La Argentina, otrora imán de tantos inmigrantes que supieron buscar dónde asentarse para alcanzar la prosperidad, aquel «granero del mundo». La base de la economía argentina, hallada en las exportaciones ovinas, de la mano de la carne vacuna y los cereales -las que le otorgarían fama mundial y que conduciría a niveles exorbitantes de riqueza. En los albores de la contemporaneidad, las inversiones extranjeras –entre las cuales abundaban las de origen británico- no eran el chivo expiatorio del fracaso del caudillismo político del país; antes bien, se constituyeron en uno de los grandes motores de la economía. Este capital extranjero sería luego aniquilado por una corriente nacionalista y autodeclamada antiimperialista que dominaría al país. Este esquema -penosamente- sigue vigente hoy día.

Aquella época dorada, comprendida entre 1860 y 1930, contabilizaba presidencias con continuidad, principio y fin. Los golpes de estado eran un fenómeno imaginario, pero esta prerrogativa llegaría, pronto, a su fin. De esta manera, esos buenos viejos tiempos concluyeron con el primer golpe de 1930, y seria allí donde se edificaría una prisión social, política y económica de la cual no seria fácil escapar. Esa misma que, hoy día, comparte sus consecuencias en la realidad nacional. Es entonces cuando la intervención militar en la sociedad comienza a cobrar forma.

En lugar de cimentarse las bases para un estado de derecho, las condiciones se prestaron para el surgimiento de caudillos, el personalismo de objetivación clientelista y autorita. Juan Manuel de Rosas –el «caudillo estanciero»- tuvo mucho que ver en este modelo, a partir de la acumulación de exorbitantes cuotas de poder; el culto a la personalidad era ley, y es en este punto donde también el gobierno adquiere el monopolio de los poderes públicos, censurando y controlando a la prensa. Fue en época de Rosas cuando la intolerancia política se hizo presente, y fue él quien abrió el juego para los populismos que luego se convertirían en protagonistas.

Emergió, con el tiempo, un movimiento con sustento en las nuevas clases trabajadoras, aquellas que en algunas décadas no muy lejanas irían a tener una presencia central en la sociedad y que se encontrarían huérfanas, hasta aparecer en la escena política Juan Domingo Perón.

Acaso sea fundamental comprender el giro que el golpe de 1930 le imprimió a la historia nacional. En 1916, se impone por vez primera el Partido Radical de Hipólito Yrigoyen (1916-1930). Pero su permanencia no sobrevino sin el reparto de cargos públicos, el auge de la corrupción y el tráfico de influencias. Ante su gobierno, el General Uriburu responde con un golpe militar (el 6 de septiembre de 1930) e inaugurando, de esta manera, el ciclo del protagonismo castrense en la conducción del país. Esta instancia se convertiría en decisiva para no solo para la política, sino también para la estructura social y moral del país; nacía el fenómeno del golpe de estado y la discontinuidad constitucional.

Aquella Argentina excepcionalmente próspera comenzaría a desandar el sendero que la conduciría a las manos del «Gran Conductor».

Tras el primer golpe, no fue necesario aguardar hasta el siguiente. Es así, como el entonces Presidente Castillo (1942-1943) es intervenido por un grupo de militares el 4 de junio de 1943. Sin embargo, este núcleo observaba rasgos diferenciantes. Entre los que posicionaron a Ramírez -y luego a Farrell- al mando del país, se encontraba alguien que había permanecido durante meses en Italia y experimentado el fascismo en primera persona. Confeso admirador de ‘Il Duce’ Benito Mussolini, este hombre era Juan Domingo Perón.

Durante 1945, parte de la oposición al régimen militar de Farrell se moviliza en oposición a las políticas de Perón quien, para ese entonces, había sumado numerosos cargos políticos y gran apoyo popular, solo por incorporar a los desposeídos a la política. Haciendo frente a esto, los sindicatos se movilizaron en su defensa. Empero, el 24 de septiembre tiene lugar el primer intento de golpe contra los militares a cargo de la Casa de Gobierno. Perón, por entonces vicepresidente de Farrell, es forzado a renunciar en octubre, para ser arrestado a posteriori. Había nacido el «peronismo», de la mano del líder primigenio de los obreros argentinos. Llamado a estar siempre presente en la política argentina, a pesar de su estadía en reclusión. Sin importar que se hallase exiliado o muerto. Inevitablemente, el movimiento obrero manifestóse en calles, avenidas y plazas para exigir la inmediata libertad de su conductor. Juan Domingo Perón fue liberado, en lo que se dio en llamar la victoria de los «descamisados».

