Por Francisco Barrios, abogado por la Universidad San Martín de Porres y asociado del Estudio Rodrigo, Elias & Medrano.
En 2012, el huracán Sandy azotó una parte de Estados Unidos, siendo el Estado de Nueva York y, particularmente, la ciudad de Nueva York, los más afectados. Pérdida de vidas humanas, inundaciones, incendios, paralización del sistema de transporte, corte del suministro de energía, destrucción de casas y negocios y billones de dólares en daños materiales son algunos de los efectos que generó este fenómeno sin precedentes. Aunque no es científicamente posible demostrar que Sandy fue causada por el cambio climático, es muy probable que el cambio climático haya incrementado su fuerza y que, en el futuro, haga que desastres naturales como Sandy sean más recurrentes, imprevisibles y de mayor magnitud.
Cuando se habla de cambio climático, dos conceptos son esenciales: mitigación -referida a las medidas destinadas a reducir las emisiones de gases de efecto invernadero- y adaptación -o resiliencia, como los especialistas prefieren llamarla desde hace un tiempo, referida a las medidas destinadas a contrarrestar sus impactos-. Algunas medidas de mitigación habían sido implementadas en Nueva York antes de Sandy, pero las medidas de adaptación no habían recibido la prioridad debida y, cuando el huracán llegó, la ciudad no estaba preparada para afrontarlo. El precio que pagó por ello fue muy alto.
Sandy fue para Nueva York el punto de inflexión en la preparación de la ciudad contra el cambio climático. A partir de Sandy, el -hasta ahora- gobernador Cuomo y el -en ese entonces- alcalde Bloomberg empezaron a adoptar una nutrida serie de normas orientadas a convertir a la ciudad y al Estado de Nueva York en un lugar resiliente a los impactos de este fenómeno, así como a fortalecer las acciones de mitigación. Esto ha generado que, en la actualidad, Nueva York sea un modelo de lucha contra el cambio climático, pero, sobre todo, un lugar más seguro para sus habitantes y menos perjudicial para el ambiente.
Como sucede con Sandy, no es posible demostrar que las intensas lluvias que en estos días golpean distintas partes de nuestro país tengan por causa al cambio climático, pero sí que la ocurrencia, la imprevisibilidad y la magnitud de eventos como éste serán mayores a medida que la temperatura del mundo aumente. Asimismo, como no lo estaba Nueva York, es más que evidente que Perú no está preparado para resistir los embates de los desastres naturales ni los impactos del calentamiento global, a pesar de ser uno de los países que más va a ser afectado por éste. Estamos pagando el precio de ello y lo vamos a seguir pagando por muchos años más si no damos un giro a nuestra forma de ver y afrontar este problema. Lo que hagamos de ahora en adelante es, entonces, clave. Este “Niño costero” debe ser nuestro Sandy; es decir nuestro punto de inflexión en la definición e implementación de políticas integrales de lucha contra el cambio climático orientadas a convertir al país no sólo en un lugar resiliente a sus impactos, sino también en un modelo de mitigación.
Perú cuenta ya con estrategias y planes frente al cambio climático y, gracias a la intensa gestión del Ministerio del Ambiente en esta materia durante la administración anterior, el asunto ha empezado a tomarse con seriedad en cierto sector del Ejecutivo y del empresariado. Esto ha llevado también a que el Estado suscriba el Convenio de París, por el que se ha comprometido a cumplir determinadas metas de mitigación y adaptación, y la Agenda 2030, por la que se ha comprometido a alcanzar los objetivos de desarrollo sostenible (directa e indirectamente vinculados con el cambio climático). Sin embargo, aún queda muchísimo por hacer y el Derecho debe desempeñar un rol esencial en ello.
En materia de adaptación al cambio climático, el Derecho es una herramienta primordial porque es a través de él que podrá emitirse normas que, por ejemplo, dispongan la obligación de tomar en cuenta los efectos del clima en el planeamiento urbano, de edificar o reforzar barreras en lugares con potencial de inundación o de construir reservorios de agua para épocas de escasez o corte del suministro. Mecanismos legales que logren hacer efectivas las normas existentes sobre reubicación de personas asentadas en zonas de alto riesgo -como las quebradas o las riberas de los ríos- son también medidas de adaptación. En materia de mitigación, la dación de normas que otorguen beneficios tributarios a la producción y venta de combustibles limpios o menos contaminantes, a la importación de vehículos eléctricos o de cero emisiones y a la implementación de redes de estaciones de carga de dichos vehículos a nivel nacional son también ejemplos del rol que puede y debe desempeñar el Derecho en este tema. Más aún, el efecto positivo de las normas se daría por partida doble si se otorga beneficios tributarios a actividades comerciales o industriales que constituyen a la vez medidas de mitigación y de adaptación, tales como la forestación, el consumo de productos agrícolas locales o la producción de energías renovables -sobre todo la solar y la eólica-. Claramente, la participación de científicos y de profesionales de otras disciplinas en la creación de las referidas normas es imprescindible para que su contenido técnico sea adecuado, pero el papel del abogado es fundamental para garantizar que las normas sean concordantes con el ordenamiento jurídico.
Nos toca, pues, a los abogados y a la clase política hacer del Derecho una herramienta efectiva para reducir nuestro impacto y adaptarnos a un clima cambiante, así como para evitar que eventos como los que estamos experimentando vuelvan a afectarnos con la misma fuerza. Sin embargo, nos toca a todos, sin excepción, asegurar que, con el cambio climático, cambie también nuestra mentalidad.