#25N: ¿Cómo aporta la criminología feminista para responder a las violencias de género?

"Las criminologías feministas han sido fundamentales para comprender empíricamente las bases de las distintas formas de VBGM criminalizadas en sociedad, y para cuestionar y repensar los 'sentidos comunes' vinculados al cómo y de qué manera responder institucionalmente a ellas."

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Por Josefina Miró Quesada, abogada por la PUCP, Mphil en Criminología por la Universidad de Cambridge, periodista e investigadora.

El 25 de este mes se conmemora el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres. En 1981, los movimientos feministas latinoamericanos convocaron esta fecha para recordar el asesinato de las hermanas Mirabal el 25 de noviembre de 1960, logrando que en 1999 la Asamblea General de las Naciones Unidas lo reconociera mediante su resolución 54/134. Minerva, Patria y María Teresa Mirabal, quienes fueron activistas disidentes, fueron torturadas y asesinadas por el régimen del dictador dominicano Rafael Leónidas Trujillo. Desde 1999, cada 25 de noviembre, la violencia de género contra las mujeres (VBGM) se erige, desde distintas plataformas, como una problemática a nivel mundial sobre la que urge concientizar y sensibilizar con miras a prevenir y erradicarla. 

Las VBGM son y han sido objeto de estudio por parte de diversas especialidades: el derecho, la sociología, la psicología, la medicina, la antropología, la historia, la filosofía, la economía, etc. Desde este rincón, quiero aprovechar la conmemoración del #25N para resaltar los aportes que ha dado una disciplina que todavía tiene una presencia bastante acotada en el Perú. Me refiero a la criminología que, a través de una mirada interdisciplinaria de los fenómenos criminales, ofrece una aproximación integral y muy necesaria para asegurar una mejor comprensión de lo que hay detrás de estas violencias. Las obligaciones internacionales que tiene el Estado peruano que derivan de la Convención Para la Eliminación de Todas las Formas de Violencia contra las Mujeres (CEDAW) y la Convención de Belem Do Para, entre otras fuentes de derecho internacional, consistentes en prevenir, sancionar y erradicar toda forma de VBGM deben articularse con la realidad que pretenden regular; y es que, solo se puede cambiar lo que primero ha de entenderse. 

Las políticas públicas, por ende, que se diseñen e implementan para cumplir con estos deberes han de dialogar con la evidencia que ofrecen los aportes criminológicos. La criminología permite entender por qué ocurren las distintas manifestaciones delictivas, qué hace que algunas personas tengan mayor posibilidad de desarrollarlas u otras de soportarlas, cómo y por qué reacciona de cierta forma la sociedad -incluido los medios-, de qué manera responde el sistema de justicia criminal y otras instancias de control social frente a las víctimas-sobrevivientes y demás partes involucradas en el conflicto, qué pasa después del castigo, y más aspectos. En lo que respecta a la VBGM, es particularmente relevante lo que ofrecen las criminologías feministas que visibilizaron ello como un fenómeno criminal tan grave como los típicos delitos estudiados: robos, homicidios, lesiones, estafa, etc. Más aun, al interior de una disciplina que, hasta los 70’s parecía concentrarse únicamente en la criminalidad masculina, y en aquellas conductas antisociales que afectaban los intereses y preocupaciones de un “sujeto” con pretensiones de “objetividad” que tenía cualidades principalmente atribuidas a las de un varón.

  • ¿Qué son las criminologías feministas?

Las criminologías feministas surgen a fines de los 60s e inicios de los 70s con el auge de los movimientos de derechos civiles en los Estados Unidos. Forman parte de una de las tantas escisiones de la criminología crítica. Esto es, de todas aquellas posturas que se alejan de las escuelas tradicionales criminológicas abocadas a explicar la criminalidad como un problema individual para pasar a centrarse en estudiar el ecosistema político, social y económico en el que las conductas desviadas se desarrollan, así como las agencias de control que, influenciadas por estructuras de poder, etiquetan qué es y qué no es un crimen, y quién es o no un criminal (Becker, 2018). El postulado principal es que la criminología no es independiente del contexto social en el que se estudia. Desde esta mirada, el crimen se explica a partir de la desigual distribución del poder o los recursos materiales dentro de las sociedades contemporáneas (Friedrichs, 2009:2010); por lo que son corrientes que ofrecen una crítica importante a los sistemas de dominación, a la desigualdad y la injusticia, incluido el poder punitivo que selectivamente persigue y selectivamente protege (Friedrichs, 2018). 

