Por: Héctor Cornejo Chávez
Abogado, jurista y político, experto en Derecho de Familia y fundador de la Democracia Cristiana en el Perú.

Artículo publicado originalmente en la revista Themis #2, en 1984.

La familia no es un fenómeno exclusivo ni principalmente jurídico-legal. Primera sociedad a la que ingresa inevitablemente todo hombre, la familia es un complejo de intrincadas imbricaciones, donde confluyen y se inter-relacionan factores bio-fisiológicos, ético-religiosos, étnico-culturales, económico-sociales, psicológicos y educativos. Por tanto, las raíces de la problemática familia se hunden en lo más profundo de la psiquis de los individuos de la idiosincrasia de los pueblos, de las convicciones medulares y las condiciones del medio social en que se desenvuelve. Dentro de tan amplio y heterogéneo contexto, la acción global del Estado y más específicamente la normatividad jurídico-legal pueden en alguna medida fundar, modificar o extinguir instituciones e incentivar o desestimular ciertos patrones de conducta, sea por la más sutil de una cierta función formativa de la conciencia individual y social.

Frente a este panorama, la relatividad del papel del derecho en orden a la constitución y funcionamiento del fenómeno familiar aparece obvia.

Cuando, por ejemplo, la ley impone a los cónyuges los deberes de fidelidad, cohabitación y asistencia, lo hace a través de fórmulas más bien morales que de preceptos jurídicos: existe la posibilidad de sancionar al cónyuge por el incumplimiento de la obligación de dar una cantidad de dinero en concepto de alimentos, pero no la de obligarlo coercitivamente a que cumpla en espíritu de amor su deber de asistencia en todas las circunstancias, incluso nimias, de que está hecha la vida diaria del hogar. No hay ley que obligue a amar y ni siquiera a sonreír. El varón no puede ser forzado a cumplir el débito sexual, ínsito en el deber de cohabitación; ni puede la ley sancionar las fórmulas sutiles, y a veces puramente mentales, de infidelidad. Más que de obligaciones jurídicas, se trta de deberes morales. Casi nunca es posible la sanción legal de la infracción, pero casi siempre lo que ella puede producir es algo mucho más grave: el naufragio del matrimonio.

La ley impone a los hijos el deber de respetar, obedecer y honrar a sus padres. La fórmula repite casi a la letra uno de los mandamientos de la ley de Dios. Pero no se respeta ni se honra, y a veces ni siquiera se obedece, con sólo actos externos que la ley pueda controlar, sino con actitudes vitales que se sitúan en lo más recóndito de los sentimientos y los afectos, hasta donde sólo la sanción moral puede llegar.

“Cuatro dimensiones fundamentales de la persona encuentran su pleno desarrollo en la vida de la familia: paternidad, filiación, hermandad, nupcialidad… son cuatro rostros del amor humano”,  ha dicho Juan Pablo II; pero no es solamente con el código en la mano que el hombre y la mujer, los hijos y los hermanos se ubican existencialmente en esas dimensiones.

El amor no es condición jurídico-legal del matrimonio ni la relación paterno-filial o fraterna; mas sin él la relación se enfría, se torna pura fórmula exterior, se frustra. No hay código para que pueda impedirlo. El código no llega a las esencias del amor. Y sin él, el matrimonio y la familia no son fecundos.

“Amar es compartir: las alegrías y las penas y no sólo el pan de cada día –han escrito los esposos de Ryan-: tanto si se es rico como si se es pobre. Compartir en las almas y en los cuerpos. Amarse es ayudarse a crecer en espíritu y entendimiento. Es elogiar  sinceramente, prontamente y muchas veces. Es estar siempre disponible. Construir algo tan difícil y  tan frágil como un buen matrimonio es algo que lleva tiempo. Amar es no hacerse zancadillas; no hurgar en el almacén de faltas del otro. Es decir con obras lo mucho que se aprecia al otro. Es ponerse en su lugar”… es compartir, no competir.

Con la ley en la mano, pero sin sujeción a una escala de valores genuinos, la tarea de edificar una familia es una lotería; el matrimonio, un salto en el vacío. Sin diálogo y buena voluntad, no hay matrimonio en la dimensión de lo vital, aunque lo haya, intachable, en las actas del registro civil. Sin autoridad racionalmente ejercida, fundada en el amor sin debilidad, en la firmeza sin despotismo, en la comprensión sin renuncios; sin respeto a la persona irrepetible que hay en cada uno de los miembros de la familia, incluso el simplemente concebido; sin tolerancia mutua en el trato diario; sin vocación de entrega y espíritu de sacrificio en bien de los demás; sin esto, el matrimonio y la familia naufragan. No hay código capaz de evitarlo, ni sentencia judicial que lo impida.

