El debate en torno a la ley del contrato de seguros ha quedado obsoleto con la aprobación del proyecto por parte del Congreso. Ahora que la causa ha quedado disuelta para los defensores de ambos bandos, podría parecer inútil analizar la ley desde un marco netamente jurídico; sin embargo, tomando en cuenta la exhaustiva discusión respecto de los posibles efectos económicos y prácticos de la ley, un estudio jurídico de la norma puede servir para abstraer conceptos aplicables a casos análogos.
Sin perjuicio de la variedad de temas que ha suscitado el referido proyecto, la discusión jurídica ha generado polémica. Mientras que unos han argumentado una supuesta inconstitucionalidad de la ley, otros han sostenido que ésta no solo es constitucional, sino que, también, necesaria o indispensable. El argumento de inconstitucionalidad más repetido sugiere que la ley violaría las disposiciones acerca de la libertad de contratación y de la imposibilidad de modificar los términos contractuales por ley establecidos en el artículo 62 de la Constitución. Los defensores de la constitucionalidad de la norma, por su parte, se han amparado principalmente en dos normas: el artículo 65 de la Constitución y el artículo 1355 del Código Civil. El artículo 65 de la Constitución dispone que “el Estado defiende el interés de los consumidores y usuarios. Para tal efecto garantiza el derecho a la información sobre los bienes y servicios que se encuentran a su disposición en el mercado. Asimismo vela, en particular, por la salud y la seguridad de la población”. Según esta norma, el Estado está legitimado para intervenir en los contratos entre particulares con el fin de reducir una asimetría de información que pueda perjudicar al consumidor. Reflejo del artículo en mención es el Código de Protección y Defensa del Consumidor, para el cual la norma ha servido de base. Este artículo, sin embargo, resulta inidóneo para defender la constitucionalidad de la ley del contrato de seguro. Ciertamente, algunas de las disposiciones de la norma (la introducción de un plazo de gracia de 30 días para el pago de la prima o la obligación de cubrir enfermedades cubiertas por la aseguradora anterior en caso de cambio de compañía) no reducen la asimetría de información entre las partes, sino que modifican términos contractuales que nada tienen que ver con un déficit de información de parte de quien ofrece el servicio.
Más compleja es, sin embargo, la discusión en torno al artículo 1355 del Código Civil, que dispone que la ley, por consideraciones de interés social, público o ético, puede imponer reglas o establecer limitaciones al contenido de los contratos. Según quienes se amparan en dicha norma, la ley del contrato de seguros sería válida –aunque a primera vista contravenga la prohibición de modificar términos contractuales por ley- debido a que su ratio legis consiste en asegurar cierto interés social o público (incluso ético, si se toma en cuenta la indeterminación del término). El argumento sostenido por quienes se encuentran en desacuerdo con la ley del contrato de seguros es que ésta contraviene el artículo 62 de la Constitución (“La libertad de contratar garantiza que las partes pueden pactar válidamente según las normas vigentes al tiempo del contrato. Los términos contractuales no pueden ser modificados por leyes u otras disposiciones de cualquier clase”). Esta posición ha sido arduamente criticada en atención a un supuesto olvido o ignorancia del artículo 1355 del Código Civil; sin embargo, existe entre quienes invocan el artículo 62 de la Constitución un ánimo de defensa que va más allá de probar la supremacía de una disposición normativa. Lo que realmente se defiende es una institución jurídica: la autonomía privada.
El principio de autonomía privada consiste en la posibilidad de dos o más partes de autorregularse dentro de los límites de la ley. El hecho de que el ordenamiento jurídico otorgue protección a los compromisos entre privados tiene más de una justificación. Desde el plano filosófico-económico de Adam Smith –o del laissez-faire en general- la conveniencia de proteger los acuerdos privados se justifica en tanto las partes buscan, mediante el intercambio, obtener un beneficio, lo cual termina por reflejarse, siempre y cuando el acuerdo sea voluntario, en el beneficio de ambas partes. Por tanto, si los acuerdos privados se mantienen en la totalidad de la sociedad, el beneficio individual obtenido de cada uno de éstos conllevaría necesariamente al beneficio colectivo. De aquí que la garantía de coacción estatal en caso de incumplimiento de acuerdos privados represente un incentivo para que los individuos cooperen mediante negocios privados con la certeza –al menos en teoría- de que la contraparte deberá cumplir lo acordado. El otorgamiento de efectos jurídicos por parte del Estado a los negocios privados sigue, además, la línea básica según la cual el Derecho sirve como una alternativa a la auto-tutela de los individuos. Sin embargo, más allá de los fundamentos que justifiquen la autonomía privada, el efecto práctico más tangible del enforcement de la voluntad de las partes mediante la protección estatal es que hace más costoso para las partes el no cumplimiento de los compromisos asumidos.
Así, el principio de autonomía privada, en su concepción económico-filosófica arrastra una serie de implicancias. Una de ellas es que el Estado no debe intervenir ni modificar aquellos contratos que han sido celebrados por los privados sin trasgredir los límites de la ley. El artículo 62 de la Constitución es un claro reflejo de ello. La intervención estatal en los contratos celebrados entre particulares está justificada, entonces, siempre y cuando el contenido de éstos trasgreda los límites de la ley.
Ahora bien, en tanto el Estado concede efectos jurídicos a los acuerdos privados, éste debe, asimismo, establecer cuáles son los límites en los que deben operar las partes para gozar de dicha protección (en nuestro Código Civil, por ejemplo, se han establecido en el artículo 219 las causales de nulidad de un contrato). Schlesinger explica la variación de las tendencias respecto de los límites legales a la autonomía privada como un péndulo que oscila concediendo a los particulares mayores o menores márgenes a su poder de autodeterminación. Así, Estados liberales tenderán a otorgar más libertad a los acuerdos entre privados, mientras que aquellos Estados más proteccionistas seguramente establecerán mayores restricciones.
No obstante las distintas tendencias existentes, el reconocimiento de la autonomía privada implica necesariamente que la intervención estatal se dé si, y solo si, una de las partes ha incumplido alguna obligación o si el negocio en sí trasgrede los límites establecidos por la ley. En ningún caso se justifica la intervención estatal en temas de fondo que modifique los términos contractuales. Que el legislador esté legitimado de modificar los términos contractuales en aras de asegurar la “justicia” del contenido económico del contrato significaría la pérdida de confianza en los acuerdos entre privados, requisito indispensable para el funcionamiento del mercado.
Por lo tanto, el artículo 1355 del Código Civil representa un límite al principio de autonomía privada. Por ello, aquellos que critican la ley del contrato de seguros defienden en realidad la autonomía privada en sí por considerarla garante del funcionamiento del mercado de manera óptima. Comparto personalmente la defensa del principio de autonomía privada, no solo por motivos filosófico-jurídicos, sino por las consecuencias prácticas perjudiciales para ambas partes (aumento del valor de las primas, elevación de la siniestralidad, etc.) que arrastra su limitación. Pero ese es un tema que, como ya dije, se ha tratado exhaustivamente (sin éxito alguno).