Por Gino Rivas Caso, abogado por la Pontificia Universidad Católica del Perú. Adjunto de docencia del curso de Teoría del Conflicto y Mecanismos de Solución en la misma casa de estudios.

Han pasado más de diez años desde que el Tribunal Constitucional expidió sentencia sobre el Expediente N° 6167-2005-PHC/TC (Caso Cantuarias), la que marcó un hito en el tratamiento del arbitraje y en el entendimiento de su naturaleza. La sentencia no solo reafirmó la naturaleza jurisdiccional del arbitraje (reconocida ya en la Constitución), sino que se animó a dar un paso más y concluir que el arbitraje “en tanto jurisdicción, no se encuentra exceptuada de observar directamente todas aquellas garantías del debido proceso”.

A simple vista, pareciera que la extensión de todas las “garantías del debido proceso” al arbitraje resultaría algo beneficioso. Pero claro, ¿quién querría un arbitraje sin “igualdad de armas”? ¿O uno sin “derecho a ofrecer pruebas”? Es difícil concebir un arbitraje que no cumpla dichos principios/derechos. Y, por último, ¿qué daño puede generar que los litigantes en un arbitraje tengan los derechos propios del debido proceso?

No obstante, la realidad muestra que la situación es muy distinta. La imposición del debido proceso al arbitraje ha perjudicado a la institución, y continuará haciéndolo porque se le ha abierto la puerta a un concepto que no conoce de límites o bordes. Veamos dos ejemplos concretos de ello:

Ejemplo 1: Hasta antes de la Sentencia del Caso Cantuarias, no se veía una línea uniforme tendiente a anular laudos por defectos en la motivación. En realidad, sea porque consideraban que evaluar la motivación implicaba analizar la justicia de la decisión[1], o porque ninguna causal de anulación de la antigua ley (Ley N° 26572, Ley General de Arbitraje) contemplaba de manera expresa el supuesto de defectos en la motivación[2], la judicatura se inclinaba por no hacerlo.

La Sentencia del Caso Cantuarias cambió radicalmente esta situación. Desde inicios de 2007 los tribunales nacionales emitieron diversos pronunciamientos en los que señalaron que podían analizar la motivación del laudo[3]. Según la judicatura, dada la aplicación del debido proceso al arbitraje, las partes cuentan con un derecho a una “debida motivación”[4]. Poco importó para los jueces que la anterior Ley General de Arbitraje estableciese en su artículo 61 que estaba “prohibido, bajo responsabilidad, la revisión del fondo de la controversia”.

No es muy difícil notar que una revisión judicial de la motivación abre la puerta para el cuestionamiento al fondo de la materia resuelta por los árbitros. Corregir la respuesta (analizar la motivación) es solo una forma indirecta de resolver el problema (resolver el fondo de la controversia). Y es que “controlar la interpretación [motivación] es controlar el fondo del laudo”[5].

Esta imposición de la “debida motivación” para los laudos representa una grave afectación a la naturaleza del arbitraje. Al contemplar una causal de anulación por afectación a la “debida motivación” se evidencia una imposibilidad de asimilar una realidad arbitral simple: la decisión del árbitro es final, y lo es sin importar si su aplicación del derecho o entendimiento de los hechos pueda ser errada[6] (o, mejor dicho, sin importar si alguien cree que es errada).

Ejemplo 2: Nuestra vigente Ley de Arbitraje (LA) establece, en su artículo 63.2, que, para demandar judicialmente la anulación del laudo por las causales contenidas en los literales a), b), c) y/o d) del artículo 63.1, es necesario hacer un reclamo expreso previo ante el tribunal arbitral. En otras palabras, si la parte interesada no deja constancia de que tal hecho o evento constituye, a su juicio, un supuesto de anulación que encuadra en alguno de los mencionados literales, entonces su demanda en sede judicial será declarada improcedente.

El artículo 63.2 hace mucho a cambio de poco. Otorga mucho puesto que, si la contraparte no ha hecho reclamo expreso de nada, uno puede tener la seguridad de que no se demandará la anulación del laudo en sede judicial (por lo menos no en base a las causales de los literales a), b), c) y/o d) del artículo 63.1 de la LA). Dicho beneficio se obtiene a un costo mínimo: si alguien pretende demandar judicialmente la anulación por las señaladas causales solo tendrá que enviar un escrito simple al tribunal arbitral dejando constancia de ello.

Pero a este esquema tan simple, seguro y sólido, llegó el concepto de debido proceso y alteró todo. Así, la judicatura encontró que, si la anulación del laudo se sustenta en una afectación al debido proceso, se podría admitir una demanda de anulación que no cumpla el requisito del reclamo expreso previo[7]. Así, sin más, se echó a tierra la seguridad jurídica que traía el artículo 63.2 de la LA.

¿Qué vendrá después? La inserción del debido proceso al arbitraje trae, lamentablemente, posibilidades infinitas. No nos sorprendamos si a mediano plazo laudos arbitrales se anulan por afectación al derecho al plazo razonable[8] —para alegar o refutar— aún cuando las partes hubiesen pactado un procedimiento arbitral con plazos muy reducidos debido a la necesidad de obtener una solución lo antes posible. Tampoco nos sorprendamos si se discute la anulación del laudo por afectación del principio de inmediación[9], o al principio de economía procesal. Nada es imposible si gritamos ante un juez que no ha habido un debido proceso.