Para las criminologías feministas, el género como sistema de dominación es fundamental para entender el desarrollo del crimen, la ley y los medios de control social. Estas surgen en respuesta a un fervor deconstructivo más amplio de la década de 1960 para repensar, empujar fronteras, desafiar los límites y negarse a aceptar el status quo (Carrington, 2013:123). Hasta entonces, el “estatus quo” había sido representado por una criminología androcéntrica, donde las mujeres eran desatendidas como objeto de estudio, sea en su condición de víctimas o delincuentes, y primaban los estereotipos misóginos que distorsionaban su rol y relación con el crimen. Al ser una disciplina formada por hombres, las necesidades, intereses y características que se creían ‘universales’ y ‘neutras’ eran identificadas con lo masculino, ergo, implicaban la exclusión de lo femenino (Fuller, 2008). En “Mujeres, crimen y criminología”, Carol Smart lo advirtió en su momento: “la criminología y la sociología de la desviación deben convertirse en algo más que el estudio de los hombres y el crimen para jugar un papel significativo en el desarrollo de nuestra comprensión del delito, el derecho y proceso penal” (1977:195).

Las escasas publicaciones que existían sobre el rol de las mujeres repetían irreflexivos estereotipos de género y presumían que eran biológicamente inferiores en todos los aspectos de la vida, incluido el crimen (Smart, 1977:7). Así, por ejemplo, para las corrientes positivistas, las mujeres delincuentes eran «anormales» o «antinaturales» (Smart, 1977b). Se creía que la «pasividad», “domesticidad” o «conformidad» eran atributos que les eran innatas; por ello, que eran «naturalmente» adversas al crimen. De ahí que, las mujeres delincuentes fueran tratadas como «enfermas» o necesitadas de «tratamiento» psiquiátrico. Se decía que ellas estaban genéticamente en desventaja (Lombroso, 1895), que eran más masculinas que femeninas (Thomas, 1907) o que, frustradas por no poder lograr su feminidad esencial, querían “ser” hombres, o en palabras de Freud, padecían de una “envidia del pene” (1973).

Incluso dentro de la Escuela de Chicago, las teorías sociológicas de la anomia y la tensión (Merton, 1938), de la subcultura (Cohen, 1955), del control (Hirschi, 1971) o de la asociación diferencial (Sutherland, 1970), todas estas fueron diseñadas para explicar la delincuencia masculina y fueron estudiadas solo con esta población (Evans & Jamieson, 2008:vxi). Ni siquiera la teoría del etiquetado explica cómo reacciona la sociedad ante las transgresiones femeninas (Wahidin, 2013). Esta aguda crítica a la criminología hegemónica fue solo el punto de partida de contribuciones feministas que se preguntaban no sólo por la criminalidad y victimización femenina (por ej. devolverlas la agencia despojada por la criminología tradicional que las pintaba como víctimas débiles), sino por las identidades masculinas y las diferencias de género en las rutas hacia el delito (Connell, 2005).

Hay que recordar que las criminologías feministas son tan heterogéneas como lo son los movimientos feministas. Están los enfoques liberales, preocupados por que las mujeres sean tratadas de la misma manera que los hombres sin cuestionar las instituciones que generan estas diferencias (i.e. el Derecho); el feminismo radical, concentrado en el patriarcado como principal fuente de opresión y el control de la sexualidad femenina; el marxista, centrado en el estatus de clase subordinada dentro del capitalismo como base de la desigualdad de las mujeres; el socialista, centrado en las desigualdades de clase y sexo concomitantes; el posmodernista que cuestionan las demandas universales y la construcción de categorías fijas como «crimen» y «justicia»; los feminismos negros, que resaltan la especificidad de las experiencias de las mujeres negras y sus identidades entrecruzadas; los feminismos queer que apuestan por deconstruir las estructuras opresivas binarias y heternormativas; los del sur, que cuestionan los feminismos hegemónicos de occidente faltos de una enfoque decolonial, etc. (Burgess-Proctor, 2006; Renzetti, 2013).

