Mario Zúñiga
Abogado. Investigador del Instituto Libertad y Democracia – ILD
Yo pensaba que el peor pecado de los gobiernos intervencionistas (incluyendo en esa categoría, a riesgo de confusión, a socialistas, fascistas, corporativistas o “colectivistas” en general; radicales o moderados, antiguos o “modernos”) era su tendencia al “igualitarismo”. Puede que me haya equivocado. Acaso sea la soberbia el peor de sus pecados.
Comento esto a raíz de unas recientes declaraciones del presidente Alan García, en las que se mostró en contra de cualquier iniciativa para la legalización de las drogas en el mundo, al inaugurar la Vigésima Reunión de Jefes de Organismos Nacionales Encargados de Combatir el Tráfico Ilícito de Drogas en América Latina y el Caribe “XX HONLEA Perú 2010”. Según García, “(e)l ser humano no puede ponerse de rodillas ante su propia impotencia, ni puede confesar que no es capaz de detener con sus millonarios sistemas de inteligencia y represión y tiene que someterse a ella (la droga)”.
No pretendo en el presente comentario discutir la posición del presidente peruano en relación a la legalización de las drogas. Yo creo que las drogas, así como el cigarro y el alcohol deben ser legales; no porque esté a favor de su consumo, sino porque creo que las personas pueden decidir consumir un determinado producto, incluso cuando les haga daño (sólo a ellas), y porque su prohibición trae más costos que beneficios para la sociedad. Estos costos, cabe precisar, no son sólo monetarios, sino que también pueden expresarse en pérdidas de horas-hombre y hasta en vidas humanas. Pero esa es otra historia.
Lo que me interesa comentar a raíz de las declaraciones citadas es el argumento que esgrime para defender su posición: la razón para no aceptar el fracaso de la lucha contra las drogas es simplemente que el Estado es “demasiado poderoso”. Es imposible que pierda una “guerra”. El Estado es y debe ser capaz de modificar una determinada realidad a cualquier costo. ¿No es esto acaso una muestra de soberbia?
Muchas veces, cuando me he opuesto a una determinada norma argumentando que el costo de su enforcement es demasiado alto, he recibido respuestas del tipo “no se puede poner el dinero por encima de los derechos” o “tratándose de derechos humanos el costo no importa”. Ese, creo, es un tremendo error, el costo (insisto, no necesariamente monetario) siempre debe importar.
Recordemos, por ejemplo, en el Decreto Supremo No. 004-2008-MIMDES, promulgado en el año 2008, en virtud del cual se obligaba a los clubes sociales a cambiar sus estatutos, de modo tal que no se prohibiera que las mujeres pudieran ser socias titulares. Pese a que estoy en contra de cualquier tipo de discriminación de género (o de otra índole), resulta evidente que obligar a los clubes a admitir un determinado tipo de miembros es violatorio de su derecho de libre asociación y, además, no tiene razón de ser allí donde existen en el mercado diversos clubes sociales. Pero, aun asumiendo de que la norma fuera razonable y persiguiera un objetivo valioso: ¿vale la pena asignar el tiempo y los recursos de una autoridad estatal (léase un funcionario ministerial, un fiscal o algunos policías) a fin de resguardar el derecho de algunas damas limeñas a broncearse en el “Regatas”? ¿No sería mejor dedicar esos recursos a combatir el crimen organizado, la violencia, el fraude? ¿No existen acaso mecanismos sencillos para evadir la norma?
No es éste un argumento para abandonar todo tipo de intervención del Estado en el mercado o en las actividades de las personas. Existen actividades que, por no ser capaces de generar bienestar social, deben ser prohibidas, como el fraude y la violencia. Existen otras que generan beneficios sociales, pero que al mismo tiempo generan externalidades significativas, y deben ser reguladas.
Pero, más allá de las buenas intenciones (acertadas o equivocadas) de cualquier gobernante, es preciso reconocer que los recursos, incluso los estatales, son limitados. Y por eso debemos escoger cuidadosamente qué guerras pelear y qué guerras no. Y sería muy recomendable reconocer que el Estado no lo puede todo: el Estado no puede hacer que personas que no quieren estar juntas convivan pacíficamente; el Estado no puede reducir los precios por decreto (sin que esos precios se traduzcan en menor calidad o menor oferta); el Estado no puede evitar que las empresas quiebren cuando éstas son insostenibles e ineficientes; el Estado no puede (aunque lo pregone) hacer que ciertos productos o servicios sean “universales”; el Estado no puede moldear la moral de las personas. Para lograr estos fines (o acercarnos a ellos), quiérase o no, debemos confiar en los individuos: básicamente en su afán de progreso, de innovar, pero también en su capacidad de ser solidarios y en su búsqueda de paz y prosperidad.
Si los Estados y gobernantes tendientes al intervencionismo abandonaran la soberbia, el Estado habría dejado ya de pelear muchas guerras inútiles; y podría concentrarse en luchar por objetivos más deseables y realizables: seguridad, justicia, salud, educación.
¿Cómo citar este artículo?
ZUÑIGA PALOMINO, Mario. La soberbia, el peor pecado de los «intervencionistas». En: Enfoque Derecho, 07 de octubre de 2010.https://enfoquederecho.com/la-soberbia-el-peor-pecado-de-los-%E2%80%9Cintervencionistas%E2%80%9D/ (visitado el dd/mm/aa a las hh:mm).