El debido proceso —por lo menos tal y como está concebido en el Perú— no está hecho para la medida del arbitraje privado. Así como una pelota de fútbol podría usarse para intentar jugar básquet al costo de desnaturalizar ese juego; así también puede usarse el debido proceso para regular el procedimiento arbitral, con el costo aquí también de desnaturalizar dicha institución. Pensar lo contrario es concebir que entre arbitraje y proceso judicial no hay ninguna diferencia, afirmación demasiado peligrosa y, consideramos, extremadamente errada.

Por lo demás, no resulta muy difícil notar la evidente inviabilidad de extender el debido proceso y todas sus garantías al arbitraje. El caso más claro se presenta con la pluralidad de instancias: éste forma parte del debido proceso, y si seguimos el razonamiento del Tribunal Constitucional, también debería aplicarse al arbitraje. ¿Se imagina usted un arbitraje con obligatoria pluralidad de instancias? La pregunta se responde por sí sola.

En este punto, muchas preguntas podrían hacerse. Por ejemplo: “Si no hay debido proceso, ¿quién me protege de un árbitro parcializado? ¿quién me asegura el derecho básico de pedir una audiencia para ser escuchado?”. La respuesta radica en los principios generales de justicia, principios que constituyen la base común de (i) un debido proceso; (ii) un debido procedimiento administrativo; y —por qué no— quizá también (iii) un “debido procedimiento arbitral”.

Estos principios generales de justicia (imparcialidad, igualdad, defensa, oportunidad para alegar, entre otros) constituyen criterios rectores de plena aplicación al arbitraje. Gracias a ellos podemos exigir que el árbitro sea imparcial, o que ambas partes cuenten con el mismo tiempo en la audiencia oral, o que haya por lo menos una audiencia oral para sustentar los alegatos. Son estos principios —sumados a la regulación específica del procedimiento arbitral realizada por las partes— lo que conforman, delinean y garantizan la justicia del procedimiento arbitral.

Y es que debemos entender que el debido proceso no es la piedra angular de cualquier esquema, mecanismo o procedimiento de asignación de justicia en el que participe un tercero. Veámoslo de esta forma: el principio de imparcialidad no existe por el debido proceso. En la mediación y en la conciliación no hay un debido proceso y sin embargo el mediador y el conciliador tienen el deber de ser imparciales. La imparcialidad no debe su existencia al debido proceso, sino al revés.

El derecho procesal debe, entonces, aceptar sus linderos. En vez de pretender imponer el debido proceso a esquemas diferentes al judicial, lo que se debe hacer es ir un paso más atrás y enfocarse en aquellos principios generales de justicia que irradian todos los mecanismos de asignación de justicia. Estudiar estos principios y su aplicación concreta a esquemas distintos al procesal es lo correcto.

En conclusión, la aplicación del debido proceso al arbitraje no ha aportado nada. Todo lo contrario, es importante ponerle fin a dicho fenómeno, cerrarle el paso antes de que sea demasiado tarde, antes de que —nada es imposible— el arbitraje nacional no sea más que un juicio, solo que con jueces privados.


[1] Sentencia del Expediente N° 176-2001, expedida por la Cuarta Sala Civil de Lima.
[2] Casación N° 4016-2006-Lima.
[3] ALVA NAVARRO, Esteban. La anulación del laudo. Lima: Biblioteca de Arbitraje del Estudio Mario Castillo Freyre, Volumen XIV, 2011, p. 163.
[4] Cfr. Resolución N° 16 – Sentencia del Expediente N° 2273-2007, y Resolución N° 12 – Sentencia del Expediente N° 0690-2007, ambas expedidas por la Primera Sala Comercial de Lima.
[5] BULLARD GONZÁLEZ, Alfredo. “El control judicial del arbitraje”. En Ponencias del Cuarto Congreso Internacional de Arbitraje 2010. Lima: Biblioteca de Arbitraje del Estudio Mario Castillo Freyre, Volumen XX, 2012, p. 30.
[6] PAULSSON, Jan. The Idea of Arbitration. Oxford: Oxford University Press, 2013, p. 93.
[7] Resolución N° 7 – Sentencia del Expediente N° 25-2014, de la Segunda Sala Comercial de Lima. En similar sentido, cfr. Resolución N° 10 – Sentencia del Expediente N° 57-2014 y Resolución n° 18 – Sentencia del Expediente N° 349-2014, ambas expedidas por la Segunda Sala Comercial de Lima.
[8] GRILLO CIOCCHINI, Pablo Agustín. “Debido proceso, “plazo razonable” y otras declamaciones”. En Debido proceso. Realidad y debido proceso. El debido proceso y la prueba. Buenos Aires: Rubinzal-Culzoni, 2005, pp. 175-201.
[9] CHIOVENDA, Giuseppe, Ensayos de derecho procesal civil (Traducción de S. Sentís Melendo). Volumen II. Buenos Aires: EJEA., 1949, pp.253 y ss.

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