Editorial | Marcha Nacional: El diálogo pendiente entre manifestantes y autoridades

Editorial escrito por Enfoque Derecho

1. INTRODUCCIÓN

El pasado 15 de octubre de 2025 se llevó a cabo la Marcha Nacional en Perú que tenía como objetivo visibilizar el descontento de la ciudadanía ante al aumento de la criminalidad, la corrupción y la inacción del Gobierno y el Congreso frente a los problemas que atraviesa el país. La protesta se produjo en diferentes departamentos del territorio nacional: Lima, Chachapoyas, Arequipa, Huancayo, Cusco, Puno, Huaraz, Trujillo, Iquitos, Huánuco, Cajamarca, Ayacucho, Puerto Maldonado, Piura, Chimbote y Ucayali[1].

Esencialmente, los manifestantes expresaron su descontento con la actual intensificación de las extorsiones. Según un informe del Observatorio del Crimen Organizado y la Violencia, en 2024 las denuncias fueron más del doble que las registradas en 2018. Los más afectados son los pequeños negocios y transportistas del país que se niegan a pagar los cupos[2]. En ese sentido, la movilización surge como un reproche ante el incremento de la criminalidad.

De igual forma, la protesta también tuvo como finalidad expresar el descontento por el aumento de la minería ilegal, pues concede espacio para el desarrollo de actividades ilícitas como la extorsión y la explotación sexual, lo que afecta de forma negativa al medio ambiente, la seguridad ciudadana y los pueblos indígenas que habitan muchas de las zonas mineras[3], por lo que, la marcha fue un lugar para demandar la falta de representatividad y el fin de la corrupción en el país. Es así que, la ciudadanía culpa al Congreso de haber favorecido, a través de sus decisiones, el auge del crimen organizado. Como señala César Bazán, varios congresistas que estaban siendo investigados aprobaron leyes que debilitaron la lucha contra este delito, así como la capacidad de la Policía y la Fiscalía para hacerle frente[4].

Sin embargo, la disconformidad de la población con el Gobierno y el Congreso, representada en diversas protestas, obtuvo una respuesta represiva y criminalizante, lo que ha generado tensión entre el derecho a la protesta y el orden público. En ese sentido, cabe señalar que la manifestación ocurrida el 15 de octubre no es una situación aislada, por el contrario, el Poder Ejecutivo cuenta con un historial marcado por una respuesta que deslegitima este derecho mediante la represión, la criminalización y las declaratorias de estados de emergencia en diferentes regiones del país. Dichas medidas implican la suspensión del derecho a la libertad de tránsito y reunión, además de habilitar la participación de las Fuerzas Armadas en el control de manifestaciones. Asimismo, las medidas impuestas afectan los principios de legalidad, necesidad y proporcionalidad[5].

En base a lo expuesto, en el siguiente editorial, Enfoque Derecho cuestiona el uso desproporcionado de la fuerza por parte de las autoridades para impedir el ejercicio legítimo del derecho a la protesta. En contraste, se enfatiza su fundamento constitucional e internacional, pues la protesta social no constituye un delito, sino un derecho fundamental y expresión de la soberanía popular, que el Estado debe garantizar, conforme a los estándares constitucionales y de derechos humanos. En adición, analiza el actuar de las autoridades del país y cómo su discurso político encubre prácticas autoritarias. Por último, señala cuál es la finalidad de las manifestaciones sociales, así como las medidas que permiten garantizar este derecho.

2. FUNDAMENTO CONSTITUCIONAL E INTERNACIONAL DEL DERECHO A LA PROTESTA

Es relevante precisar que el derecho a la protesta refleja “una forma de acción individual o colectiva dirigida a expresar ideas, visiones o valores de disenso, oposición, denuncia o reivindicación” (Lanza, 2019, p.5)[6]. En ese sentido, la protesta es un elemento esencial dentro de las sociedades democráticas, pues permite que las personas expresen sus demandas mediante diversas estrategias, institucionalizadas o no.