Cada una de estas posturas encarna una forma única de teorizar sobre la opresión de las mujeres y su relación con el crimen. Pese a las diferencias entre sí, se pueden observar características compartidas. Estas incluyen: 1) la cuestión de las mujeres y los problemas de género, central en el debate feminista; 2) una evaluación de las mujeres como delincuentes y víctimas; 3) una crítica a la ausencia y ceguera del género en la criminología tradicional; 4) el desarrollo de nuevas epistemologías y metodologías feministas para la investigación; 5) la evaluación del rol de la interseccionalidad de clase, etnia, sexualidad y género en el crimen; 6) y la elaboración de teorías delictivas que expliquen el comportamiento delictivo y la victimización tanto de hombres como de mujeres (Wahidin, 2013:4).

  • ¿Cuáles son los aportes de las criminologías feministas a las VBGM?

Las criminologías feministas han sido fundamentales para comprender empíricamente las bases de las distintas formas de VBGM criminalizadas en sociedad, y para cuestionar y repensar los “sentidos comunes” vinculados al cómo y de qué manera responder institucionalmente a ellas (Burman & Gelsthorpe, 2017). La mirada interdisciplinaria que ofrece hurga críticamente en las múltiples raíces de esta problemática y desnuda las inconsistencias, discriminaciones y revictimizaciones del sistema de justicia encargado de “protegerlas”, así como las brechas que existen entre lo que este último ofrece y las necesidades y motivaciones de las mujeres afectadas por dichas violencias (Tapia, 2021). Son muchos los aportes que esta disciplina provee al abordaje de la VBGM, pero aquí listo algunas de estas.

Primero, al alertar el sesgo androcéntrico del derecho penal en su ideación y aplicación, reveló formas de violencia de género que no eran vistas como criminalidad ordinaria. Las teorías tradicionales se centraron en los delitos perpetrados en la esfera pública, ignorando ampliamente aquella violencia desplegada en el espacio privado. La criminología feminista, por ende, permitió visibilizar los delitos de violencia doméstica (física, psicológica, sexual), antes ignorados, resaltando, además, en muchos casos, su carácter continuo y cotidiano (Stanko, 1990). Lo mismo en el caso de la violencia sexual como un arma de guerra, perpetrada por el Estado, como por grupos armados (Boesten, 2016; Crawford, 2017; Miró Quesada Gayoso, 2019). El dar visibilidad a estas experiencias de victimización de mujeres y niñas, y revelar las «cifras ocultas» de estos crímenes, expuso la existencia de “víctimas invisibles”, a menudo femeninas. Mientras fueron expuestas algunas de las formas más prevalentes y devastadoras de violencia contra mujeres y niñas, fueron ampliando y profundizándose la comprensión y las definiciones de lo que se consideraba delito (Burman & Gelsthorpe, 2017:9). 

Segundo, al denunciar y revelar empíricamente los efectos reales del derecho y sistema de justicia penal fue desnudada la hipocresía de las narrativas construidas para validar la ley penal como medio más idóneo en responder a estas violencias. No sólo la “ley” históricamente ha desatendido múltiples formas de victimización femenina, sino que en la práctica, ha exacerbado, en muchos casos, el daño a las víctimas-sobrevivientes debido al trato recibido de parte de los actores que forman parte del mismo sistema: policía, fiscales, jueces, personal penitenciario, etc.; dando pie a una doble victimización (Carrington, 2013:117). Los casos de violación sexual que ingresan al sistema penal apenas pasan los primeras etapas del proceso, y si pasan la última valla, pocos acaban en condena (teniendo estos ‘pocos’ características normalmente asociadas al estereotipo de lo que es una “violación real”) (Jehle, 2012; Kelly et al., 2005; Munro & Kelly, 2009). En casos de violencia doméstica, por su parte, el sistema de justicia penal empuja a las víctimas-sobrevivientes a buscar la condena del agresor, sin importar que no es eso lo que quieren, sino que se les garantice una mayor protección (Tapia, 2021). De ahí que, desde las criminologías feministas, se ha buscado mejorar la respuesta estatal, o innovar en alternativas fuera del lente penal-punitivo, atendiendo más a los intereses y necesidades reales (y no presuntos) de las víctimas-sobrevivientes (Powell et al., 2015; Wemmers, 2010). 

