Por: Robert P. Murphy
Investigador adjunto del Instituto Mises, y profesor en la Mises Academy.
La mayoría de los adultos se ven obligados, tanto por requerimientos legales como por prudencia, a hacerse con varias pólizas de seguro. Aunque a veces los subestimemos los seguros cumplen una valiosa función social. Más allá de su papel estándar reconocido por todos los economistas, el seguro juega un papel importante en muchas propuestas austrolibertarias para privatizar empresas tradicionalmente gestionadas por el estado.
¿Para qué sirve un seguro?
En pocas palabras, el seguro permite un reparto del riesgo que beneficia a todas las partes implicadas. Cuando las compañías de seguros cobran una prima a cambio de realizar unos pagos si se dan determinadas condiciones, éstos son acuerdos que benefician tanto a las compañías como a sus asegurados.
Considere una comunidad con 100.000 familias similares, con hogares valorados en 200.000$ cada uno. Suponga que cada año, por término medio, 100 de esas casas se incendian, y suponga que todas las familias son igualmente propensas (al menos hasta donde sabemos) a sufrir tal catástrofe.
Si esto fuera todo, cada familia jugaría cada año a una especie de lotería en la que afrontaría una probabilidad de un 99,9% de no perder nada y una probabilidad de un 0,1% de perder $200.000. Aunque la beneficencia y los voluntarios de la vecindad ayudaran sin dudarlo a cada familia que afrontara este infortunio, esta amenaza común – que podría afectar a cualquiera en cualquier momento – golpearía aparentemente al azar, centrando su cólera cada año en una desafortunada familia de cada mil.
En este desolador escenario un grupo de inversores tiene una brillante idea. Reúnen sus fondos y empiezan a vender “seguros contra incendios” a la gente de esa comunidad. Concretamente, si una familia paga a los inversores 210$ al año, los inversores prometen entregar a esa familia un cheque por 200.000$ en el caso poco probable de que su casa se incendie.
Este acuerdo es obviamente beneficioso para los inversores – por lo menos una vez que una fracción importante de la comunidad empieza a participar. Con una clientela lo suficientemente grande, los inversores pueden estar razonablemente seguros de que cada año recibirán más ingresos como pago de primas que lo que tendrán que pagar por reclamaciones de daños. Actuarialmente hablando, los inversores ganan por cliente y año 10$ más que las reclamaciones esperadas por daños. De este superávit, los inversores tienen algunos gastos generales (de oficina, mantenimiento de registros, peritos para investigar fraudes, etc.), pero se quedan el resto como beneficio sobre el capital inicial.
Lo que ya no es tan obvio es que los clientes también se benefician. Aquí no hay un beneficio contable: cada familia “pierde” 210$ al año en pago de primas. Incluso si consideramos el riesgo implícito de incendio, cada familia todavía “pierde” 10$ al año con la compañía aseguradora.
Pero esto es irrelevante. Lo que importa en economía es la preferencia subjetiva. Es tan seguro que los clientes voluntarios de la aseguradora se benefician del acuerdo como que se benefician los que se hacen socios de un gimnasio, aunque también “pierden” dinero.
Concretamente, cada familia participante ha cambiado una lotería muy arriesgada – en la que afrontaba una probabilidad del 99,9 % de que no pasase nada, pero una probabilidad del 0,1% de perder 200.000$ – por una pérdida segura de 210$. La mayoría de la gente es “reacia al riesgo”, lo que significa que prefieren situaciones en las que su riqueza no está sujeta a grandes oscilaciones, incluso si la alternativa es actuarialmente “injusta” como en este ejemplo. En pocas palabras, que no hay nada ni irracional ni antieconómico en que una familia esté dispuesta a pagar 210$ para eliminar una probabilidad de un 0,1% de perder 200.000$.
Esta es la esencia del seguro: en lugar de concentrar la tragedia en un pequeño segmento de la sociedad, las pérdidas son repartidas eficazmente entre todos los asegurados. En la práctica, las aseguradoras ofertan diferentes primas basadas en el riesgo de cada demandante y pueden negar la cobertura a casos especialmente arriesgados. Pero la función general del seguro es permitir a los clientes cambiar la lotería que la naturaleza les ha dado por algo mucho más llevadero.
