Por: Adriana Fosca
Estudiante de Derecho de la PUCP
Probablemente uno de los aspectos más polémicos sobre la SUNAU – Superintendencia que la reforma de la Ley Universitaria plantea implementar para supervisar la educación superior – es su facultad fiscalizadora respecto del uso de los recursos económicos de las propias universidades.
De acuerdo con el propio régimen económico de libre iniciativa privada del Estado, la materia educación es considerada de tal relevancia social que el propio se reserva el derecho de intervención en ella como una excepción. Es decir, si bien el privado es libre de crear centros de educación superior, si acaso sucediesen situaciones perjudiciales para quienes reciben un servicio de esta clase (sea público o privado), el aparato estatal está facultado de actuar en la medida que la ley lo habilite para garantizar la calidad de dicho servicio. En contraste con ello se encuentra la facultad que, mediante decreto legislativo dictado ya hace más de diez años, el privado obtuvo para crear cualquier tipo de institución educativa con régimen igual al de una empresa (la validez o invalidez, legitimidad o no, de esta ley no será materia del análisis de este artículo, a pesar de ello, no dejaremos de enfatizar en la importancia del impacto que esta cesión de facultades generó en la legislación educativa posterior).
Al otro lado de la balanza está la autonomía universitaria: un principio que defiende la autorregulación y autogestión de las universidades en nombre de la libertad de cátedra, un derecho del cual es titular lo que se denomina la comunidad universitaria. Este principio se aplica para cada una de las universidades que son creadas por iniciativa privada (resultaría complicado concebir la desvinculación de una forma más clara en la figura de la universidad pública), sin perjuicio de la calidad o acreditación que éstas ostenten. Entonces, tanto las diez primeras como las diez últimas universidades en el ranking nacional poseen autonomía universitaria. La pregunta: “¿Es cierto que todas la merecen?” parece ser una de las que los creadores de la SUNAU se hicieron al elaborar la Reforma y no es, lamentablemente, una pregunta que pueda ser respondida afirmativamente.
La privatización de la educación ha dado excelentes frutos en tanto varias universidades nacionales – como la PUCP, la UPCH o la UP – son reconocidas a nivel internacional y sostienen convenios con importantes redes mundiales de educación. Si el objetivo fue compensar la ausencia estatal en el sector, se ha resuelto casi satisfactoriamente. Tal vez si la educación pública gozase de mayor atención por parte del Estado, la UNMSM sería competidora imbatible (“competencia” como en fines meramente pedagógicos), pero no lo es. Ahora bien, digo casi satisfactoriamente porque también existe un número bastante amplio de instituciones superiores que son principalmente reconocidas por su informalidad, mala calidad, irregular currícula e idénticamente irregular manejo económico. Estas instituciones son preferidas por todos aquellos que no pueden costearse ingresar a las diez primeras privadas del ranking y su producto final, lejos de contribuir con la producción académica o científica, implica la aparición de profesionales que no pueden competir en el mercado laboral a la altura de los que egresaron de otras instituciones educativas. ¿Merecen realmente gozar de la intangibilidad académica que la autonomía les provee? Porque, de cualquier modo, de intangibilidad económica ya gozan muchas de ellas por el solo hecho de haber sido creadas bajo un régimen empresarial.
El privado ha ayudado – en casos muy puntuales ya señalados – al progreso de las comunidades académicas del país, pero también ha exagerado en exceder el fin de la norma que le otorgó aquellas facultades al crear instituciones superiores que carecen de todo certificado de garantía en los servicios educativos que brindan. Entonces, si algunos innovadores privados han fracasado (definitivamente no económicamente, pero sí pedagógicamente) en un área que – de acuerdo con la propia Constitución – merece un cuidado sumamente delicado y acucioso por parte del Estado, no le queda a este último nada más que reivindicar su función de garante y anunciar su inminente intervención – con la SUNAU de esta Reforma – en el sector.
Hasta aquí no existe, aparentemente y bajo un análisis bastante rápido, absolutamente nada ilógico o inconcebible. Lo excesivo sobre la Reforma parece llegar justamente al revisar lo concerniente a las competencias que la SUNAU tendría: académicas y económicas. ¿Hasta qué punto debe el Estado respetar la autonomía universitaria y el carácter de libre empresa que confluyen en varias de estas instituciones educativas?
Ante una situación de intervención de derechos contrapuestos (educación y autonomía universitaria vs. libre iniciativa privada), el Derecho sugiere realizar un examen de proporcionalidad de la propia intervención estatal. Primero, ¿qué tan idónea es la atribución de fiscalización económica a la SUNAU? ¿Solucionaría el déficit de calidad de las universidades intervenirlas económicamente? El nexo causal no es suficientemente claro, pues no todas las universidades tienen problemas de manejo económico que puedan concernirle al Estado ya que no afectan la calidad de la educación que brindan. Segundo, ¿qué tan necesaria es esta atribución? ¿No existe otra forma de garantizar la calidad educativa? De hecho, solamente con una impecable política fiscalizadora de naturaleza académica y sanciones correspondientes al incumplimiento de las correcciones que la SUNAU realice debería poder solucionarse. No hay por qué recurrir apresuradamente al intervencionismo económico si existen aún otras estrategias. Tercero, y último, ¿la ganancia que genere esta intervención será superior al daño que esta cause en el derecho intervenido? No, esta intervención ha probado ser innecesaria en los dos análisis anteriores, por lo que no sería legítima. Cualquier efecto de alguna norma ilegítima es totalmente perjudicial para la coherencia del sistema jurídico, cualquier intervención ilegítima e innecesaria debilita la imagen de las garantías estatales y su protección.
La Reforma de la Ley Universitaria es necesaria, es cierto. La SUNAU promete la solución final a las brechas antes insalvables entre nivel y nivel académico de cada universidad, pero es menester tener en cuenta que debe ser un criterio académico y pedagógico el que rija el accionar de la misma. Lo que no es necesario es una política de fiscalización económica que no hará más que proveer soluciones a corto plazo y daños a la ya desgastada imagen del Estado y sus legisladores, aunque se la disfrace de último recurso.