Los trabajos feministas, a su vez, al dar mayor protagonismo a la ‘víctima’, fortalecieron el campo de la victimología (Walklate, 2016) y contribuyeron a desmontar el enfoque primigenio caracterizado por una mirada culpógena hacia la víctima (Iglesias Skulj, 2013). Logró, además, redefinir el concepto mismo de “víctima”: de sujeto débil, pasivo y desempoderado -lo que contribuía perpetuar los estereotipos de género que asignan estas características a las mujeres- pasó a reconocérsele como uno con agencia, capaz de resistir y sobrevivir al daño vivido (de ahí que ciertas corrientes feministas hablen más de “sobreviviente” que de “víctima”) (Kelly, 2013). Desde esta mirada, asimismo, se puso hincapié en cómo la justicia y la sociedad, en general, responde de manera diferenciada a las víctimas, en función de las características que estas tienen. Así, aparece el estatus de “víctima ideal” (Christie, 1986), donde ciertas mujeres reciben mayor protección o apoyo que otras, en función de si cumplen o no con una serie de estereotipos que retratan una noción idealizada de vulnerabilidad (ej. pasiva, dócil, virgen, etc.). 

Las criminologías feministas han contribuido, además, a identificar los intereses extrajurídicos en el proceso de criminalización de conductas como en el aborto o la prostitución. Como señala Iglesias, la criminología androcéntrica reside en que, al ignorar el género, se pierde de vista una forma muy relevante de cómo se expresa el poder en las formas de castigo y la producción de cuerpos dóciles masculinos y femeninos (2013:97). En el caso del aborto, la libertad de decisión de las mujeres sobre su cuerpo es censurada y etiquetada como algo desviado y criminal, mientras se ignora cómo ‘abortan’ los hombres a su ‘deber’ de ser padres en un embarazo que han contribuido a gestar. La represión penal sella, así, el destino social de las mujeres, anclado a su capacidad reproductora, institucionalizando así, la violencia sexual en su forma de maternidad forzada. En el caso del trabajo sexual, más allá de los efectos que su criminalización genera en la práctica, sea del servicio sexual, del consumo o las actividades circundantes (i.e. proxenetismo, burdeles, etc.), hay una visión subyacente a la política criminal que concibe la venta del sexo como una “perversión moral”, donde los cuerpos de lxs trabajadorxs sexuales son simbolizados a partir de referencias a su “uso excesivo”, la infestación de enfermedades venéreas y la carencia de un alma, o la falta de “dignidad” (la palabra ‘prostituta’, de hecho, viene del latín putida, que significa putrefacción y mal olor) (Smith & Mac, 2018).

Un tercer aporte de las criminologías feministas han sido la deconstrucción de epistemologías y metodologías tradicionales diseñadas bajo un lente masculino. La agenda feminista pasó de estudiar inicialmente a las mujeres como víctimas y delincuentes, a destacar la importancia de estudiarlas también como productoras del conocimiento (Carrington, 2013). Mientras que los criminólogos tradicionales buscaban explicaciones científicas y universales, con pretensiones de objetividad y neutralidad en el proceso de colección de data y uso de resultados, para explicar la criminalidad (Evans & Jamieson, 2008), las feministas reconocían que no hay investigación libre de sesgos; por ende, que esta siempre es subjetiva (Renzetti, 2013:131). El problema, ergo, no es que un investigador esté influenciado por su identidad, valores, creencias, simpatías, etc., pues el conocimiento siempre es situado, sino que no reconozca esta limitación. Aunado a ello, en lugar de abordar al objeto de estudio de manera vertical e imponerle ideas o respuestas, las criminólogas feministas apostaron por formas más democráticas, empáticas y humanizadoras, donde los participantes tienen un rol más activo en guiar la investigación, intentando comprender los fenómenos estudiados desde su punto de vista (Renzetti, 2013). En esa línea, la palabra y la experiencia vivida de las mujeres -históricamente silenciadas- se vuelve un importante objeto de estudio, a través de métodos cualitativos como entrevistas o etnografías, que son revalorizadas como conocimiento tan o más “valioso” que el que proveen las estadísticas.