Aunque el derecho a la protesta no se encuentra expresamente en la Constitución Política del Perú (en adelante, Constitución), su existencia y validez se fundamenta en el artículo 3 de la norma suprema, el cual dispone que los derechos allí consignados no excluyen otros de naturaleza análoga. Es así que el derecho a la protesta deriva del derecho a la libertad de expresión, a la reunión pacífica y la participación política, los cuales se encuentran reconocidos en el artículo 2, inciso 4; artículo 2, inciso 12 y artículo 31 de la Constitución, respectivamente. En conjunto, estos derechos, “garantizan y protegen diversas formas […] de expresar públicamente opiniones, disenso, demandar el cumplimiento de derechos sociales, culturales y ambientales, como también, afirmar la identidad de grupos históricamente discriminados” (Lanza, 2019, p. 1).

Esta protección no solo tiene sustento interno, sino también en el ámbito internacional. El derecho a la protesta se encuentra reconocido en la Convención Americana sobre Derechos Humanos (en adelante, Convención), en virtud de los tres derechos comentados, en el artículo 13, 15 y 23 de la Convención. Asimismo, en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, este derecho también está reconocido mediante el derecho a la libertad de expresión, a la reunión y la participación política, en los artículos 19, 21 y 25, correspondientemente.

En primer lugar, el derecho a la protesta deriva del derecho a la libertad de expresión porque las manifestaciones públicas suponen la “expresión de opiniones, la difusión de información y la articulación de demandas” (Lanza, 2019, p. 11). En otras palabras, para que exista el pleno derecho de manifestarse es fundamental que se garantice el debate libre y, por consiguiente, el derecho a la protesta se encuentra protegido por el derecho a la libertad de expresión.

En segundo lugar, el derecho a manifestarse deriva del derecho de reunión, pues este último “protege la congregación pacífica, intencional y temporal de personas en un determinado espacio para el logro de un objetivo común, incluida la protesta” (Lanza, 2019, p. 12). En ese marco, el derecho a la reunión es imprescindible para ejercer la expresión colectiva de opiniones y posturas de la ciudadanía.

En tercer lugar, el derecho a la protesta se origina en el derecho a la libertad de asociación, ya que, “la protesta suele ser un importante medio de acción y de prosecución de objetivos legítimos por parte organizaciones y colectivos” (Lanza, 2019, p. 12). Por lo que, la libertad de asociación y el derecho a manifestarse se asemejan en que ambos tienen el objetivo de buscar la realización común de un fin lícito.

En ese sentido, el derecho a la protesta tiene sustento constitucional e internacional, por tanto, el Estado tiene el deber de garantizar este derecho, así como respetar, proteger y asegurar los derechos humanos que se ejercen y se ponen en riesgo durante una protesta. Aunque es importante resaltar que el derecho a la protesta, como cualquier derecho, cuenta con límites legítimos para garantizar otros derechos fundamentales, dependiendo del caso concreto.

Para determinar si los límites al derecho a manifestarse son legítimos debe analizarse cada controversia según el principio de |dad, necesidad y proporcionalidad. Respecto al principio de legalidad, se refiere a que todas “las restricciones deben estar previstas en la ley en forma previa y de manera expresa, taxativa, precisa y clara, tanto en el sentido formal como material” (Lanza, 2019, p. 17). El objetivo de esta condición es evitar que se afecte de forma indiscriminada el derecho a manifestarse y brindar seguridad jurídica a la población. Por esa razón, el artículo 13.2 de la Convención establece que las restricciones a la libertad de expresión son legítimas solo si buscan asegurar (i) el respeto a los derechos o a la reputación de los demás y (ii) la protección de la seguridad nacional, el orden público o la salud o la moral públicas.

Acerca del principio de necesidad, “implica que las restricciones a los derechos no deben ir más allá de lo estrictamente indispensable, de forma que se garantice el pleno ejercicio y alcance de estos” (Lanza, 2019, p. 17). Es decir, debe hallarse la medida menos gravosa para proteger los bienes jurídicos, evitando el uso de la fuerza desmedida. Esta exigencia implica que las fuerzas del orden deben adoptar un enfoque de ultima ratio, priorizando la desescalada del altercado y utilizando herramientas disuasivas antes de recurrir a medidas coercitivas que puedan lesionar derechos.

