Por Renzo Díaz Giunta, bachiller en Derecho por la Universidad de Lima. Director Regional de Lima Metropolitana en la Organización Democrática Mundial por el Desarrollo (ODM). Ha laborado en la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, el Tribunal Constitucional del Perú y el Congreso de la República del Perú. Miembro en la International Association of Constitutional Law (Suecia). Asociado en la Association of Young International Criminal Lawyers (Italia). Ha sido Director General del Círculo de Estudios de Derecho Constitucional de la Universidad de Lima.
Todo régimen democrático se sustenta en la soberanía de la población, que elige democráticamente a sus representantes. No obstante, se puede afirmar que una democracia se encuentra sumergida en una crisis de representatividad cuando existe una severa desconexión entre las necesidades de los ciudadanos y las acciones de quienes fueron elegidos para representarlos.
Tal es el caso de lo que ocurre en el Perú, donde algunos políticos anteponen sus intereses personales y partidarios antes que los del país. Inclusive, la actual composición del Parlamento carece del respaldo ciudadano, en mérito a que han apoyado contrarreformas, debilitado la institucionalidad democrática de la nación eligiendo funcionarios carentes de idoneidad, y blindado a parlamentarios con severos cuestionamientos de índole penal y moral.
Ante aquel contexto de desprestigio sistemático, sorprende que se haya presentado el proyecto de ley 5652/2023-CR, que pretende reformar el artículo 93 de la Constitución para restablecer la inmunidad parlamentaria. Esta figura constitucional fue eliminada recientemente, en el 2021, ante la exigencia de la sociedad de que se impulsen reformas para garantizar un mejor Congreso.
Javier Alva Orlandini, expresidente del Senado y expresidente del Tribunal Constitucional del Perú define a la inmunidad parlamentaria como “una prerrogativa que protege a los parlamentarios contra detenciones y procesos judiciales por delitos comunes que puedan tener como consecuencia la privación de su libertad personal, evitando así que, por manipulaciones políticas, se les impida desempeñarse en el ejercicio de sus funciones”[1].
Cabe destacar que, si bien esta figura constitucional fue establecida en el Perú con el fin de que los legisladores puedan realizar su labor parlamentaria sin el peligro de padecer una persecución política con incidencia en el ámbito penal, a lo largo del tiempo se desnaturalizó.
En ese sentido, la inmunidad parlamentaria fungía como un incentivo perverso para que diversas personas con investigaciones fiscales abiertas y procesos penales en curso postularan al Congreso. De manera que, en caso sean condenados, se amparaban en su investidura y en dicha prerrogativa funcional para detener y entorpecer el accionar del sistema de justicia.
Por ejemplo, el 27 de agosto del 2018, el congresista Edwin Donayre fue condenado a 5 años de prisión, por el delito de peculado. Esto se debe a que, cuando fue general del Ejército, en el 2008, se apropió ilegalmente de combustible de las fuerzas armadas y lo vendió para obtener un beneficio económico propio.
A pesar de que era evidente que esta sentencia judicial carecía de toda motivación política al sustentarse en hechos que acontecieron 8 años antes de que fuese electo congresista de la República, el Congreso dilató lo más que pudo y de la forma más descarada el levantamiento de la inmunidad parlamentaria de Edwin Donayre. En otras palabras, los congresistas lo blindaron y escudaron del accionar de la justicia.
Transcurrieron 8 meses luego de que el Poder Judicial condenara a Edwin Donayre para que el Pleno, máxima instancia deliberativa del Congreso, aprobara con 102 votos a favor el levantamiento de su inmunidad parlamentaria. Esta excesiva demora le dio tiempo para darse a la fuga y no ser arrestado. Claramente, la inmunidad parlamentaria se volvió sinónimo de impunidad.