Sin mayor margen de acción, Farrell anunció -en febrero de 1946- la puesta a punto de un mecanismo para celebrar elecciones presidenciales. Perón es victorioso, exhibiendo un elevado porcentaje de los votos; asume, pues, la Presidencia argentina durante dos mandatos, entre 1946 y 1955.

A partir de entonces, las políticas económicas del Justicialismo –la ideología del subsistema, o «doctrina» en palabras de sus seguidores- hallaron su fundamento en políticas aislacionistas, corporizadas éstas en la disminución del capital extranjero y severas restricciones a la importación, la embestida contra los ingresos del sector agroexportador (fondos que se emplearon en el financiamiento desmedido del creciente sector público-, y el fomento de la industrialización. Medida esta última explicada en base a la supuesta protección del mercado interno frente a los productos extranjeros. La expansión del criterio sindicalista y la nacionalización de activos en manos de inversores foráneos (ferrocarriles, por ejemplo) se complementaban con el crecimiento artificioso de la función pública, ineficiente y gravemente deficitaria. En otro orden, jamás en la Argentina se había sobrecalentado la variable del culto a la personalidad (a la manera de Mussolini). El resultado directo de este esfuerzo propagandista condujo a la «peronización» de la nación. Se instalaron definitivamente la corrupción, los problemas en la matriz productiva y, por ende, la inflación.

En 1952, se produjo el deceso de Eva Duarte («Evita»), novedad que conmovió al movimiento peronista en todo el país. 1954 se convirtió en escenario propicio para manifestaciones violentas y huelgas, que desestabilizaron todavía más la situación social, política y económica global. En 1955, tuvo lugar un principio de levantamiento en el seno de las Fuerzas Armadas: sectores opuestos a Perón amenazaron con bombardear la Plaza de Mayo, lo que, eventualmente, sucedió. El día 19 de septiembre de ese mismo año, el «Gran Conductor» se vio forzado a abandonar su cargo. En 1973, regresaría a la Argentina de su exilio en Europa, pero ya era tarde: las gravísimas secuelas compartidas por el peronismo quedarían para siempre impregnados en la sociedad y en la política argentina. Efecto que complementó la decadencia económica que diera inicio en 1930 y que ganó auge durante la permanencia del peronismo en el poder.

La explotación del miedo, asimismo, fue constitución fundamental de la ideología peronista. Uno de los discursos más fuertes ofrecidos por Perón, en 1955, cita: «A la violencia, le hemos de contestar con una violencia mayor. Con nuestra tolerancia exagerada, nos hemos ganado el derecho de reprimirlos violentamente. […] La consigna para todo peronista, este aislado o dentro de una organización, es contestar a una acción violenta con otra más violenta. Y cuando uno de los nuestros caiga, caerán cinco de los de ellos. […] Y también, que sepan que esta lucha que iniciamos, no ha de terminar hasta que no los hayamos aniquilado y aplastado».

El Perón -ya debilitado físiciamente- de 1973 se toparía con una militancia radicalizada, acaso generada por él mismo, sin saberlo. La Argentina aterriza de bruces en medio de una época de terror. Pero el ‘Conductor’ solo podría, un tiempo más tarde -y luego de asumir la Presidencia con un 62% de los votos-gobernar tan solo unos meses, hasta su muerte. Asumió entonces su viuda, Isabel Martínez de Perón (1974-1976); el desbarajuste económico llevó a una nueva intervención militar, esta vez de la mano de Jorge Rafael Videla (1976-1981). Fueron los tiempos de la «Guerra Sucia», y su resultado -amén del incremento violento de la deuda externa- dejó miles de desaparecidos entre los protagonistas -de ambos bandos- de esa instancia histórica. Los derechos civiles fueron reprimidos convenientemente.

A posteriori -eyectado Videla por los propios uniformados-, arribó al poder Leopoldo Galtieri (1981-1982). El legado de Galtieri fue la aventura militar de Malvinas, archipiélago invadido en la madrugada del 2 de abril de 1982. La victoria británica (con apoyo de las fuerzas de la OTAN) era esperable y, como consecuencia de ella, el camino para la salida de los militares quedó allanado. La nación se hallaba en ruinas.

Con la salida del Proceso de Reorganización Nacional de los uniformados, la naciente democracia consagró a Raúl Alfonsín como presidente, entre 1983 y 1989. El legado de las Fuerzas Armadas coincidió con una economía devastada, una estructura social maltratada. Pero el jefe de estado de la Unión Cívica Radical estuvo lejos de rescatar a la nación de la debacle: debió entregar el poder antes de tiempo, aquejado por un proceso hiperinflacionario que licuó violentamente el poder adquisitivo de espectros sociales medios y bajos, y por el estallido de los saqueos y el vandalismo. Le sucedió el justicialista Carlos Saúl Menem, quien gobernó desde 1989 hasta 1999): la Argentina retornó al ciclo peronista del que, en rigor, jamás había salido.

