Por: Gino Rivas Caso
Practicante en el Estudio Mario Castillo Freyre, y asistente de docencia en el curso de Obligaciones.

A y B celebran un contrato de suministro. Para el ciudadano de a pie estándar (el «tercero», ajeno a la relación), este contrato le es inocuo. Si el Contrato se lleva a cabo de manera exitosa (es decir, sin problemas en su ejecución y cumplimiento), éste no le revestirá beneficio directo[1] alguno. Ahora bien, si, por el contrario, el contrato genera problemas[2] para las partes, lo lógico está en que esto tampoco afecte directamente a los terceros.

La realidad, no obstante, difiere con el esquema presentado. La consecución exitosa de un contrato entre A y B no afectará directamente a los terceros. No obstante, la situación contraria —el contrato de suministro genera controversias entre las partes— sí genera un perjuicio para los referidos.

Nos explicamos.

Al nacer una controversia del contrato de suministro, A y B recurrirán  —salvo que exista una cláusula arbitral pactada en dicho contrato— al Poder Judicial para la solución de su problema. La judicatura aportará al Tribunal (unipersonal o colegiado, según sea el caso) que administrará el bien justicia, o en términos menos líricos, el que pondrá fin a la controversia que tiene como fuente el contrato.

Esto que suena tan natural contiene un problema estructural ineludible: Los ciudadanos subvencionamos (por medio de impuestos) la solución de controversias que en nada nos competen, afectan, o interesan. Cuando el Estado decide administrar justicia «gratuita» para determinadas controversias contractuales, lo único que está haciendo es librar de un costo que corresponde exclusivamente a las partes y cargarlo a la masa total de los ciudadanos.

Distinto sería el tratamiento para los supuestos siguientes: A mata a B; o A y B discuten por la tenencia del pequeño C (hijo de A y B). En ambos casos, existe interés público. Así, para el caso de homicidio, la sociedad tiene interés en que el ilícito penal no vuelva a suceder. Para el caso de del menor de edad, la sociedad está interesada en que el menor de edad no se vea desprotegido. En base a ello, puede justificarse[3], para ambos casos, que el dinero de los particulares se destine al pago de un tribunal dedicado a solucionar los referidos problemas.

La situación es distinta para el caso de determinadas controversias contractuales. El ciudadano de a pie bien puede preguntarse lo siguiente: «¿Por qué yo debo asumir parte del costo de solucionar un contrato que salió mal? ¿No deberían los contratantes asumir y proyectar que existe una probabilidad de que el contrato «falle» y asumir los correspondientes costos de efectivamente configurarse el evento?».

En efecto, los sujetos particulares deben proyectar que los contratos que celebran tienen una chance determinada de generar controversias jurídicas. Así, el particular debe asumir dentro de la proyección de los costos en los que incurre el celebrar el contrato el hecho de que una factible controversia aparezca. Los costos de esta controversia no se pueden limitar a, por ejemplo, contratar un abogado, sino que deben extenderse a todos los gastos que deben hacerse para que un Tribunal resuelva la referida controversia. Los privados deben pagar el costo de que un ente ajeno a la controversia les administre justicia. Esto, debido a que son ellos quienes construyeron el vehículo que dio origen al pasivo económico (controversia jurídica).

Es en torno a esta idea que gira la presente propuesta. La justicia es dejada de lado cuando el Estado, como siempre, considera «conveniente» irrogarse directamente ciertas funciones. Lo ideal difiere del punto de vista estatal, y consiste en que los privados deben asumir los costos íntegros de la administración de justicia para determinadas controversias[4] que nacen directamente de la autonomía privada (Contratos). El Estado mantendría su participación, pero esta vez como regulador, y no como resolutor directo [5].

Aterrizando un poco más, lo correcto sería que todas las controversias que tienen origen en un contrato  y que puedan  ser arbitrables sean efectivamente resueltas, de manera obligatoria, en vía arbitral. El arbitraje, entonces, debe dejar de ser una «opción» para ser la vía única de solución de controversias contractuales que versen sobre materia disponible.


[1] Es inevitable que todo negocio económico celebrado entre dos partes genere consecuencias indirectas en los terceros. Los contratos son vehículos de amplio espectro, puesto que tienen incidencia y efectos en toda la sociedad. El término «directo» se emplea, en ese orden de ideas, para reflejar un vínculo sólido y real entre lo que genera el contrato y las consecuencias para los terceros.

[2] A manera de ejemplos: problemas en cuanto a su celebración, interpretación o ejecución.

[3] La acepción justificar significa «conforme a justicia».

[4] Las controversias a las que nos referimos son aquellas que versan sobre derechos de libre disposición. Así:

Decreto Legislativo n.º 1071 – Decreto Legislativo que norma el Arbitraje.

Artículo 2.- Materias susceptibles de arbitraje.

«Pueden someterse a arbitraje las controversias sobre materias de libre disposición conforme a derecho, así como aquellas que la ley o los tratados o acuerdos internacionales autoricen».

[5] La Función Jurisdiccional, vale decir, se mantiene incólume. Desde el momento en que el Estado regula los alcances y estructura de los llamados «tribunales privados», queda claro que la referida función no se ve afectada.