Simple todo esto al momento de escribirlo, difícil tarea es a la hora de realizarlo. Siempre lo ha sido. Pero lo es más aún cuando la familia en el mundo entero está en crisis. Como ocurre cuando el hogar se convierte en una forma sin alma; cuando se reduce a una apariencia tras la cual coexisten, sin convivir, un hombre y una mujer convertidos por el hastío en extraños o por el odio en enemigos; cuando por la falta de diálogo se quiebra el empalme generacional entre los que se van y los que van llegando.

La crisis es tanto más grave cuanto los factores internos de disolución, nacidos de la inmadurez, la impreparación o la irresponsabilidad, resultan agravados desde afuera. Las massmedia juegan en éste, como en tantos otros campos, un papel decisivo. Por su conducto llegan a la intimidad del hogar y hasta el fondo de las conciencias y subconsciencias la degradación morbosa del sexo despojado de su nobleza y dignidad, la exaltación de la infidelidad y el amor libre, la exhibición descarada de la pornografía que a veces ni siquiera se toma ya el trabajo de disfrazarse de arte. “El cine, las novelas, las canciones de moda nos proponen mayor de las veces engaños, tristes amancebamientos, violencias físicas o morales, suicidios y muertes lentas… Repiten que las gentes felices no tienen historias”, se ha escrito con razón en reciente documento eclesiástico.

El alcoholismo, la drogadicción, el amor libre, las uniones informales conscientemente elegidas, la cohabitación plural, el adulterio generalizado y el divorcio fácil minan la familia y erosionan desde su interior los cimientos mismos de la comunidad civil.

Factores económicos vinculados a la producción y la distribución de la riqueza, sobre todo en los países emergentes, impactan sobre la familia. La desnutrición, la ignorancia, la promiscuidad, la enfermedad, el desempleo tornan heroica, si es que no imposible, la terea de construir con el amor y la sonrisa miles de hogares.

El problema no es sólo económico, por cierto, desde que “hay casas donde no faltan ni el pan ni el bienestar, pero faltan la concordia y la alegría” junto a otras “donde las familias viven más bien modestamente y en la inseguridad del mañana, apoyándose mutuamente a llevar una existencia difícil pero digna: pobres habitaciones en la periferia de las grandes ciudades, donde hay mucho sufrimiento escondido, aunque en medio de ellas existe la sencilla alegría de los pobres.” (Juan Pablo II). Millones de hogares hay en el mundo pobre que naufragan entre las miserias de la carencia, pero también perecen millones de otros en el mundo rico entre las miserias de la abundancia.

Gravitan sobre las familias factores de naturaleza educativa. En la raíz de muchos dramas domésticos pueden hallarse malformaciones que explican tanto el fracaso de las familias pudientes, como el aparente absurdo de hogares muy pobres cuyo jefe se gasta en una noche de sábado el salario de toda la semana.

A lo escrito, que se aplicaba más o menos, a todas las realidades nacionales del mundo contemporáneo, se añaden aún otras dos características que complican más la problemática familiar.

La primera consiste en que la familia no es un fenómeno inmóvil, sino en constante evolución o involución, aunque ello no sea perceptible día a día. La segunda es que la dinámica de la familia no constituye un fenómeno cerrado dentro de las fronteras de cada país, sino abierto al mundo circundante, beneficiario eventual de sus logros pero expuesto también, en esferas y a ritmos diferentes, a sus desviaciones y retrocesos. Unos y otros, los beneficios y los daños, suelen ganar rápidamente y a veces sólo por snobismo a grupos elitarios influenciables e influyentes, pero también penetrar, aunque lenta y parcialmente, en las capas profundas de cada sociedad.

Abstracción hecha de los ingredientes no jurídico-legales de la problemática familiar –¡si semejante abstracción es posible o conveniente!–, es decir, esforzándonos por situar la cuestión en el plano estricto del derecho, el Perú presente otra peculiaridad que no se da en todas las realidades contemporáneas –aunque sí, con parecidos caracteres y en distintas intensidades, en algunas– y que hacer más arduo el estudio de sus problemática familiar y sus vías de solución. Y es que junto al Derecho que se podría denominar “oficial”, funcionan otro u otros en la vida real, por mucho que sean ignorados y hasta combatidos por aquél.

