En el año 2009, las siete principales entidades públicas recaudadoras de multas impusieron a los particulares sanciones por aproximadamente 280 millones de Nuevos Soles. En el 2012, este monto ascendió a 491 millones.
Las Municipalidades, de recaudar en el 2009 multas por 189 millones de Nuevos Soles, en el 2012 recaudaron 314 millones. De igual manera, INDECOPI pasó de recaudar 34 millones de Nuevos Soles a 54 millones en el mismo período de tiempo. En el caso del Ministerio de la Producción, las multas se incrementaron en un 500% (de 5 millones a 29 millones) y, en el del Ministerio del Trabajo y Promoción del Empleo, las multas se triplicaron (de 6 millones en el 2009, pasaron a recaudar 19 millones en el 2012).
Como se puede observar, las multas y sanciones se han incrementado aceleradamente en un período bastante corto de tiempo (y sigue en aumento). En este contexto, es válido preguntarnos: ¿está ejerciendo la Administración Pública su potestad sancionadora adecuadamente?
La potestad sancionadora tiene como fin corregir las conductas ilícitas de los administrados. El cumplimiento de esta finalidad está directamente relacionado con la determinación racional del monto de la multa a imponer: no debe ser muy baja, de modo que no cumpla con su función disuasiva de conductas infractoras, pero tampoco debe ser muy alta, a fin de que no afecte irracionalmente las actividades que realizan los operadores privados.
Resulta importante al respeto los principios de la potestad sancionatoria administrativa recogidos en La Ley Nº 27444, Ley del Procedimiento Administrativo General (LPAG). Estos principios son esenciales para el resguardo de los derechos de los administrados, teniendo incluso sustento constitucional.
Principios como el de legalidad, debido procedimiento, razonabilidad y tipicidad son fundamentales al momento de limitar la actuación de la Administración Pública, tomando en cuenta que, si bien estas entidades tienen cierto margen de discrecionalidad al momento de establecer sanciones, esta discrecionalidad no puede convertirse en sinónimo de arbitrariedad.
Quizá aquí es esencial resaltar el principio de razonabilidad, por el cual las sanciones a ser aplicadas deberán se proporcionales al incumplimiento calificado como infracción, tomando en cuenta criterios relevantes como la gravedad del daño al interés público y/o bien jurídico protegido, el perjuicio económico causado, las circunstancias de la comisión de la infracción, el beneficio ilegalmente obtenido y la presunción de licitud, entre otros. Justamente, este principio busca “delimitar el ámbito de discrecionalidad con que cuenta la Administración al momento de individualizar la sanción a aplicarse”[1].
El tema de la proporcionalidad es sumamente importante: si bien es perjudicial que no se sancione conductas infractoras, igual de nocivo es que se sancione una conducta que no debe calificar como infracción o que se prescriba sanciones desproporcionadas y excesivas.
En tal sentido, el propio Tribunal Constitucional ha señalado que la Administración tiene el deber de ejercer su potestad sancionadora dentro de ciertos márgenes, por lo que, al emitir «actos de gravamen contra los administrados debe hacerlo de manera legítima y justa”, debiendo quedar claro que la Administración “no goza de plena discrecionalidad para ejercer su potestad sancionadora, sino que las sanciones deben guardar relación con el hecho y las circunstancias que motivan su imposición”[2].
Con todos los principios y garantías señalados anteriormente, regulados en la LPAG y refrendados por el Tribunal Constitucional, uno puede creer que los administrados se encuentran plenamente protegidos frente a las actuaciones de la Administración Pública en materia sancionadora. Lamentablemente, en la práctica muchas veces ello no ocurre.
Cada vez se interponen no solo más sanciones, sino que sus montos son más altos. Ello no estaría mal si las multas fueran coherentes, razonables, proporcionales, predecibles e impuestas por entidades que tienen conocimiento del mercado que están fiscalizando. Por desgracia, a veces (y no pocas veces), esto no ocurre así. En muchos casos, nos encontramos frente a sanciones excesivas, arbitrarias, desproporcionales e impredecibles.
El acelerado incremento en la interposición de sanciones es una muestra de ello. Así, tan veloz aumento en las multas puede significar dos cosas: o los administrados, en un plazo de tres años, decidieron cometer muchas más infracciones que antes, o las entidades están colocando, ante supuestos similares, más sanciones (o montos más altos en las sanciones impuestas). A modo de ejemplo, la Cámara de Comercio de Lima ha señalado que las multas laborales arbitrarias y onerosas impiden la creación de empleo, agravan la informalidad laboral en el país y facilitan los actos de corrupción[3].