Sobre el principio de proporcionalidad, debe determinarse si el sacrificio de los derechos vinculados a la protesta social resulta exagerado frente a las ventajas que mediante ella se obtienen. De acuerdo con la Corte Interamericana de Derechos Humanos (en adelante, Corte), “para establecer la proporcionalidad de una restricción al derecho a la libertad de expresión con el objetivo de preservar otros derechos, se deben evaluar las circunstancias del caso, por ejemplo: (i) el grado de afectación del derecho contrario— grave, intermedia, moderada—, (ii) la importancia de satisfacer el derecho contrario y (iii) si la satisfacción del derecho contrario justifica la restricción de la libertad de expresión” (Lanza, 2019, p. 20). Este test obliga a las autoridades a ponderar el beneficio que se obtiene al limitar la protesta frente al costo democrático que supone la restricción de este derecho.

En el marco del principio de proporcionalidad es recomendable considerar el sub-principio de estricta adecuación, el cual precisa que “para que la limitación a la protesta se lleve adelante a través de un instrumento o medio idóneo o adecuado para cumplir con la finalidad que se busca, debe tratarse de una medida efectivamente conducente para obtener los objetivos legítimos e imperiosos que mediante ella se persiguen” (Lanza, 2019, p. 21). Por lo tanto, el Estado peruano debe evitar aplicar medidas generalizadas y arbitrarias para restringir el derecho a la protesta. En la práctica, esto se traduce en la prohibición categórica de acciones indiscriminadas, como las detenciones masivas, y exige que cualquier intervención se dirija únicamente contra quienes han incurrido en actos ilícitos concretos.

Siguiendo la misma línea, en la sentencia del Expediente 0009-2018- PI/TC[7], el Tribunal Constitucional (en adelante, TC) señala que el derecho a la protesta “asiste a toda persona que mantiene una posición crítica frente al poder, sea este último público o privado, […] sobre la base de aspiraciones legítimas de quienes protestan y siempre que se respete la legalidad conforme al orden fundamental” (fundamento 74). Por lo que, este derecho se convierte en expresión de la soberanía popular y en un mecanismo de protección de las minorías. Aunque, como señalamos anteriormente, el derecho a la protesta cuenta con límites legítimos que buscan proteger otros derechos fundamentales. En ese sentido, “el respeto a la vida, a la salud, a las instituciones públicas y al debido proceso son imperativos y no solo le conciernen al poder, sino también a los manifestantes, para con ellos mismos y con los demás ciudadanos” (Expediente 02513-2023-PHC/TC, p. 4)[8]. La clave de la democracia reside en la reciprocidad de obligaciones, donde la legitimidad de la protesta se mantiene si el ejercicio del disenso no socava los derechos de terceros.

Luego de todo lo expuesto, se concluye que reprimir o criminalizar las protestas vulnera los estándares constitucionales e internacionales dentro de una democracia, la cual requiere de espacios seguros para la libre expresión del disenso y la defensa de los derechos, volviendo necesario que el estado garantice la protesta pacífica y solo intervenga bajo los parámetros de legalidad, necesidad y proporcionalidad.

3. EL DISCURSO DEMOCRÁTICO FRENTE A LA PRÁCTICA AUTORITARIA

Como se ha mencionado, la protesta social constituye un mecanismo esencial para el ejercicio democrático y la participación ciudadana, al articular demandas colectivas frente a decisiones estatales percibidas como ilegítimas o lesivas. Así pues, la Constitución reconoce que la defensa de la persona humana y el respeto de su dignidad constituyen el fin supremo del Estado, lo que implica una obligación de garantizar el libre ejercicio de tales derechos. Sin embargo, el reciente desarrollo de la Marcha Nacional evidencia una preocupante discrepancia entre el marco normativo y la actuación del poder público, pues el Estado tuvo una respuesta criminalizante contra las personas que protestaron.