«Corrupción» -con el foco puesto en el desordenado esquema de privatizaciones- fue el concepto que tiñó el ciclo menemista, a lo largo de sus dos períodos. La deuda externa, por su parte, se incrementó exponencialmente, y volvieron a cobrar protagonismo los caracteres principales del peronismo: aumento descontrolado del gasto publico, carencia de disciplina fiscal, avanzada del Ejecutivo en desmedro del resto de los Poderes de la Nación.

El escenario pergeñado por Menem hizo eclosión en las narices de Fernando De la Rúa, su sucesor, en diciembre de 2001. La Argentina encontraba sus finanzas demolidas a causa de un endeudamiento externo holgadamente superior a los US$ 140 mil millones -por aquel entonces, algo más del 50% del PBI del país-. La confianza de la ciudadanía frente al poder político se había dilapidado: la sociedad se dolariza, dando inicio al abandono (hoy tradicional) del peso, para refugiarse en el dólar estadounidense. De la Rúa debió renunciar, como consecuencia -nuevamente- del desmanejo de la economía, la implosión de la moneda nacional y, complementariamente, a partir de un escenario de represión violenta contra los ciudadanos en manifestación.

Finalizada la presidencia de Eduardo Duhalde (quien, interinamente, dotó del mínimo orden necesario a las alicaídas finanzas del país), llegó a la Casa Rosada el santacruceño Néstor Carlos Kirchner. Otra vez, el peronismo se coló para volver a hacer de las suyas, tal vez en la peor de sus versiones: el abuso del subsidio y el clientelismo, la expansión geométrica de la corrupción, la sobreabundancia de empleo público con fines electorales -aún comprometiendo los déficits-, las regulaciones abusivas contra particulares y empresarios privados y la emisión monetaria interminable se han convertido en sinónimo de kirchnerismo. Al producirse la desaparición física de Néstor Kirchner, el gasto publico argentino había pasado del 29.4% del PIB (2003) a un 43.2%.

En la actualidad, Cristina Elisabet Fernández Wilhelm solo ha logrado profundizar los errores de la Administración de su difunto esposo. La actual presidente es sindicada como la responsable de la corrupción en el sector público, hasta alcanzarse cifras holgadamente superiores a las computadas durante la época menemista. Su patrimonio -las porciones reconocidas por ella, al menos- se ha visto incrementado en $75 millones, solo en nueve años. Al momento, Cristina Kirchner enfrenta una creciente caída de popularidad, el condimento poco halagador de manifestaciones multitudinarias que ya se han vuelto costumbre, y el rol protagónico de numerosos funcionarios allegados a su círculo íntimo en casos sonoros de corrupción y lavado de dinero negro. El culto a la personalidad desarrollado por su aparato de propaganda -acaso intentando imitar al de Juan Domingo Perón y «Evita»- y el abuso de las transmisiones en «Cadena Nacional» parecen cosechar efectos contrarios; de ahí que, por primera vez en tiempos de democracia, millones de ciudadanos se hayan decidido a tomar las calles para expresar su rechazo al gobierno central.

Invariablemente, la estructura del sistema político argentino ha tenido que convivir con la infección de los peores vicios del peronismo, en forma de clientelismo, corrupción y abuso del poder público. Muchos se preguntan si acaso no ha llegado la hora de que el denominado «Justicialismo» termine por reconocer sus errores y apartarse de la escena política. Al menos, hasta tanto no proceda con un aggiornamiento integral que haga frente a los cambios observados tanto a nivel nacional como internacional. Acosado por sus propios antecedentes, el movimiento peronista expresa sus falencias en la imposibilidad de comprender que, hoy día, es el ciudadano quien comienza a reclamar el poder del que ha sido privado. Idéntica lección vale para otros esquemas políticos que, a vista de los hechos, continúan negando la sólida realidad encarnada por la expresión social tales como la contabilizada durante el #8N o el #18A.

Hoy, son los ciudadanos que, movilizados, claman por que le sean devueltos valores como libertad, República, Constitución y Estado de Derecho. Variables que, coincidentemente, revalorizara Juan Bautista Alberdi en 1853. Quizás, las únicas alternativas con capacidad de devolver al país a la posición de privilegio y reconocimiento mundial de otras épocas.