En otras ocasiones, existe gran falta de predictibilidad respecto a las sanciones que interpondrán los órganos de la Administración Pública. Tomando en cuenta que, generalmente, la norma no establece montos determinados como sanción ante una conducta infractora, sino que otorga rangos amplios entre los cuales puede fijarse la sanción (por ejemplo, por una infracción leve al Código de Protección y Defensa del Consumidor, la sanción puede ir entre una amonestación hasta una multa de 50 UIT), las entidades tienen un amplio margen de discrecionalidad al momento de establecer sanciones. No obstante, ello no significa que las entidades puedan imponer las multas que deseen a su total arbitrio, sino que más bien debería forzarlas a establecer criterios claros y previsibles, sobre todo en los casos más frecuentes.
En algunos casos, estamos ante situaciones en la que hay conflicto de intereses, porque el destino de los montos recaudados por las multas va a la misma entidad que interpone la sanción. Incluso, hay entidades cuyo funcionamiento u operatividad depende de las sanciones o multas que recaude, lo cual es negativo bajo cualquier óptica, al generar incentivos para imponer mayores sanciones.
Si a todo lo anteriormente dicho se le suma la falta de conocimiento del mercado que tienen algunas entidades del mercado que deben fiscalizar, por tener que evaluar cuestiones de carácter técnico respecto a las cuales no han tenido mayor capacitación, tenemos un conjunto malicioso de afectaciones irracionales a los privados. No sé qué pasaría si similar rigurosidad se impusiera al Estado para que cumpla sus deberes.
La interposición de multas excesivas o arbitrarias tiene una serie de efectos negativos, pudiendo poner en riesgo la permanencia en el mercado de los inversionistas. Así, la interposición de multas continuas y desmesuradas generará que algunas empresas evalúen si los beneficios que obtienen (u obtendrán) por el desarrollo de sus actividades económicas compensan el pago de dichas multas. Ello desincentiva el ingreso de nuevos operadores al mercado y facilita la salida de algunos otros, con la consecuente disminución de la competencia y aumento de los precios. Al final de todo ello, perdió el consumidor, perdió el país.
Si bien los operadores privados no se encuentran completamente indefensos ante esta situación, los mecanismos de defensa que tienen ante una sanción o multa arbitraria no son precisamente los mejores. Así, el particular que está inconforme con una multa tendrá que interponer un recurso administrativo ante la propia entidad, para lo cual tendrá que contratar a un abogado que firme el escrito (requisito establecido por la LPAG). Si la propia entidad administrativa, que para estos efectos es juez y parte, no le da la razón, tendrá que interponer un proceso contencioso administrativo en el Poder Judicial, el cual, si tiene mucha suerte, durará por lo menos un par de años. En líneas generales: a menos que el administrado cuente con medios económicos suficientes, lo más probable es que se quede con su multa y tenga que pagarla, aun si esta es desproporcional o arbitraria.
Una opción más célere y menos onerosa hubiera sido poder denunciar la interposición de sanciones arbitrarias y excesivas ante la Comisión de Eliminación de Barreras Burocráticas (CEB) del INDECOPI. Así, somos de la opinión que la interposición de este tipo de multas debería ser considerada como una barrera de acceso al mercado. Lamentablemente, la CEB ha señalado en diversos pronunciamientos que la imposición de sanciones y multas no constituye una barrera burocrática, escapando el análisis del ámbito de su competencia[4].
Al momento de adoptar decisiones, las autoridades deberían tomar en cuenta que una actuación irracional y desproporcionada perjudica, finalmente, a quien deberían estar más interesados en proteger. Además, las multas excesivas favorecen la corrupción y perjudican a la economía formal lo cual incentiva la informalización.
En síntesis, nadie cuestiona la fiscalización ni la imposición de multas o sanciones por el incumplimiento de las normas. Lo que sí podemos –y debemos– exigir es que el ejercicio de la potestad sancionatoria del Estado se realice respetando principios y garantías básicos, como la proporcionalidad y racionalidad, que solo se logra con un conocimiento real del mercado bajo supervisión, lo cual redunda en un mayor beneficio de los ciudadanos.
[1] Juan Carlos Morón Urbina. Comentarios a la Ley del Procedimiento Administrativo General. Lima: Gaceta Jurídica 2010, p. 696.
[2] Sentencia del Tribunal Constitucional recaída en el Expediente Nº 04173-2010-PA/TC.
[3] Véase: http://www.rpp.com.pe/2013-01-18-ccl-multas-laborales-impiden-creacion-de-empleo-y-agravan-informalidad-noticia_558984.html.
[4] Véase: Resolución Nº 0119-2010/CEB-INDECOPI, Resolución Nº 0180-2010/CEB-INDECOPI y Resolución Nº 0045-2010/CEB-INDECOPI.