Publicado originalmente en el diario El Comercio. Todos los derechos del texto reservados. Republicado con permiso del autor.

Salvar una vida cuesta. Para reducir las muertes en las carreteras, por ejemplo, hay que invertir en operaciones de fiscalización; para bajar la tasa de mortalidad infantil se destina recursos a programas alimenticios y para disminuir el número de asesinatos se pone más policías en las calles. Pero los recursos estatales, lamentablemente, son escasos y no se puede hacer todo al mismo tiempo. ¿Cómo se debería escoger, entonces, qué programa priorizar?

Sencillo: el que evite más muertes a un menor precio. No se trata de una cuestión de avaricia, sino que de esta forma habría más dinero para implementar medidas que permitan salvar aún a más personas. Por eso, cuando el Estado elige el programa más caro comete la torpeza de perder la oportunidad de salvar a más ciudadanos por otros medios. Torpeza como la de un capitán de barco que, teniendo espacio para 100 personas, elige rescatar solo a diez náufragos y dejar a 90 en el agua.

Solo es posible, por esta razón, saber si invertir en una medida estatal, si primero se mide su costo y cuántas vidas podrá salvar. Hace 10 años, por ejemplo, Kip Viscusi, profesor de Harvard, descubrió que en EE.UU. por cada vida que se salvaba gracias a las normas que obligan a usar cinturones de seguridad y airbags, el Estado debía invertir 100 mil dólares; mientras que, por cada vida salvada por las regulaciones para evitar la contaminación por bencina, debía invertir 10 millones. Apostar por implementar el segundo grupo de regulaciones era, sin duda, una mala inversión, pues si se hubiera destinado el mismo dinero en fiscalizar el cumplimiento de las referidas normas de tránsito se hubiesen salvado cien veces más personas.

Hace poco el congresista Jaime Delgado presentó un proyecto de ley cuyo objetivo es, justamente, salvar vidas. Me refiero a su propuesta para restringir la comercialización de la comida no saludable que persigue evitar una serie de graves enfermedades (muchas de ellas mortales) que esta causaría. El proyecto del señor Delgado, sin embargo, nunca responde cuántas muertes evitará de convertirse en ley ni a qué costo. Olvida que no es gratis crear una nueva entidad pública que se encargue de estos temas, ni tampoco que Indecopi y otros organismos estatales tengan que realizar nuevos operativos para fiscalizar el cumplimiento de su norma.

Si el señor Delgado no evalúa los reales costos y beneficios de su proyecto, ¿cómo sabemos si conviene más invertir recursos públicos para resolver el problema del 3% de adolescentes obesos o, en cambio, en programas de nutrición para atender al 18% de desnutridos dentro de la misma población? ¿O por qué no invertimos ese mismo dinero en evitar contaminación ambiental que también causa muertes? ¿Acaso prefiere olvidar que el precio del dinero fiscal mal invertido se paga en vidas humanas?

Los peruanos tenemos derecho a que los congresistas demuestren que sus proyectos traerán los mayores beneficios posibles (esto se aplica a vidas, estándares de salud o cualquier otro tema). Cuando no lo hacen, solo nos queda pensar que sus motivos se explican, en el mejor de los casos, por ignorancia o arbitrariedad. Como, por ejemplo, que a un Delgado simplemente no le gusten los gordos.