A partir del modo y forma en que se constituye el grupo familiar (pero también en cuanto a los valores que presiden su funcionamiento, los deberes y derechos con el resto de la comunidad social), existe una importante diversidad en el Perú.

En lo que concierne a la construcción de una familia se podría distinguir al menos tres grandes grupos:

–          El de quienes, para fundar una nueva familiar nuclear, contraen matrimonio;

–          El de quienes lo fundan sin matrimonio formal alguno, pero sí a partir de una unión de hecho estable; y

–          La de quienes la inician con uniones puramente ocasionales o accidentales, de solidez y duración precarias.

El primer de estos grupos no es homogéneo. En el Perú no todos “se casan” de la misma manera. Dentro de un panorama multiforme, coexisten la familia fundada sobre el matrimonio civil, que es el único reconocido por la ley a partir de 1930; la que se origina en un matrimonio canónico, que fue –con la poco significativa de las leyes de 1897 y 1903, dictadas para normar el caso de los extranjeros o de los peruanos que no eran católicos– el único que rigió en el Perú durante cuatrocientos años, desde la Conquista hasta 1930; formas ambas, la civil y la religiosa, que se practican sobre todo en los estratos occidentalizados de los centros urbanos y en las zonas rurales hasta donde ha llegado la acción del Estado o de la Iglesia; y la formalizada a través de uniones estables de Derecho consuetudinario indígena, fruto y reflejo, en parte amestizado; de una cultura milenaria, que mantiene, al menos en parte, sus propias características, no obstante un proceso secular de trasculturación que está lejos de haber concluido.

Respecto de las dos primeras, que tienen en común muchas normas de contenido y forma, existe una base registral que permite, si se desea, medir su magnitud y frecuencia. En un gran número de casos, además, la pareja contrae sucesivamente ambos matrimonios, si bien, en el consenso íntimo de los estratos implicados, el matrimonio “verdadero” es el canónico, en tanto que el civil se estima una suerte de trámite legalmente necesario.

No existe, en contraste, base estadística confiable acerca del matrimonio de Derecho indígena y ni siquiera estudios suficientes que permitan llegar a conclusiones firmes acerca de numerosas cuestiones fundamentales: el área socio-geográfica en que se registra el fenómeno –aparentemente extendido en la sierra central y del sur, desde Huánuco en el norte hasta Puno en el sur y probablemente en otras zonas del Ande–; la uniformidad o diversidad esencias del fenómeno –conocido bajo muy diversas denominaciones, según la zona: servinakuy, warmichakuy, ujtasiña, palomai…–, y su contenido de derechos, obligaciones y responsabilidades. A la ausencia total de una política oficial de estudios y conocimiento de fenómeno tan importante –cuantitativamente por ser masiva su práctica en el país y cualitativamente porque se trataría de un verdadero matrimonio marginado hasta hoy por el ordenamiento legal al menos en la esfera civil–, algunos estudios efectuados por iniciativa particular y un esfuerzo todavía incipiente de la Universidad Católica del Perú, a través de su Instituto de Investigaciones Jurídicas, empiezan a trazar un mapa, aún muy incompleto y en veces contradictorio, del fenómeno y de sus características. Mientras en tanto, la posición oficial del Derecho peruano, a partir de la Constitución, es la de ignorar la existencia del servinakuy –así llamado con una generalización seguramente simplista– o de aproximarse a él por vía parcial e indirecta.

En cuanto a las uniones estables de hecho, es decir, del concubinato, resulta obvia su existencia. El conocimiento del mismo, sin embargo, es insuficiente, aún desde un punto de vista puramente estadístico, lo que explica, aunque no siempre justifica, las cifras tan dispares con que a veces se mide la magnitud del fenómeno. Estadísticamente, al menos, parece exagerada la idea relativamente generalizada de que en el Perú hay tantos o más concubinatos que matrimonios, si bien, de otro lado, es posible que para fines censales, se dé el caso de parejas “casadas” sólo por la Iglesia que se declaran casadas, porque efectivamente así lo creen y lo sienten; y que en ciertos casos se declaren también casadas personas que realmente viven en concubinato.

