberg recoge “las violaciones de las leyes o usos de la guerra” al momento de iniciarse la Segunda Guerra Mundial. De ese modo, en el artículo 6, literal b) tipifica como crímenes de guerra al “asesinato, los malos tratos o la deportación para realizar trabajos forzados o para otros objetivos en relación con la población civil de un territorio ocupado o en dicho territorio, el asesinato o malos tratos a prisioneros de guerra o a personas en alta mar, el asesinato de rehenes, el robo de bienes públicos o privados, la destrucción sin sentido de ciudades o pueblos, o la devastación no justificada por la necesidad militar, sin quedar las mismas limitadas a estos crímenes”.
Asimismo, el literal c) reconoce como crímenes contra la humanidad el “asesinato, la exterminación, esclavización, deportación y otros actos inhumanos cometidos contra población civil antes de la guerra o durante la misma; la persecución por motivos políticos, raciales o religiosos en ejecución de aquellos crímenes que sean competencia del Tribunal o en relación con los mismos, constituyan o no una vulneración de la legislación interna de país donde se perpetraron” (el resaltado es personal).
Por tanto, resulta paradójico que en el Tribunal Militar de Núremberg se identifique, en el marco de la costumbre internacional, que aquellas conductas cometidas por las autoridades de Estados Unidos y del Perú contra población civil nikkei merecían una sanción. Lamentablemente, y como ya se ha mencionado, no solo se ignoró la responsabilidad penal de sus organizadores, sino que además constituye un caso que hasta la actualidad es desconocido para la mayoría de personas.
En un país donde los descendientes de los japoneses del Perú ascendemos a casi 80 000, resulta necesario que esta experiencia nos deje una lección. Empecemos, entonces, por evitar invisibilizar lo que pasó e intentemos aprender de nuestra propia Historia. Sobre todo ahora, cuando el tema de inmigración y persecución es de suma actualidad. Que nos sirva para seguir creciendo como país, recordando la importancia de la inclusión y del reconocimiento de la diversidad, para así seguir trabajando en políticas fuertes en favor de la igualdad y no discriminación.

[1] Artículo 3 del Reglamento relativo a las leyes y costumbres de la guerra terrestre.

 

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