¿Es el seguro una apuesta?
La gente dice a veces: “Cuando compras un seguro de incendios estás apostando a que tu casa se quemará y la compañía de seguros está apostando a que no.” Pero esto es malinterpretar completamente la naturaleza del seguro.
En primer lugar, está claro que la compañía de seguros no está apostando en absoluto. Si sólo tuviera unos pocos clientes, entonces sí lo haría: con nuestros números anteriores, si los inversores sólo tuvieran un cliente, entonces estarían realmente doblando su propia exposición a los incendios a cambio de 210$ extra al año. Eso sí sería apostar.
Sin embargo, si los inversores tienen a la mitad de la comunidad como clientes -de forma de que haya un total de 50.000 hogares pagando sus primas- entonces ya no están apostando, suponiendo que sus actuarios hayan estimado correctamente las probabilidades de que una casa sufra un incendio. La aseguradora no está apostando a que la casa de un determinado cliente arderá o no. La aseguradora sabe que algunas lo harán y que otras no, y está sólo suponiendo que ha identificado correctamente el “pool” de riesgo y que lo tiene cubierto. Esto no es apostar en mayor medida de lo que lo hace un casino; los dueños de un establecimiento en Las Vegas no están apostando a que cada jugador que se sienta a la mesa de black-jack se va a arruinar.
Desde la perspectiva del asegurado un seguro es, en todo caso, lo contrario de una apuesta. Cuando alguien apuesta, normalmente renuncia a una pequeña cantidad de dinero a cambio de un futuro más incierto en el que afronta una gran probabilidad de no conseguir nada pero una pequeña probabilidad de ganar una suma mucho mayor que la que pagó inicialmente.
Por el contrario, con un seguro, el cliente paga una pequeña cantidad de dinero (la prima) a cambio de un futuro menos incierto, en el que su riqueza no fluctuará con tanta violencia en función de lo que acontezca en el futuro.
Estrictamente hablando, es quien renuncia a los seguros el que está viviendo imprudentemente o “apostando”. Repito: en todo caso, contratar un seguro es justo lo contrario de apostar.
Los austriacos sobre el seguro
La mayoría de los economistas compartirían el análisis anterior tal y como se aplica a acontecimientos catastróficos estándar como la muerte súbita (para lo que se necesita un seguro de vida) y gastos médicos importantes (para los que se necesita un seguro médico). Sin embargo, muchos austriacos llevan el seguro mucho allá de estas aplicaciones convencionales.
Por ejemplo, he defendido desde hace mucho que la Administración Federal de Aviación (TSA) debería ser suprimida y que las aseguradoras privadas podrían hacer mucho mejor trabajo regulando la seguridad en el transporte aéreo. Las aseguradoras – siempre y cuando operasen en un mercado verdaderamente libre– serían mucho mejores que la TSA encontrando un equilibrio adecuado entre la seguridad de los viajeros y su privacidad.
Incluso de forma más radical, economistas austriacos como Hans Hoppe y Murray Rothbard (ver el capítulo 12 deFor a New Liberty) han descrito cómo las funciones de servicios de la policía e incluso la defensa militar podrían ser proporcionadas directamente, o al menos incrementadas, por compañías aseguradoras en un mundo sin un monopolio estatal.
Conclusión
Los contratos de seguros proporcionan acuerdos mutuamente beneficiosos entre los asegurados y sus proveedores. A los interesados en un tratamiento más exhaustivo les recomiendo la obra maestra de Huerta de Soto sobre el crédito bancario y el ciclo económico, que precisamente contiene varios pasajes que explican la naturaleza del seguro desde una perspectiva austriaca.
Traducido del inglés por José Manuel González. Publicado originalmente en mises.org, republicado con permiso de la página. El artículo original se encuentra aquí: http://mises.org/daily/5178