De todas maneras, la actitud del Derecho peruano en esta materia ha sido más bien reticente. Hasta antes de la nueva constitución, ni en la anterior, ni en el Código Civil todavía vigente de 1936 se legisla al respecto. La carta de 1933 ignoró totalmente el fenómeno, y el Código Civil sólo alude directa y nominalmente a él en el art. 366, como una de las situaciones en que se puede fundar una acción de investigación en que se puede fundar una acción de investigación de la paternidad extramatrimonial.

En este plano resulta expresivo el cambio de ideas que se produjo al interior de la Comisión Reformadora del Código de 1852, cuya tarea habría de culminar con la promulgación del de 1936. Desde luego, la consecuencia del concubinato que llamó más la atención del codificador fue el riesgo de la concubina abandonada, cuyo concubino, además, se apropia de los frutos del esfuerzo común (consecuencia, sin duda, importante, pero no única y tal vez no la de mayor gravedad); hipótesis para cuya corrección en justicia se consideró suficiente la norma contenida en el art. 1149 que legisla en general sobre el enriquecimiento sin causa.
En esta materia, sin duda muy controvertible –pues se podría temer que en la medida que se ampare las uniones de facto se desestimula o desalienta las uniones de jure–, la Constitución de 1979-80 y el proyecto del nuevo Código Civil en actual debate público registrar una posición más neta y frontal.

En efecto, el art. 9 de la Carta preceptúa que la unión de hecho estable, realizada por un varón y una mujer libres de impedimento matrimonial y mantenida por el tiempo que la ley señale, se rige por las reglas de la sociedad de gananciales en cuanto sea aplicables. Esto significa una cierta constitucionalización del concubinato stricto sensu (es decir, el que puede convertirse en matrimonio por no obstarle impedimento legal alguna), pero únicamente en cuanto a la administración, gravamen y disposición de los bienes adquiridos por el esfuerzo común (que en cierta medida se presume por el hecho mismo de la convivencia) y, sobre todo, en cuanto a la distribución de dichos bienes entre ambas partes por igual cuando la unión fenece. No se trata, pues, de una suerte de matrimonio para efectos alimentarios, hereditarios ni de otra naturaleza; si pierde la unión la característica esencial de que, iniciada de hecho, puede también terminar de hecho.

Es acatamiento de la norma constitucional, el proyecto del nuevo Código Civil preceptúa que “la unión de hecho, voluntariamente realizada y mantenida por un varón y una mujer libres de impedimento matrimonial, para alcanzar finalidades y cumplir deberes semejantes a los del matrimonio, origina una sociedad de bienes que se sujeta al régimen de la sociedad de gananciales, en cuanto le fuere aplicable, siempre que dicha unión haya durado por lo menos dos años continuos. A la falta de acuerdo entre ambos, la posesión constante de estado a partir de fecha aproximada puede probarse con cualquiera de los medios admitidos en la ley procesal, siempre que exista un principio de prueba escrita. La unión de hecho termina por muerte, ausencia, mutuo acuerdo o decisión unilateral. En este último caso, el juez puede conceder al abandonado una cantidad de dinero en concepto de indemnización, además de los derechos que le corresponden de conformidad con el régimen de sociedad de gananciales. Tratándose de la unión de hecho que no reúna las características señaladas en este artículo, el interesado tiene expedita, en su caso, la acción de enriquecimiento indebido”.
Aparte de precisar el contenido de la unión de hecho y de gobernar con detalle la forma en que puede probarse, el proyecto concede al abandonado (uno y otra en virtud de principio de igualdad de los sexos contenidos también en la Constitución, pero aplicable, en los hechos, seguramente más a la mujer que al varón) un derecho eventual a indemnización; y por otra parte, explícita al amparo – sólo implícito en el Código de 1936– que la ley presta al concubino o concubina cuya unión no haya durado un mínimo de dos años continuos.

Por cierto que, en esta delicada materia, la nueva Carta y el proyecto de nuevo Código Civil no son las primeras normas pertinentes al problema. Algunas leyes laborales, como la 8439 (contemporánea del Código Civil de 1936) y la 8569, las leyes de reforma agraria y de propiedad social, ya habían dictado algunas reglas referentes a la unión de hecho.

Otra innovación importante introduce la nueva Constitución en el ordenamiento jurídico-legal peruano; y es la que proclama la igualdad de los sexos ante la ley (art.2, inc. 20); disposición ésta que, aunque no está circunscrita al ámbito de la familia, ciertamente tiene en éste consecuencias concretas y a veces problemáticas.