En particular, el Estado suele invocar nociones amplias como el “orden público” para justificar medidas restrictivas dirigidas al control de las manifestaciones ciudadanas. Esta categoría resulta especialmente problemática porque carece de una definición jurídicamente precisa, lo que permite la discrecionalidad en su interpretación y aplicación. Por consiguiente, su contenido varía según contextos políticos, coyunturas sociales e, incluso, percepciones subjetivas de las autoridades sobre qué constituye una alteración del orden. En ese sentido, La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (en adelante, Comisión) (2019) ha advertido que los Estados “suelen subordinar el ejercicio del derecho a la protesta social al presunto mantenimiento de intereses colectivos como el orden público y la paz social basándose en la vaguedad o ambigüedad de estos términos para justificar decisiones restrictivas de los derechos” (como se citó en Romero, 2022, p.38)[9]. Ello resulta problemático porque, de acuerdo con los estándares internacionales, cualquier limitación al ejercicio de los derechos de reunión y expresión debe contar con base legal clara, responder a una finalidad legítima y superar un examen estricto de necesidad y proporcionalidad.

Inclusive, el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (en adelante, PNUD) ha señalado que las restricciones impuestas en contextos de protesta deben fundamentarse en una “evaluación diferenciada o individualizada de la conducta de los participantes y la reunión de que se trate, por lo que se puede presumir que la prohibición generalizada de todas las formas de reunión pacífica representa una medida desproporcionada” (2024, p. 10)[10]. En otras palabras, la respuesta estatal debe dirigirse a neutralizar actos concretos de violencia, sin criminalizar la protesta pacífica en su conjunto. Sin embargo, en el Perú, la ausencia de normativa clara y difundida ha favorecido la discrecionalidad en la actuación de las autoridades, permitiendo la adopción de medidas represivas indiscriminadas.

Esta problemática se evidenció durante la intervención policial del 21 de enero de 2023 en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (UNMSM), donde se realizaron detenciones masivas que ascendieron a 192 personas por presunta usurpación agravada y cuatro por terrorismo (Expediente 02513-2023-PHC/TC, p. 11). Al respecto, el Tribunal Constitucional destacó que la intervención resultó desproporcionada debido a la ausencia de un esfuerzo policial por diferenciar entre manifestantes hostiles, pacíficos o adultos mayores, así como por la falta de criterios que permitieran identificar de manera individual a los responsables de la toma de puertas ocurrida la noche anterior. A ello se sumaron reportes de la Defensoría del Pueblo que señalaron que las personas intervenidas fueron obligadas a permanecer de rodillas o en posición de cúbito ventral (boca abajo), registrándose irregularidades como la ausencia de una atención diferenciada a personas en situación de vulnerabilidad, incluyendo mujeres gestantes, una menor de edad y población quechuahablante, esta última sin acceso inmediato a intérpretes.

De igual forma, esta situación se hizo evidente durante las movilizaciones sociales ocurridas a finales de 2022 e inicios de 2023. En este intervalo, la respuesta frente a las protestas derivadas de la crisis política alcanzó un nivel significativamente mayor, siendo que informes de la Corte registraron aproximadamente 57 fallecidos entre diciembre de 2022 y enero de 2023 (como se citó en Triveño, 2024, p.15)[11].  La mayoría de las muertes se atribuyeron al uso desproporcionado de la fuerza por parte de agentes estatales, quienes emplearon armas de fuego contra ciudadanos indefensos en el ejercicio de su derecho a manifestarse.

Junto con la pérdida irreparable de vidas, se documentaron múltiples casos de detenciones arbitrarias, amenazas, maltrato físico y censura informativa. Además, la reacción estatal estuvo acompañada por discursos estigmatizantes que calificaban a los manifestantes como “terroristas” o “senderistas”, deshumanizando a poblaciones indígenas y campesinas del sur[12]. Tales narrativas legitiman socialmente la represión, configurando un preocupante patrón de violencia con tinte discriminatorio. Por ende, la criminalización mediática de la protesta, amparada en prejuicios raciales y socioeconómicos, profundizó la exclusión de sectores históricamente marginados y debilitó las garantías fundamentales de libertad e igualdad.

Este tipo de actuación contradice abiertamente los fundamentos democráticos del Estado peruano. En primer lugar, supone una erosión del principio de soberanía popular consagrado en el artículo 45 de la Constitución, puesto que, la protesta constituye un canal legítimo mediante el cual la ciudadanía participa en la toma de decisiones políticas. Así pues, cuando el Estado responde de manera feroz y desproporcionada, en lugar de facilitar el diálogo institucional, opera un desplazamiento hacia formas autoritarias de ejercicio del poder, inclusive naturalizando el uso de recursos como los camiones hidrantes, diversos gases químicos o municiones de impacto cinético, los cuales, no están en consonancia con lo establecido en los estándares internacionales de derechos humanos (Sapienza, Manzotti y Patel, 2024, p 21). Este fenómeno revela una percepción gubernamental de la disidencia social como amenaza, en lugar de reconocerla como componente vital de la democracia deliberativa.

