Por Carlos Guillén, estudiante de la Maestría en Ciencia Política y Gobierno de la PUCP.

Desde su constitución como Republica, el Perú ha atravesado diversos contextos con consecuencias que parecen repetirse, independientemente del momento histórico en el que se originaron. Por ello, el debate sobre el desarrollo no es novedoso; se encuentra enraizado en nuestras acciones e incluso en nuestra memoria histórica. Por lo tanto, cuando nos referimos al escenario polarizado que se ha asentado en el debate público respecto al destino del Proyecto Tía María, estamos observando, únicamente, la punta del iceberg.

En palabras de Martín Tanaka, la coyuntura parece distribuir a los ciudadanos en dos bloques de posiciones bien delimitadas, aquellos: “promineros” que sostienen que las personas que protestan son terroristas que obstaculizan el progreso para aprovecharse de la pobreza de una población indefectiblemente manipulada, siendo imprescindible la aplicación del monopolio de la fuerza para establecer autoridad; y los “antimineros”, quienes buscan una victoria política inspirada en una legitimidad dudosa que los convierte en paladines del bienestar de los más oprimidos por la gran empresa y por un modelo económico que no ha respondido de forma eficiente a la demanda social, perjudicando irreversiblemente al ecosistema y el porvenir de las próximas generaciones.

Ambas posiciones poseen elementos importantes que deben ser observados, porque son indicadores de que vivimos en un Estado débil compuesto por instituciones frágiles e informales asumidas intuitivamente. Asimismo, revelan que nos desenvolvemos en una democracia endeble que se desarrolla en la paradoja de construir un sistema de partidos en un universo atomizado que da la espalda al ejercicio participativo de la ciudadanía.

Para quienes sostienen que se debe ejercer autoridad con determinación prescindiendo del diálogo, sería recomendable que procuren evaluar la capacidad del Estado, debido a que cuanto más extenso y difuso sea el poder, más vulnerable se tornará éste frente a la imposibilidad de ser omnipresentes. En ese sentido, tomando en cuenta que el Estado Peruano es débil, no sería conveniente que emprendiera una lucha en contra de un descontento generalizado impulsado por una creciente demanda social. Asimismo, cabe un ejercicio de empatía para alejarse de la soberbia de imponer lo que se cree correcto a todos, porque así como la antigua Roma se sintió impotente cuando fue saqueada por primera vez, los “bárbaros antimineros” ya conocen el camino para trastocar las estructuras del modelo que se intenta proteger.

Por otro lado, aquellos partidarios en obtener una victoria política con discursos extremistas —atribuyéndose la defensa de los grupos más vulnerables de la sociedad y del medio ambiente con impacto cero—, deben considerar que así como los partidos tradicionales perdieron credibilidad, el impacto de su interlocución se encuentra respaldado por las poblaciones a las que defienden. Es así que no es aconsejable que prioricen la obtención de ”lentejas” en detrimento de los requerimientos legítimos. De igual forma, se debe tomar en cuenta que según Gallardo y Ghezzi, en su libro “¿Qué se puede hacer con el Perú?”, se cita hasta cuatro períodos de la vida republicana en los que la economía peruana registró altos niveles de crecimiento por largos períodos de tiempo para luego caer en lo que muchos denominan la maldición de los recursos. El último periodo de auge caracterizado por el megaciclo de precios favorables de los metales parece haber llegado a su fin. Entonces, si el modelo actual se legitima —en gran medida— por ese periodo de bonanza: ¿qué otras alternativas quedan para seguir con los procesos inspirados en la distribución?

El debate se debería intensificar en un Estado democrático, pero bajo una crisis institucional como la que atravesamos y la ausencia de un sistema de partidos, los pronósticos de llegar a respuestas eficaces se hacen adversos. La pregunta que sobresale es entonces si conviene en la actualidad patear el tablero o utilizar el modelo actual para impulsar nuevos mecanismos que nos permitan repensar el desarrollo y seguir por un camino en el que el Estado de Derecho y el respeto por las instituciones sea una prioridad.

Lo ocurrido en Tía María devela que el Estado tiene la obligación de asumir con determinación un rol protagónico en el liderazgo de cambios estructurales, tales como la constitución de una burocracia tecnificada y meritocrática —capaz de enfrentar el desafío de fortalecer las capacidades de los ciudadanos, a través de una buena oferta de servicios de salud y educación—. Sin embargo, es necesario que ello vaya de la mano con un cambio en el discurso de los partidos políticos y de las organizaciones de la sociedad civil en el que se demande beneficios sociales que se encuentren directamente relacionados con la exigencia de calidad en todos sus procesos. Para que existan estas condiciones, la sociedad en su conjunto debe aprender de sus errores, dejar la autosuficiencia y construir alianzas entre diversos actores para buscar un norte en común. Uno que contribuya a la generación de oportunidades para que todos alcancemos una vida digna y, a través de ella, obtengamos la tan ansiada autorrealización.

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