En cuarto lugar, al igual que el feminismo jurídico no aspira ser un mero ejercicio académico, las criminologías feministas están, implícita y explícitamente orientadas a traer cambios sociales que buscan mejorar la posición y el tratamiento hacia las mujeres (Nicolson, 2000:19). Tal como los movimientos feministas, las criminologías feministas también son un proyecto político con miras a revolucionar los varios engranajes de opresión que acentúan las vulnerabilidades de las mujeres en su relación con la criminalidad y los mecanismos de control formal e informal. La investigación criminológica, desde esta perspectiva, tiene como fin generar consciencia de las desigualdades de género, raza, clase, sexualidad, edad, entre otros., y crear conocimiento que contribuya eventualmente a hacer estas relaciones más equitativas. Si bien la interseccionalidad forma parte del núcleo discursivo, todavía existen retos para evitar caer en esencialismos, lo que justifica la necesidad de realizar estudios empíricos que analicen íntegramente cómo la combinación de estas intersecciones construyen lo normal y lo desviado, y cómo estas desigualdades exponen de manera diferenciada a determinados sujetos a la delincuencia y a las instituciones que la controlan (Britton, 2004; Iglesias Skulj, 2013). 

  • Feminismos antipunitivistas

Es, sin duda, una victoria de las criminologías feministas -así como de la teoría legal feminista- el haber alertado sobre la disparidad con la que ha operado históricamente el poder punitivo, tanto en su ideación, como en su aplicación. La criminología tradicional ha ignorado, trivializado o minimizado por décadas múltiples formas de violencia que afectan desproporcionadamente a mujeres y niñas. Que la violación sexual -tal como hoy la conocemos- y la violencia doméstica sean delito, por poner unos ejemplos, significa una victoria simbólica y pedagógica que cristaliza el rechazo sociocultural hacia esta conducta, en sociedades que aun tienen altos índices de tolerancia hacia la VBGM (Bodelón, 2008).

Con el propósito de denunciar estas falencias del derecho penal y revertir la creencia de que la VBGM es un asunto privado o algo menor, ciertos sectores de los feminismos han reclamado “más derecho penal” para responder a este tipo de conflictividad (Al-Sharmani, 2021; Bumiller, 2008; Kim, 2020; Powell et al., 2015; Tapia, 2021). La pena -y más específicamente la prisión- se percibe, por ende, como un instrumento útil para enviar un fuerte mensaje a la sociedad de que se trata de comportamientos absolutamente reprochables e intolerables, y que los derechos de las mujeres deben protegerse aún más vía este aparato represor, pues se trata de colectivos que han sido históricamente vulnerabilizados. En esa línea, pero al otro lado de la acera, hemos visto también cómo se cuestiona este enfoque punitivista desde otros sectores solo cuando se aborda casos de violencia de género, sin criticar la idoneidad del derecho penal para proteger otros bienes jurídicos, desde su perspectiva, superiores. Como dice Bodelón, “la crítica al sistema penal no puede ser parcial” (2008:292).

Las criminologías feministas han criticado la solución que ofrece la criminalización -una herramienta eminentemente patriarcal-, al reducir un conflicto sistémico y estructural a una visión binaria e individualizante. Esto es, a un problema solo de víctima-victimario, que obvia los sistemas de opresión y relaciones de poder que interactúan y se articulan para generar la especificidad de estas violencias. Como dice Scheter, la violencia es individual, pero es socialmente construida (1982). Si bien en Latinoamérica, las estrategias de lo que se conoce como “feminismos carcelarios”, no refuerzan directamente la vigilancia policial a grupos estigmatizados o aumentan el encarcelamiento dado que los casos de VBGM suelen caerse a lo largo del proceso y pocos terminan en condena, el camino empedrado que ofrece la justicia penal no dialoga con las expectativas y necesidades de las víctimas-sobrevivientes y las expone, aun más, a un vía crucis de revictimizaciones a lo largo del camino (Corrigan, 2013; Tapia, 2021; Temkin & Krahé, 2008; Wemmers, 2010).

