A lo largo de la historia, los estudiosos y los científicos sociales han modelado a la humanidad de acuerdo a dos grandes modelos: el historicismo y la teoría de los grandes hombres. La primera de éstas, aspira convertir a la historia en una ciencia exacta. En ese sentido, predica que el transcurrir de los acontecimientos está predeterminado por reglas dadas independientemente de lo que hagan los seres humanos. Este punto de vista fue inventado en la antigua Grecia pero, ya en la modernidad, sus principales exponentes fueron GW. Hegel y Karl Marx.
La teoría de los grandes hombres predica, en cambio, que el discurrir de la historia depende, en gran medida, de la voluntad y del talento de las personas más aptas. En tal sentido, se niega que los acontecimientos estén determinados por factores económicos, dialécticos o geográficos, enfatizándose, por el contrario, la importancia del individuo que canaliza su creatividad para transformar su entorno. Como el historicismo, esta teoría es muy antigua e incluso encuentra sus raíces en el folklore y en los mitos. Manco Cápac, por ejemplo, habría civilizado a los Incas quienes, antes de su llegada habrían sido nómades que no conocían, ni siquiera el fuego. Trimigestio, por su parte, habría unificado a los egipcios convirtiéndolos en un imperio después de haberles enseñado a escribir y a hacer alfarería. Este patrón de mito se repite a lo largo del tiempo y a través de los pueblos que han tenido la figura de un “héroe fundador”. Ya en el siglo XIX, los filósofos Friedrich Nietzsche y Thomas Carlyle habrían reformulado esta teoría nutriéndola del contexto cultural que supuso la época del romanticismo. Posteriormente, estas ideas fueron recogidas y reinterpretadas por las novelas de Ayn Rand a través de las cuales perviven y mantienen su influencia hasta el día de hoy.
Es innegable que la teoría de los grandes hombres parece convincente y tiene, además, un gran valor persuasivo. Existen, sin duda, personas en la historia que, a través de sus actos, han podido alterar su época. El ejemplo clásico es el profeta Mahoma: al momento de su nacimiento los árabes eran un conjunto de tribus paganas que guerreaban constantemente entre sí. En cambio, diez años después de su muerte, éstos estaban animados por una fe nueva y habían conquistado un gran imperio. Esta tesis, además, halaga el autoestima de las personas. Ante los nihilistas y los existencialistas que enfatizan las limitaciones del ser humano la teoría de los grandes hombres puede esgrimirse como vacuna y utilizarse como contraargumento. Sin embargo, una mirada detenida a esta tesis permite identificar, también, sus limitaciones y sus debilidades. En concreto, ésta no nos parece totalmente admisible porque confunde la parte con el todo y porque esconde, en el fondo, una trampa autoritaria. Expliquémonos:
En el mundo, muchas de las cosas importantes y valiosas fueron concebidas y desarrolladas por individuos. La bombilla fue creada por Thomas Edison, la penicilina desarrolladla por Ian Fleming y “Cien Años de Soledad” escrito por García Márquez. Sin embargo, existen muchas otras cosas, quizá más importantes, que se desarrollan a lo largo del tiempo independientemente de la voluntad de las personas. La lengua castellana es un popurrí de diversas influencias que ha evolucionado sin que ningún genio la invente. El derecho es un constructo que, como una bola de nieve, ha recogido aportes diversos respondiendo a menudo a los cambios económicos, demográficos y sociales. El comercio y la democracia son también instituciones que emanan de la costumbre y que, en el fondo, responden a la acción de varios inventores innominados. Aseverar que la historia, en tanto un todo, responde a la voluntad de las personas más talentosas simplemente no se condice a la realidad. Por la tanto, aceptar la teoría de los grandes hombres implicaría negar el valor de la cooperación y rechazar, particularmente, la importancia que tienen las consecuencias no intencionadas; es decir, todo aquello que existe como producto del accionar de las personas y no como resultado de su voluntad.
En segundo lugar, la teoría de los grandes hombres esconde una trampa autoritaria. De acuerdo con esa tesis, unos pocos -los más talentosos, los más preparados, acaso, los predeterminados- están llamados a jugar un rol protagónico. Por oposición, todos los demás deberían jugar, a lo mucho, un rol de reparto. De estas premisas de desprende una visión de la sociedad que es casi como una aristocracia natural. Los mejores -o los que se creen mejores- tendrían un marco teórico para justificar sus pretensiones y para ejecutar sus planes independientemente de lo que creen o piensan sus pares. En tal, esa tesis puede convertirse, en su peor faceta, en algo que reivindica la megalomanía y faculta a todas las personalidades exaltadas a ejecutar sus planes sin tomar en cuenta la libertad del resto. En última instancia, esto ocurre porque la teoría de los grandes hombres parte de una visión idealizada del ser humano y de la forma en la que el conocimiento se distribuye en la sociedad. Afirmar que una solo persona, en virtud de su inteligencia, puede aprehender toda la información que existe para tomar decisiones correctas y no equivocarse es inexacto. En la vida real, el conocimiento y la información están muy bien repartidos a través de la especialización. En tal sentido, el abogado acude al médico cuando se enferma y el médico recurre al abogado cuando lo persigue la justicia. Ambos, por su parte, dejan que agricultores a tiempo completo cultiven y procesen los alimentos. Aceptar la tesis de los grandes hombres implica negar que una sociedad basada en el libre intercambio y en la especialización sea más eficiente que una dictadura.