Por: Alejandra Flecha
Estudiante de Derecho en la PUCP y ex miembro de la asociación civil THEMIS

A dos semanas de terminar la universidad y luego de haber vivido distintas experiencias vinculadas al aprendizaje del Derecho, he entendido lo importante que es que la universidad le de a los alumnos la posibilidad de desarrollar no sólo destrezas intelectuales, sino también escritas y orales.

Este tipo de enseñanza, que está tomando cada vez más prevalencia en las facultades de Derecho, implica, por ejemplo, la participación en competencias nacionales e internacionales de arbitraje en las que se enseñan y se ponen a prueba distintas habilidades que son, finalmente, requeridas en el ejercicio profesional.

Muchas personas, sobretodo profesores que se consideran «tradicionales» tanto en el ejercicio de la profesión como en la enseñanza de la misma, critican este tipo de actividades por considerar que se pierde la esencia de la enseñanza del Derecho; por considerar que trata de actividades que priorizan la forma de decir las cosas antes que el fondo de lo que se está diciendo; y, por considerar que se vuelve un juego aquello que debe ser considerado como una actividad seria.

Esta visión de las cosas, sin embargo, no parece tomar en cuenta el gran cambio que se produce en los alumnos luego de vivir una experiencia como esa, luego de tener la oportunidad de retarse a sí mismo y poner a prueba sus conocimientos y habilidades frente a un tribunal que lo cuestiona.

Hace casi un año me metí al curso que Alfredo Bullard y Malcolm Malca dictan en la facultad sobre litigación oral y escrita y, así como los profesores «tradicionales», fui algo escéptica al inicio sobre la presencia de un profesor de teatro en una clase de Derecho, sobre la necesidad de encontrar ejemplos o figuras que puedan ayudar a graficar los argumentos. Pensé, al comienzo, que si encontraba un argumento jurídico y tenía la razón de mi lado, por qué tenía que ser menos agresiva, por qué tenía que reemplazar una palabra por otra, por qué no me dejaban simplemente decir lo que quería decir sin tener que armar mi speech como sí este fuera un poema.

La situación me sorprendió aún más cuando, luego de elegir a cinco alumnos del salón para formar el equipo de la facultad que iría a Colombia a participar en una competencia internacional de arbitraje, nos informaron que entrenaríamos dos veces por semana. Una vez a cargo de abogados para discutir los temas jurídicos relevantes y, la otra, con nuestro director de teatro para hacer distintos juegos y actividades que no estuvieran necesariamente relacionadas al caso que estudiábamos.

En las primeras sesiones – las jurídicas- exponíamos el speech que habíamos preparado frente a algunos de los coaches quienes nos hacían preguntas sobre los temas expuestos y, luego, nos hacían comentarios. Más allá de la discusión previa de los temas jurídicos relevantes, los comentarios, casi siempre, estaban relacionados a la forma en la que debíamos decir las cosas. Al orden de las ideas y al impacto que estas tendrían en nuestros interlocutores si es que eran dichas de una manera o la otra.

Por otro lado, en las otras sesiones -las no jurídicas, por llamarlas de alguna manera – nos dedicábamos simplemente a jugar, o eso por lo menos es lo que nosotros sentíamos. Inventábamos historias, caracterizábamos personajes en distintas escenas, defendíamos a Hansel y Gretel y los Tres Chanchitos, contábamos historias de terror, acción y amor en un minuto. En pocas palabras, volvimos al colegio. Algunos volvieron a poner a prueba su creatividad, otros su temor a hablar en público, otros tuvieron que encontrar aquello que los apasionaba y, todos, tuvimos que enfrentar el gran miedo a hacer el ridículo o equivocarnos frente a los demás.

Sólo cuando llegamos a Colombia y nos tocó competir me di cuenta de lo importante que era todo lo que nos habían enseñado. De cómo sí es importante elegir las palabras correctas, de encontrar los ejemplos y figuras adecuadas, de cómo el fondo no es nada sin la forma. Aprendí lo importante que es usar las manos, la mirada y la voz para persuadir, aprendí a usar el tono y volumen adecuado y que la agresividad no siempre convence. En pocas palabras, aprendimos – y creo que puedo hablar por todos cuando lo digo – a ser profesionales.

Todo ello parece ya razón suficiente para justificar este tipo de enseñanza del Derecho y para darse cuenta de que la educación integral en una facultad de Derecho pasa también por desarrollar este tipo de habilidades en sus alumnos. Así, esta experiencia me enseñó que el aprendizaje en la facultad no puede prescindir de lo «tradicional» ni de aquello que se trata de promover mediante estas experiencias. Se trata de dos elementos que se necesitan el uno al otro y, que al complementarse de manera adecuada, dan como resultado una enseñanza integral a los alumnos de Derecho.

Es preciso recordarle a los profesores «tradicionales» que critican o son exceptivos con esta forma – mal denominada moderna – de enseñanza del Derecho que las destrezas legales que se desarrollan en este tipo de actividades han sido, desde siempre, destrezas valoradas en los abogados y que actualmente se están tratando de redescubrir.

Nuestra facultad, así como las demás facultades de Derecho, deben apoyar a profesores como Alfredo, Giovanni, Roberto y Malcolm quienes se dedican desde hace bastante tiempo a completar la enseñanza de los alumnos de Derecho y a darles algo más de lo que tradicionalmente ofrece la universidad: una enseñanza integral en la que se desarrollen no sólo destrezas legales, sino que también se ayude a los alumnos a crecer como profesionales y, sobretodo, como personas.