Este uso distorsionado de la inmunidad parlamentaria fue una de las principales razones que motivaron la reforma constitucional aprobada en el 2021. A su vez, Abraham García Chavarri, ex adjunto en asuntos constitucionales de la Defensoría del Pueblo, afirma que “las prerrogativas de la inmunidad y el antejuicio no significan mecanismos para eludirse de todo control y sanción. Por tanto, deberían ser utilizados por el Congreso como garantías para el mejor desarrollo de las labores parlamentarias, pero no para promover o consagrar espacios de impunidad contrarios a todo Estado Constitucional”[2].
Más aún, considerando que la imagen del Congreso se encuentra severamente mermada ante la opinión pública, para salvaguardar la institucionalidad del Parlamento corresponde que los parlamentarios dejen de presentar y aprobar iniciativas legislativas que son contrarias a la voluntad popular, o contravienen el marco constitucional vigente.
Cabe resaltar que, la existencia de la inmunidad parlamentaria y el uso distorsionado que se le dio acrecentaron las brechas de representatividad entre el Parlamento y la población. Por ello, sobre el periodo congresal 2001-2006, Henry Pease García, expresidente del Congreso y ex congresista constituyente, afirmó que “los escándalos hechos por los sueldos, los gastos operativos y la inmunidad parlamentaria, junto a la pésima imagen mediática —que no es una casualidad—, tienen un efecto reiterado que afecta a la institución y mantiene vigentes tesis absurdas del fujimorismo y otros enemigos del régimen democrático”[3].
Así, el restablecimiento de la inmunidad parlamentaria tan solo traería mayor desprestigio al Parlamento, pues empoderaría a que algunos legisladores abusen de esta figura constitucional para no ser arrestados ni procesados penalmente. Asimismo, incentivaría a que la degradación moral de la institución continúe; generando que el siguiente Congreso sea aún peor que el actual y que los que le antecedieron.
Además, César Delgado-Guembes, ex oficial mayor del Congreso, sostiene que “la falta de virtud en el representante desacredita al Congreso, pero también mina y destruye la calidad del vínculo en el que creemos quienes esperamos ser correctamente representados en nuestra república. Virtud no es cuestión de gestos, de poses ni de imagen, sino de un comportamiento acorde con la misión que debe cumplirse en un puesto público”[4].
La democracia peruana agoniza y en parte se debe a una clase política que actúa con desidia a espaldas de la población. Es un deber cívico de todo peruano combatir el desmantelamiento del sistema democrático. Si la población no reacciona ahora, puede que cuando decidan hacerlo sea demasiado tarde. Hay que rechazar toda práctica antidemocrática y velar por la defensa de los derechos humanos.
Restablecer la inmunidad parlamentaria significaría un continuo blindaje intercongresal, donde los parlamentarios que son sentenciados por cometer ilícitos penales no respondan ante la justicia o tengan tiempo suficiente para eludirla.
En conclusión, no hay criterios objetivos ni razonables que sustenten el restablecimiento de la inmunidad parlamentaria. Si los parlamentarios aprueban dicha reforma constitucional, implicaría que el próximo Parlamento tenga a futuros reos sentados en los escaños congresales en la búsqueda de impunidad.
Por ello, es imperativo que se continúe con una reforma política que garantice la idoneidad de los candidatos de elección popular y, con ello, el Perú obtenga un mejor Congreso que no legisle pensando en el interés particular, sino en el interés general de toda una nación que anhela ser representada y no ignorada.
Bibliografía
[1] Alva Orlandini, Javier. (2005). El Tribunal Constitucional. En: Ius et Veritas (31).
[2] García Chavarri, Abraham. (2008). Cuando las Prerrogativas Parlamentarias favorecen la Impunidad. Algunas anotaciones críticas a la labor del Congreso. En: Derecho & Sociedad (31).
[3] Pease García, Henry. (2005). Para un balance del Congreso de la República 2011-2006. En: Coyuntura: Análisis Económico y Social de Actualidad (4).
[4] Delgado-Guembes, César. (2011). Para la representación de la República. Lima: Fondo Editorial del Congreso de la República.