En segundo lugar, la represión violenta afecta la legitimidad institucional y la confianza ciudadana. En un contexto, donde se normaliza la ausencia de sanciones a los responsables de violaciones a derechos humanos, se genera un clima de impunidad incompatible con el Estado de derecho. En consecuencia, existe un deterioro profundo de la credibilidad del sistema político en su conjunto, agravando la distancia entre gobernantes y gobernados. En conjunto, la crisis de 2022–2023 evidenció que amplios sectores de la población perciben a las instituciones como incapaces de garantizar la protección básica de los derechos humanos.

En tercer lugar, la actuación estatal vulnera los compromisos internacionales asumidos por el Perú, el cual está obligado a respetar, garantizar y prevenir la violación de los derechos fundamentales (artículo 1 de la Convención). La Corte Interamericana ha sostenido que el derecho a la vida constituye la base para la existencia de todos los demás derechos, por lo que su privación arbitraria implica una violación particularmente grave del derecho internacional, asi la negativa a investigar, juzgar y sancionar los hechos configura responsabilidad estatal y afecta gravemente la reputación internacional del país.

Todo lo anterior revela la existencia de una profunda discrepancia entre el texto constitucional y la práctica política.  Mientras la Constitución proclama valores democráticos y de respeto irrestricto a la dignidad humana, estableciendo en su artículo 1 que  «la defensa de la persona humana y el respeto de su dignidad son el fin supremo de la sociedad y del Estado», las actuaciones represivas en las protestas sociales reflejan un ejercicio autoritario del poder público, y es que, la persistencia de este fenómeno sugiere un retroceso democrático y una peligrosa normalización de la violencia estatal como herramienta de control. Como menciona Carrasco, la respuesta del Estado a las demandas del pueblo ha sido rechazada con armas de fuego, criminalizando y estigmatizando las protestas sociales, con lo que se confirma que se está gobernado con un régimen, en donde no prevalecen los derechos humanos, en concreto el derecho a la vida» (como se citó en Triveño 2024, p. 58)[13].

4. CONCLUSIÓN

En suma, la protesta social debe comprenderse como una expresión legítima de participación política y de control ciudadano sobre las autoridades, y no como una amenaza al orden público. Su ejercicio constituye un componente esencial del sistema democrático, pues refleja la soberanía popular reconocida por el artículo 45 de la Constitución y permite que sectores históricamente excluidos puedan incidir en la esfera pública. En ese sentido, la criminalización de la disidencia, la estigmatización mediática y el uso desproporcionado de la fuerza vulneran los estándares constitucionales e internacionales que obligan al Estado a respetar, proteger y garantizar los derechos fundamentales.

Para asegurar un adecuado ejercicio de este derecho, es imprescindible reformar los protocolos policiales conforme a los principios de legalidad, necesidad y proporcionalidad previstos por la ONU y la CIDH, eliminando la discrecionalidad operativa que habilita intervenciones indiscriminadas, por ejemplo, a través de capacitaciones a las fuerzas del orden en derechos humanos y manejo de multitudes. Asimismo, resulta necesario fortalecer la supervisión judicial y parlamentaria del uso de la fuerza pública, instaurando mecanismos eficaces de rendición de cuentas que permitan investigar, sancionar y prevenir violaciones a derechos esenciales. A la par, la institucionalización de mecanismos de diálogo y mediación preventiva frente a conflictos sociales constituye una herramienta idónea para desescalar tensiones y atender las demandas ciudadanas sin recurrir a la represión.

