Por Armando Sánchez Málaga, abogado por la PUCP y socio del Estudio Roger Yon & SMB.

Hace pocos días, los peruanos fuimos testigos de un suceso lamentable ocurrido al interior del estacionamiento del Aeropuerto Internacional Jorge Chávez. Una ciudadana agredió verbal y físicamente a un efectivo policial que la intervino y que se disponía a aplicarle una papeleta ante la infracción de tránsito que la primera había cometido. Las agresiones llegaron al punto en el que la ciudadana desplazó su vehículo ocasionando lesiones a la autoridad. Todo el hecho fue grabado.

Ha sorprendido a la opinión pública la inusitada rapidez con la que el caso ha sido tramitado, ya que en apenas tres días se emitió la sentencia que condena a la aludida ciudadana a seis años y ocho meses de pena privativa de la libertad. Si bien inicialmente la fiscalía había solicitado la imposición de una pena de nueve años de prisión, finalmente las partes llegaron a un acuerdo, tras el reconocimiento de los cargos por parte de la agresora. Algunos han cuestionado la supuestamente elevada pena que se ha aplicado en este caso. Por ello, creemos conveniente plantear algunas ideas al respecto.

En primer lugar, no cabe duda alguna acerca de la gravedad del hecho. La conducta de una ciudadana que, no sólo no respeta al efectivo policial, sino que lo agrede físicamente para evitar que cumpla sus funciones, denota un claro mensaje de deslegitimación de la autoridad y de quiebra de la confianza que los ciudadanos podemos mantener en el cumplimiento de su labor. Cierto es que las propias deficiencias de las instituciones a las que pertenecen las autoridades han contribuido a dicha falta de confianza. No obstante, nada justifica que los ciudadanos no estemos en capacidad de reconocer a la autoridad y de permitir el cumplimiento de sus funciones. En consecuencia, la aplicación de la sanción penal como mecanismo (o intento) de restablecer la vigencia normativa se presenta como la única alternativa que permite una convivencia democrática.

En segundo lugar, vivimos en un Estado de Derecho, en el que rige el principio de legalidad. En este caso, fiscales y jueces han aplicado la normativa vigente que, aunque gravosa, es la que rige tras haber sido aprobada por el legislador. Así, la agresora fue condenada en este caso por el delito de violencia y resistencia contra la autoridad, el cual se encuentra tipificado en el artículo 365° del Código Penal y sanciona con una pena máxima de dos años de privación de la libertad al que, mediante violencia o amenaza, impide a una autoridad ejercer sus funciones o le obliga a practicar un determinado acto de sus funciones o le estorba en el ejercicio de éstas.

Ahora bien, este delito prevé, en el artículo 367° del Código Penal, tres grupos de agravantes. Un primer grupo de agravantes con una pena privativa de libertad no menor de cuatro ni mayor de ocho años cuando el hecho se realiza por dos o más personas o cuando el autor del delito es funcionario público. El segundo grupo de agravantes con una pena privativa de libertad no menor de ocho ni mayor de doce años cuando el hecho se comete a mano armada; cuando el autor causa una lesión grave; cuando el hecho se realiza en contra de determinadas autoridades en ejercicio de sus funciones, entre las que se encuentran los miembros de la Policía Nacional (supuesto que se aplicó en el caso que comentamos); cuando el hecho se realiza para impedir la erradicación o destrucción de cultivos ilegales; o cuando el hecho se comete respecto a investigaciones por determinados delitos como terrorismo. Finalmente, se sanciona con pena no menor de doce ni mayor de quince años si como consecuencia del hecho se produce la muerte de una persona.

Asimismo, para aplicar la agravante que atiende a la calidad de autoridad de la víctima, no bastará con verificar dicha calidad, sino que será necesario que el juez verifique también que el funcionario se encontraba en ejercicio de su rol público, así como la lesividad del hecho.

En tercer lugar, cabe preguntarnos si la aplicación de la pena en este caso, más allá de legal, es razonable y proporcional, de cara sobre todo a la existencia de otros tipos penales que sancionan con penas menores otras conductas que la sociedad pudiera considerar aún más graves. Se ha escuchado en estos últimos días cuestionar la proporcionalidad de que se sancione a cinco años de privación de libertad o incluso a menos a un homicida, a un ex ministro acusado de traficar influencias o a un comercializador de drogas. También hemos visto en los medios de comunicación diversas comparaciones con legislaciones de otros países. Consideramos que el enfoque de dichos cuestionamientos puede ser equívoco. Así, por ejemplo, las conductas sancionadas en otros ordenamientos no necesariamente son idénticas a la prevista en nuestra legislación. Asimismo, la deficiente aplicación judicial de la pena en un supuesto caso de homicidio no puede llevarnos a formular conclusiones acerca de la imposición de sanción en un caso distinto. Finalmente, sí cabe formular una reflexión a partir de este caso. Creemos que ya es hora de efectuar una revisión de las penalidades previstas en nuestra normativa penal. Por citar un par de casos, las sucesivas modificaciones a nuestro Código Penal han generado, por ejemplo, que el secuestro pueda tener ahora una pena superior al homicidio o que el homicidio como consecuencia de la conducción en estado de ebriedad sea valorado siempre como un supuesto de imprudencia con resultado calificado.

Cerramos el año 2015 con diez publicaciones en este nuevo blog de Derecho penal y con la expectativa de continuar el próximo año contribuyendo con el debate acerca de los diversos conflictos sociales que involucran esta rama del Derecho que, sin lugar a dudas, afecta el día a día de todos nosotros. Felices fiestas.

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