Por: Heber Joel Campos Bernal
Abogado PUCP. Profesor del curso Introducción a las Ciencias Jurídicas de la Facultad de Derecho de la PUCP, e investigación académica en la Facultad de Estudios Generales Letras de la PUCP.
He leído con admiración el post de Gustavo Rodríguez: “Zanahoria paternalista: la trampa retórica de la promoción de hábitos”, que se refiere, a su vez, al post que publique en el blog de la Facultad de Derecho de la Universidad del Pacifico, titulado “Liberalismo a la peruana”. El post de Gustavo (a quien no deseo llamar señor, no por falta de respeto, sino porque fuimos compañeros universitarios y somos casi contemporaneos y, por tanto, hay entre nosotros una cercanía, sino amical, si al menos generacional) me ha parecido excelente, sobre todo, porque me permite abordar un punto que, por falta de espacio, no pude abordar en mi post original, esto es, que la intervención estatal está presente siempre, incluso en aquellos casos en que, como sugiere Gustavo, no lo está o no debería estarlo.
Me explico.
Cass Susntein y Stephen Holmes publicaron hace ya casi una década un libro titulado: The cost of rights (New York, Norton Company, 1999) en él sostuvieron una tesis que para muchos hoy puede parecer una verdad de perogrullo: que todos los derechos tienen un costo. Esta tesis que pronto fue interpretada como una crítica en contra del libertarismo conservador estadounidense puede ser leída de dos maneras: la primera, como un alegato a favor de la exigibilidad de los derechos sociales, y la segunda, como una estrategia para defender una mayor (y mejor) intervención estatal. Al margen del debate que después suscitó el libro y que ha tenido alcances inusitados incluso para sus propios autores, me interesa rescatar de él una idea que está presente, en cierto modo, en la réplica de Gustavo a mi post: que el Estado siempre interviene.
Gustavo señala que no se debe plantear “[…] la regulación pura y dura para promocionar lo que alguno estima deseable con la pretensión inadmisible, además, que no solo es deseable porque le parece sino porque debería parecernos si estuviéramos en nuestro sano juicio. Por el contrario, si asumimos que todos los individuos padecemos de información imperfecta y de una racionalidad limitada, debiéramos aceptar que es mejor sufrir por nuestra imperfecta condición que confiar en las medidas provenientes de la imperfección de un burócrata”. Pienso que el argumento de Gustavo incurre en lo mismo de lo que me acusa, es decir, de ser retorico (y añadiría falaz) pues, por mucho que lo niegue la intervención estatal está en todos lados, incluso en un caso como éste, donde, por ejemplo, se reclama una regulación que permita que los ciudadanos opten por ellos mismos que es lo que les parece mejor para sí.
No niego que hayan intervenciones poco idóneas, de hecho, esa ha sido la regla, lamentablemente, en el Perú, pero al mismo tiempo sostengo que incluso aquellas medidas que, supuestamente, nos venían a librar de esas malas políticas fueron, en un sentido práctico, intervencionismo puro y duro. Allí están por ejemplo reformas emblemáticas de los años 90´s como la creación de INDECOPI o la liberalización de una serie de sectores económicos que trajeron consigo, a su vez, sus propias reglas y su propia burocracia, las cuales fueron financiadas, claro está, por nuestros impuestos. No dudo que Gustavo sostendrá que esas reformas fueron adecuadas, pues, permitieron que la economía recupere su vigor y se administren mejor los recursos escasos. Su respuesta, sin embargo, nos planteará un problema distinto al de su réplica: qué hace que una regulación sea idónea, y no si debe haber o no regulación.
Mi punto, para decirlo de manera simple, es que la regulación estatal es inevitable, y que ello no debe ser, en lo absoluto, considerado un hecho negativo. Por el contrario, abre el debate para discutir qué regulaciones son mejores que otras y, sobre todo, qué las hace mejores que otras, a la luz no solo de sus supuestos beneficios económicos sino de sus beneficios sociales y políticos. La intervención estatal, por último, no es un tema que dependa única y exclusivamente de la economía. Tiene que ver más con los derechos que con la escasez de recursos, como lo explica de forma brillante, Sunstein y Holmes, de ahí que al momento de analizar si una regulación es válida o no debemos tomar en cuenta también hasta qué punto los ciudadanos tenemos la posibilidad de decidir, esta vez, sí, por nosotros mismos, si esas medidas nos parecen validas y si existen otras alternativas. Decir lo contrario, esto es, que los beneficios de la intervención estatal dependen únicamente de sus costos económicos es olvidar, al menos por un momento (¡y que momento!) la importancia y el valor de la democracia.
Muy buen artículo, de hecho me ayudó a reflexionar sobre por qué no debería aceptar el paternalismo pero de una forma más centrada, ya que siendo joven de los que salen todos los fines hasta tarde una medida como esta me hace odiar a la alcaldía. Me parece muy interesante la idea de que la intervención estatal está en todos lados y que no tiene por qué ser mala, de hecho tiene mucho sentido pero para nuestro país la intervención (como afirmas) ha sido siempre tan poco acertada que en el sentido común «intervención estatal» tiene un estigma negativo hasta los huesos.
Bueno, solo opino que me llega al ***** cuando las autoridades y los abogados creen que una ley basta para «mejorar» la vida de la gente. Es simple, el estado está hecho por adultos capaces de pensar, conversar, entender argumentos diferentes a los nuestros y llegar a acuerdos (a veces parece que nos olvidamos que esa es la base de la democracia y no simplemente votar por alguien que decida todo sin que los ciudadanos opinemos y propongamos soluciones también). No voto por alguien para que me trate de niño maleducado.