La década de los ochenta constituyó, para los peruanos, una tragedia transversal: azotados por dos crueles bandas terroristas, encasillados en un modelo político-económico socialista, postergados por cuenta propia en el subdesarrollo y dificultando día a día el progreso de millones de compatriotas, la involución hacia las peores realidades subsaharianas parecía inminente.

En medio de dicha debacle, un grupo de «expertos» nos vendían una receta económica consistente en mayores excesos; amparados en ese famoso marco de análisis donde todo se resume en agregados, nuestros prestigiados analistas pusieron a prueba las más elementales leyes económicas en un paquete al que ingeniosamente llamaron «heterodoxia», que no eran sino todas aquellas medidas que salen del bagaje clásico de prudencia fiscal y monetaria, mercados y competencia e instituciones que las defiendan. Por heterodoxo entendemos, entonces, propuestas que reivindican al colectivo frente al individuo, al Estado por encima del mercado y a la pretensión de fines -la gran mayoría de veces populares- frente a los límites que la economía permite.

Gracias a este manojo de expertos, entre los que encontramos -casualidades de la vida- a personajes que aún fluctúan entre instituciones locales, nuestro país implementó las desastrosas políticas públicas que nos llevaron al ostracismo financiero internacional, amén de una de las más elevadas hiperinflaciones recordadas a nivel mundial. Gracias a esta debacle, en parte, es que los peruanos estamos curados en salud: hoy somos reconocidos como un país responsable, tanto en los aspectos fiscales como monetarios, en buena medida por el retorno a la ortodoxia, haciendo uso de los «espejos opuestos» (la implementación de medidas opuestas en aspectos correspondientes de las políticas públicas). El desastre de los ochenta no sólo nos quitó la venda de lo heterodoxo; implicó, tangencialmente, el cambio de paradigma político-económico en las élites locales, con lo cual difícilmente encontraremos viable -electoralmente- una propuesta que implique el retorno a la farra económica.

Lo triste del asunto es que dicha responsabilidad sea vista, por algunos opinólogos locales e internacionales, como una postura recesiva; esto es, que en medio de una crisis internacional de grandes proporciones -tanto por el alcance de la misma como por el entramado de las relaciones financieras a nivel global- como la actual, nuestra responsabilidad desanime los motores del desarrollo más que avivarlos.

Habría que sugerirles a los heterodoxos que se den una vueltita por una plaza -cualquiera- al interior del país. Verán más mototaxis, restaurantes, tiendas de electrodomésticos, y si indagan un poco más, escucharán de jornales más elevados, así como de mejores salarios. Ésos son los hechos; lo otro es cháchara e ideología.