Por Ariana Bassino, abogada por la PUCP y socia del Estudio Roger Yon & SMB.
De regreso de una estancia académica en el extranjero, me encontraba muy entusiasmada de volver al trabajo y en especial al litigio. Una conocida empresa tenía un nuevo caso, por lo que me ofrecí a apoyar en el mismo y acudí a una de las diligencias programadas. En cuanto me presenté ante el juez como abogada de la empresa y extendí mi mano para saludarlo, me la jaló para que me acercara más y poder saludarme con un beso. Teniendo ya algo de experiencia en litigios penales, durante toda la diligencia me concentré en lo que me había preparado para hacer: sostener la ausencia de imputación objetiva por autopuesta en peligro de la víctima del caso para fundamentar la atipicidad de la conducta que se atribuía a mi cliente.
Luego de varios días de investigación y preparación del sustento dogmático que presentaría en la audiencia, tenía en frente a un magistrado que insistía en tutearme y tratarme con una confianza distinta a la que empleaba con el resto de abogados presentes, quienes festejaban sus comentarios impropios. Esta experiencia significó un golpe de realidad que me hizo cuestionar si existe, hoy por hoy, un lugar para que las mujeres ejerzamos el Derecho Penal en nuestro país. Planteo este caso de litigio penal, pues es el ámbito en el que me desempeño, pero estoy segura de que se trata de una problemática común en muchas otras áreas y profesiones.
Soy consciente de que en nuestro país, como en muchos otros, todos los abogados penalistas, sin distinción de género, encontramos constantemente retos que debemos vencer en el desempeño de nuestro trabajo. Vale citar el inadecuado nivel académico de gran parte de los operadores de justicia (con valiosas excepciones) y la imagen arraigada de corrupción que existe en torno a todo lo que se vincula con la administración de justicia, que a su vez en muchos casos genera, en quienes optan por dedicarse a ella, un resentimiento. Asimismo, la carga procesal que muchas veces hace humanamente imposible el adecuado estudio de los expedientes a cargo de las distintas instancias judiciales, la indolencia de muchos magistrados que prefieren dedicarse a leer el periódico, tomar desayuno o dormir en audiencias antes de escuchar los fundamentos de los abogados (¡como si decidir respecto de la libertad de una persona fuera intrascendente!); la propia corrupción que hace que muchos de los que buscan seriamente una carrera en administración de justicia desistan, entre otros.
Sin embargo, me cuestiono por qué aún las mujeres que queremos dedicarnos al Derecho Penal, debemos agregar a estos ya difíciles retos, dificultades adicionales solo por el hecho de ser mujeres y, por tanto, para cierto sector, menos merecedoras de respeto en el desarrollo de nuestro trabajo.
Me pregunto con honestidad, a cuántos abogados hombres les preocupa no ir con ropa muy apretada a sus diligencias o la forma en la que se sientan para poder ser tomados en serio. Cuántos se preguntan si peinarse de una forma u otra determinará que la atención en una diligencia se centre en lo que tienen para decir como abogados y no en cómo se ven o qué muestran. No creo que haya muchos. Sin embargo, para muchas mujeres el ejercicio de la profesión que hemos estudiado y para el cual nos preparamos cada día para ser mejores profesionales, implica probar no solo que tenemos la preparación y los fundamentos que amparan nuestro pedido, sino una exigencia de respeto que debiera estar sobre entendida para cualquier profesional y persona en general. No se trata solo de exigir respeto para nosotras y nuestro trabajo, sino para que las futuras abogadas encuentren un camino iniciado. Pero empecemos a exigirlo ya.
Termino con una anécdota que me hace reflexionar respecto del papel que debemos asumir las mujeres en la exigencia por ser respetadas como profesionales, particularmente en el ámbito del Derecho Penal. En una comida amical entre profesionales dedicados al Derecho Penal, una abogada comentaba lo difícil que resultaba al estudio para el que trabajaba «llegar» al juez que tenía a su cargo un caso en el que defendían a uno de los investigados. Ante la negativa del juez a escucharlos, comentó que el abogado principal del estudio había encargado a una practicante vestirse «con falda corta y escote» e ir buscar al juez al día siguiente para convencerlo. Podemos simplemente indignarnos, o podemos empezar a exigir en concreto el respeto que nos merecemos como profesionales y personas.