Por último, la vigencia real del derecho a la protesta exige que el Estado asuma un rol activo en su garantía, incluso frente a expresiones críticas, por lo que, sólo un régimen que protege el disenso y habilita espacios seguros para la deliberación pública puede considerarse verdaderamente democrático. Por consiguiente, el reconocimiento de la protesta como manifestación de la soberanía popular no solo refuerza la legitimidad institucional, sino que también previene la erosión de la confianza ciudadana y la consolidación de prácticas autoritarias. En base a ello, la defensa de este derecho constituye una condición indispensable para el fortalecimiento del Estado de Derecho y la construcción de una democracia plural, deliberativa y respetuosa de la dignidad humana.

Editorial escrito por Adriana Paredes y María Fernanda Mogollón


REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS:

[1] Infobae. 15 de octubre de 2025. Marcha nacional de hoy 15 de octubre: regiones que se suman a la movilización contra la crisis e inseguridad en el país.

https://www.infobae.com/peru/2025/10/15/marcha-nacional-de-hoy-15-de-octubre-regiones-que-se-suman-a-la-movilizacion-contra-la-crisis-e-inseguridad-en-el-pais/

[2] BBC News Mundo. 13 de octubre de 2025. 4 razones que explican la crisis de violencia que vive Perú, factor clave en la caída de la presidenta Dina Boluarte.

https://www.bbc.com/mundo/articles/crl2rr3613do

[3] Op. Cit. 2

[4] Op. Cit. 2

[5] IDEHPUCP. 30 de septiembre de 2025. La protesta social como derecho y los desafíos de su garantía en el Perú.

https://idehpucp.pucp.edu.pe/boletin-eventos/la-protesta-social-como-derecho-y-los-desafios-de-su-garantia-en-el-peru/

[6]Lanza, E. (2019). Protesta y Derechos Humanos Estándares sobre los derechos involucrados en la protesta social y las obligaciones que deben guiar la respuesta estatal. Organización de Estados Americanos [OEA]. Comisión Interamericana de Derechos Humanos, 129.

https://www.oas.org/es/cidh/expresion/publicaciones/ProtestayDerechosHumanos.pdf

[7] Tribunal Constitucional del Perú. (2020, 3 de julio). Expediente N.° 0009-2018-PI/TC [Sentencia]. Recuperado de

https://tc.gob.pe/jurisprudencia/2020/00009-2018-AI.pdf

[8] Tribunal Constitucional del Perú. (2025, 4 de abril). Expediente N.° 02513-2023-PHC/TC  [Sentencia]. Recuperado de

https://tc.gob.pe/jurisprudencia/2025/02513-2023-HC.pdf?_gl=1*6kzq5k*_ga*NzQ0ODU5NTQyLjE3MDU5MzYwMTA.*_ga_BK92586FH9*czE3NDY2Mzk4NTYkbzYzJGcxJHQxNzQ2NjQwMDMxJGo2MCRsMCRoNDc3ODc0NTU1

[9] Romero, M. (2022). USO DE LA FUERZA EN EL MARCO DE PROTESTAS SOCIALES: aportes prácticos a partir de un análisis comparado de normativas nacionales. Fundación Konrad-Adenauer Stiftung. https://cejil.org/wp-content/uploads/2022/09/Uso-de-las-fuerzas-en-el-marco-de-las-protestas-sociales.pdf

[10] Sapienza, Manzotti y Patel. (2024). Protestas, derechos humanos y prevención de conflictos. Propuestas para repensar los modelos de respuesta estatal a la movilización social. (PNUD LAC PDS Nº. 49). Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo. https://www.undp.org/sites/g/files/zskgke326/files/2024-04/pds-number49_protestas_es.pdf

[11] Triveño, E. (2024). Responsabilidad jurídica ante la vulneración al derecho a la vida en un contexto de protestas sociales, Perú (2022-2023) [Tesis de licenciatura, Universidad Continental]. Repositorio Académico de la Escuela Continental. https://repositorio.continental.edu.pe/bitstream/20.500.12394/17161/4/IV_FDE_312_TE_Trive%c3%b1o_Pacheco_2024.pdf

[12]  Rosado, L. (2023). La crisis de derechos humanos en tiempos de protesta en el Perú: una evaluación de la respuesta del estado durante los paros nacionales de diciembre 2022 y enero 2023. Justicia(s) Revista De Derecho., 2(1), 42-55. https://doi.org/10.47463/rj.v2i1.75

[13]  Op. Cit. 12

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