Por esa razón, desde varios sectores de la criminología feminista, se ha optado por pensar en una justicia fuera de los linderos del marco penal-punitivo. Algunas alternativas incluyen pensar en una justicia restauradora y transformadora, inspirada en valores de cuidado y respeto en las relaciones interpersonales. Esto implica apostar por una justicia que se enfoque más en curar y reparar el daño de la criminalidad, en vez de acentuarla con el castigo; una que se centre más en el rol de la víctima, y no que la trate como algo accesorio a la sanción; una que destaque el papel de las emociones, no que las suprima bajo el velo de la pretendida racionalidad de la ley penal; una que transforme las dinámicas de desigualdad que dieron lugar a esas violencias, en vez de una que las perpetúe, en perjuicio de las comunidades más marginadas, etc. Como dice Chesney-Lind, las nociones de reconciliación, de verdad y respuestas sociales al quebrantamiento de la ley que busquen sanar en vez de castigar e incapacitar, no solo reducirán más el crimen, sino que también humanizarán los actuales sistemas deshumanizadores de tribunales e instituciones punitivas, cárceles y prisiones que pueden oprimir y destruir no solo a los que se encuentran dentro, sino a los guardias y al personal que trabaja ahí (2013:299).

Por motivos de espacio, no entraré a desarrollar estas medidas alternativas a la prisión -será motivo para otro artículo- pero sí es importante repensar el diseño de lo que entendemos por “justicia” cuando esta se reclama desde distintas tribunas, y contrastarlo con lo que realmente necesitan y buscan quienes han sido directamente impactados por estas formas de criminalidad. Por eso, uno de los principios básicos que distingue a una de estas alternativas, como es la justicia restaurativa, a diferencia del sistema penal autoritario y coercitivo, es que esta siempre sea voluntaria y aceptada por las partes del conflicto.   

Reflexiones finales 

Los aportes de las criminologías feministas son múltiples en su tarea de deconstruir y reconstruir una disciplina androcéntrica que, más aún en este campo, se ha circunscrito tradicionalmente al estudio de quiénes son los principales perpetradores: los varones. La exclusión y distorsión en el estudio de la delincuencia femenina, y de su victimización da cuenta de una profunda miopía que fue por muchos años prevalente en esta disciplina y que hoy se aprecia extendidamente en los imaginarios sociales que influyen las decisiones de los agentes encargados de responder institucionalmente a estas violencias. Aunque las críticas de las criminologías feministas inician identificando la exclusión de las mujeres, esta no se reduce a un tema de “ellas”, sino de entender las dinámicas de género y demás estructuras de opresión que impactan en el despliegue de la criminalidad y el contexto en el que esta se desenvuelve.

En el campo de la VBGM, sus contribuciones han sido vastas. Ha permitido dar visibilidad a sus distintas manifestaciones -principalmente las más severas-, lo que hasta unas décadas se percibían naturalmente como un asunto privado o no lo suficientemente grave para ser etiquetado como delito. Asimismo, ha desafiado los instrumentos epistemológicos y metodologías con los que se analizaba al objeto de estudio, apostando por formas más democratizadoras para integrar y empoderar a lxs participantxs. Simultáneamente, ha servido de amplificador de voces de los actores ignorados y afectados desproporcionadamente por cierta criminalidad, como las víctimas-sobrevivientes directas e indirectas. Y ha permitido revelar una existente “brecha de justicia” entre las múltiples reformas legales y políticas destinadas a hacer frente a estas violencias, y los resultados expresados en las expectativas, necesidades e intereses no satisfechos de víctimas-sobrevivientes de las VBGM. Sin duda, uno de los más importantes aportes involucra el proveer de bases empíricas para cuestionar los “sentidos comunes” del poder punitivo, y evaluar formas distintas de ofrecer justicia fuera de una mirada carcelaria, más destinada a escuchar -no reemplazar- las voces de quienes directa e indirectamente sufren los daños.

Referencias

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