Dicho precepto significa que el Libro de Familia del Código Civil no puede mantener aquellas normas que de algún modo establecen la prevalencia del varón sobre la mujer.

Tales consecuencias pueden sintetizarse en tres grandes grupos: el referente a las relaciones personales entre los cónyuges, el concerniente a sus relaciones patrimoniales; y el relativo al ejercicio de la patria potestad.

Respecto a las primeras, el código de 1936, todavía vigente en su conjunto, otorga al marido la jefatura del hogar y su representación legal frente a terceros, la facultad de fijar y mudar el domicilio común (si bien reconoce a la mujer el derecho de oponerse cuando la decisión marital constituye un abuso de su derecho), la de decidir las cuestiones referentes a la economía del hogar (sobre el supuesto, no siempre exacto, de que es el marido quien obtiene los recursos necesarios para su sostenimiento), prerrogativa de autorizar o no a su m mujer para que desempeñe funciones económicas fuera del hogar, y la obligación de la mujer de añadir a su apellido el de su marido. Todas estas normas tienen que ser modificados en el nuevo Código (y así lo hace el proyecto en actual debate), sustituyéndolas por el principio del ejercicio común de esas facultades.

Como contrapartida, el Código aún vigente impone al marido la obligación de proporcionar a la mujer y en general a la familia lo necesario para su sustento. El principio de la igualdad de los sexos impone ahora la norma de que ambos cónyuges tienen la obligación de contribuir al sostenimiento del hogar en proporción a sus capacidades y disponibilidades; si bien, considerando que en los hechos son numerosos los casos en que sólo el marido ejerce una actividad económica lucrativa, prevé que en esas hipótesis la obligación reposa sobre él.

En cuanto a las relaciones patrimoniales, el Código de 1936 establece, como sistema único y obligatorio (salvo casos excepcionales) el régimen de comunidad de gananciales, según el cual la administración de los bienes comunes corresponde al marido (con la posibilidad de oposición eventual de la mujer a los actos abusivos). El nuevo Código habrá de establecer, en cambio, la norma de la administración conjunta cuando el régimen elegido sea el de gananciales; además de introducir la posibilidad de que, al momento de contraer matrimonio o después, ese régimen sea sustituido por el de separación de patrimonios sin necesidad de juicio.

En lo que concierne, finalmente, al ejercicio de la patria potestad sobre los hijos menores, el Código actual preceptúa que corresponden a ambos cónyuges, pero en caso de discrepancia prevalece la opinión del varón. El nuevo Código sustituye esta regla por la de dirimencia judicial.

Como es fácil advertirlo, estas innovaciones, derivadas todas de la nueva Constitución, pueden originar en la práctica problemas tan graves como los que se quiere evitar, sin que la intervención del Poder Judicial haya de producir en todos los casos mejores resultados.

Tanto en materia de relaciones entre marido y mujer como en las derivadas del ejercicio de la patria potestad, es claro que la única solución satisfactoria dependerá de la capacidad de diálogo del varón y la mujer (y un diálogo no es sinónimo de dos monólogos superpuestos), de su capacidad de actuar racionalmente y teniendo en cuenta los superiores intereses del hogar, es decir, de la madurez de los cónyuges, condición y objetivo, éstos que obviamente no se logran por el solo mandato de la ley.

Otra de las innovaciones de la Constitución de 1979/80 que afectan a la familia es la que declara que todos los hijos tienen iguales derechos (art.6).

Aunque la formulación es general, habrá que interpretarla en el sentido de que los hijos matrimoniales y los extramatrimoniales voluntariamente reconocidos o judicialmente declarados tienen los mismos derechos; y de que el llamado “hijos alimentistas” (que es el extramatrimonial no reconocido ni declarado judicialmente respecto del pretenso padre) no podrá ejercer en lo que a éste se refiere los mismos derechos que el hijo matrimonial o extramatrimonial reconocidos o declarado como tampoco podrá ejercerlos, respecto de la madre, el hijo extramatrimonial negado por ella, salgo que obtenga sentencia favorable.

