Gran polémica ha desatado el Proyecto de Ley Nº 2647-2013/CR, presentado por el Congresista Carlos Bruce con el apoyo de la bancada Concertación Parlamentaria, que propone instituir la figura de la unión civil no matrimonial para parejas del mismo sexo. Desde su anuncio, el debate mediático no se hizo esperar y a lo largo de la semana se fueron formando las tropas decididas a atacar o defender esta propuesta legislativa, utilizando argumentos de distinta índole.

En el ámbito jurídico, el tema queda bastante claro: el proyecto busca proteger a un grupo de ciudadanos brindándoles la posibilidad de heredar, acceder a la seguridad social y a ser  interlocutores válidos de sus parejas en situaciones de emergencia cuando decidan entablar un proyecto de vida conyugal. Todos estos derechos encuentran sustento jurídico por el mandato constitucional del derecho a la igualdad y en la proscripción de la discriminación a un grupo de ciudadanos que únicamente busca obtener los mismos beneficios que el resto de miembros de nuestra sociedad.

Ahora bien, esta iniciativa  no solamente encuentra sustento por su validez jurídica, sino que nos permite ir un paso más al frente: es el primer peldaño para construir una verdadera política de reconocimiento hacia los miembros de la comunidad LGTB, histórica e injustamente marginada.

A lo largo de la última década, con la aprobación de leyes de matrimonio igualitario en 15 países, podemos apreciar a nivel formal una fuerte tendencia que busca consagrar una necesaria y real universalidad de derechos sin ningún tipo de marginación dentro de nuestra sociedad, abriendo la puerta a una política de reconocimiento en la particularidad de las diferencias de cada individuo.

¿Qué significa esto? Históricamente,  en las denominadas “luchas reivindicatorias” de determinados grupos discriminados, una vez que todos logramos los mismos derechos en condiciones de igualdad, es necesario reconocer las diferencias específicas de cada individuo o grupo a fin de no menospreciar su identidad y por ende respetar el principio de dignidad que consagra nuestro Estado Constitucional de Derecho.

Si seguimos una visión aristotélica y concebimos al ser humano como un hombre que naturalmente vive en sociedad y se desarrolla plenamente ella, es evidente que nuestra identidad se determina en gran medida a partir de nuestras interacciones. Por ende, no reconocer al otro e intentar invisibilizarlo es una ofensa moral que genera, a la larga, una situación de injusticia y descomposición social. Sobre todo cuando estas diferencias y particularidades tienen un claro sustento constitucional conforme al principio de no discriminación, por lo cual no estaríamos en medio de distinciones exageradas o “incorrectas” sino más bien adecuadas dentro de un régimen social, plural y democrático de Derecho.

Evitar este tipo de coyunturas o situaciones implica asumir un grado de responsabilidad hacia el otro y altos niveles de tolerancia recíproca, generando una autotutela que busca evitar a la larga una “cosificación” del ser humano, producto de un menosprecio a la forma como se comprenden a sí mismos y degenerando su vida en comunidad.

En conclusión, podemos apreciar que una verdadera política de reconocimiento parte, en primer lugar, por lograr una legítima universalización de derechos a fin de ser ciudadanos iguales frente a nuestro sistema jurídico. Sin embargo para lograr una sociedad que realmente consagre y defienda la igualdad, identidad y dignidad de sus miembros requiere algunos peldaños más para construir este objetivo.

De aprobarse el proyecto se comenzaría un camino adecuado hacia esta meta. Es necesario reconocer, además de su validez y necesidad jurídica, el ADN de un proyecto que busca dar el primer paso hacia una política de reconocimiento a las diferencias de los distintos miembros de nuestra sociedad. Así, de conseguir la consagración de una igualdad formal, está en nuestras manos lograr una real eficacia del derecho a la identidad y el respeto por las diferencias.