La innovación tiene menor repercusión práctica de lo que ordinariamente se piensa, ya que la diferencia entre el hijo matrimonial y el extramatrimonial reconocido o declarado era ya en el Código de 1936 relativamente pequeña al menos en materia de Derecho de Familia. La repercusión más importante se mantenía más bien en el campo del Derecho hereditario, ya que según la ley del 35 los hijos “ilegítimos” heredaban la mitad que los “legítimos” cuando concurrían unos y otros en la herencia del padre o de la madre; diferencia que ahora desaparece.

Por lo demás, la equiparación de ambas clases de hijos ha determinado la supresión de la antigua figura de la legitimación, pues ésta tenía por objeto convertir en “legítimo” al “ilegítimo”, fundamentalmente para acordarle los mismos derechos.

Aunque se trate de una consecuencia menor, quizá convenga señalar que las denominaciones de “legítimo” e “ilegítimo” que emplea el Código de 1936 (y que de alguna manera significaban que el segundo estaba contra o al margen de la ley y en realidad lo calificaban), son sustituidas por los de “matrimonial” y “extramatrimonial” (que aluden a un hecho: el de estar casados o no los padres entre sí, pero que no calificaban al hijo como adentro o fuera de la ley).

El proyecto de nuevo Código Civil introduce, además, otras innovaciones importantes en materia familiar, que no vienen determinadas por la nueva Constitución, sino aconsejadas por la experiencia.

Dos de ellas merecen alguna explicación, a saber:

La que, manteniendo el nombre de “adopción”, sustituye, sin embargo, los alcances restringidos que actualmente tiene en la ley por los más amplios de lo que la doctrina llama “legitimación adoptiva”; la cual básicamente consiste en que, en vez de que el adoptado pertenezca a medias a dos familias como actualmente ocurre, se incorpora plenamente a la de los adoptantes que son casados entre sí, a fin de evitar, en lo posible, los traumas que suelen afectar al hijo adoptivo cuando “descubre” acaso tarde que no son sus padres aquellos a quienes creía tales. Las consecuencias de esta innovación exceden de lo que podría desarrollarse en este artículo.

Otra de dichas innovaciones es la que permite la prueba de los grupos sanguíneos, en los juicios de investigación judicial de la paternidad y de la maternidad, no para descubrir quién es el padre o la madre, sino para descartar que lo sean el demandado la demandada; modificación ésta que se basa en conclusiones científicas que han adquirido ya carácter de certidumbre.

Otra e importantes innovaciones, dirigidas a robustecer el núcleo familiar, son ciertamente posibles en otros campos del Derecho, como el de Menores; pero es posible que el ordenamiento legal en su conjunto sería más eficaz sí, dentro de la estructura y el funcionamiento general del Estado, la familia recibiera el tratamiento preferencial que merece y que está cada día más urgida. Y una de las vías eventualmente expeditas para lograrlo podría ser aquella que integrará las políticas – y sus correspondientes acciones- que tienen que ver con el fenómeno familiar a través de la creación de una magistratura especializada, en que los jueces y tribunales contarán necesariamente con el concurso de profesionales no letrados (psicólogos, psiquiatras, nutricionistas, asistentas sociales, educadores, religiosos y laicos…) y en que la función judicial no se limitará – por razones de recargo de trabajo o de insensibilidad humana- a expedir resoluciones con fría y lejana indiferencia burocrática, sino que se esforzarán por penetrar en la esencia humana de la problemática familiar para encontrar soluciones eficaces a los dramas y hasta las tragedias que con frecuencia erosionan a las familias y frustran a seres humanos culpables unas veces e inocente las más.

Dentro de esta visión, un Código de Familia independiente del Código Civil, y que incorpore orgánicamente a su contenido el de las normas referentes a los menores en situación irregular; y eventualmente la creación de un Ministerio de La Familia (permanentemente alerta frente al riesgo de la burocratización que termina por matar por congelamiento e indiferencia toda iniciativa nacida con calor humano) podrían completar el campo de aportaciones de Derecho a la solución o tratamiento de la grave problemática de la familia, sin que nada de ello, con ser valiosos, invalide nuestra afirmación inicial; la familia no es exclusivamente, y ni siquiera principalmente, un fenómeno jurídico-legal y, por tanto, sus problemas no se solucionarán jamás con sólo promulgar leyes, por bien inspiradas que ellas, si es que semejante esfuerzo no se integra en su contexto mucho más amplio y profundo, que no sólo incluye sino que demanda un modelo que modifique también las pautas éticas, culturales y socio-económicas actuales.