En aras de continuar con el debate frente al tema del tratamiento legislativo que reciben las playas y a razón del editorial presentado el pasado domingo por EnfoqueDerecho -grupo al cual pertenezco-, considero que aún queda pendiente ofrecer una posible solución a la problemática respecto al ingreso de los ciudadanos a dichas playas, que sostengo, se encuentra en la vía de la privatización.
En primer lugar, resulta relevante resaltar que los bienes no nacen siendo privados o públicos. Desde los tiempos romanos, estos han sido de propiedad del Estado, privados o res nullius. Sin embargo, desde entonces a la actualidad, el mundo ha pasado por muchos cambios que permiten cuestionar qué bienes se encuentran mejor en manos de privados y qué otros tendrán un mejor uso en manos estatales. En este sentido, ha sido el Estado, en uso de su poder legislativo quien, a través de leyes, se ha encargado de regular la condición de los mismos tomando en consideración al individuo y lo mejor para su convivencia. De manera tal que, al atribuirle el carácter de “público” a un bien, lo que ha hecho es removerlo del mercado; es decir, que esté fuera de la comercialización. Ello no quiere decir que sea imposible lucrar con bienes considerados «públicos»; un claro ejemplo se da en el caso de las concesiones. La razón que da lugar a esto último es que el Estado no quiere o no puede llevar el bien a una utilización más valiosa, entiéndase, “eficiente”. Ahora bien, sin ánimo de divagar en el tema de las concesiones, dejo abierta la interrogante, pues ya sea a través de una concesión o privatización lo que importa es la incidencia que tiene la intervención privada y la eficiencia que ofrece cada una de estas opciones.
Ahora, regresemos al tema de las playas. Tal como lo indica el artículo 1 de la Ley N° 26856, las playas son consideradas como “bienes de uso público, inalienables e imprescriptibles”. Se entiende que la razón que motivó al Estado a considerarlas como bienes públicos fue, sin lugar a dudas, el permitir que todos los ciudadanos tengamos acceso, es decir, que todos podamos hacer uso de estas. Aparentemente, partieron de la idea que si una playa es privada, el acceso a la misma se encontraría limitado; por ende, al convertirla en un bien que estuviese excluido del mercado podríamos todos disfrutar de la misma. Este argumento en realidad resulta errado y prueba de ello son los balnearios caribeños. Además, va en contra del fin económico del Estado, que siguiendo a la Constitución en sus artículos 58 y siguientes, debe buscar incentivar la iniciativa privada, y no excluirla. Resulta evidente que el acceso de la inversión privada no excluye que de verse vulnerado algún derecho fundamental de la persona, este sea protegido de forma proporcional al daño.
Siguiendo la línea de lo mencionado, resulta totalmente válido argumentar que sería una solución más eficiente a toda esta problemática el hecho que los mencionados espacios naturales dejasen de ser propiedad del Estado y pasasen a manos de privados. Si seguimos considerando que la mejor opción es aquella que hace de las playas “bienes públicos”, podremos concluir que existe una responsabilidad demasiado grande para las municipalidades, pues estas no se preocupan por mantenerlas y permiten los abusos de diversas personas que limitan el ingreso a todos los bañistas. Es importante recalcar que la posibilidad de que existan playas privadas no excluye que algunas playas no sean obtenidas por privados, pero sí que no todas sean de única titularidad estatal.
Al hablar de privatización de playas, a primera vista y bajo un razonamiento apresurado, podría pensarse que nadie podría ingresar a las mismas. Pero ahora consideremos lo siguiente: si una empresa se encarga del mantenimiento y explotación de las playas como un atractivo turístico, esto las convierte en un negocio y por ende, al haber beneficios de por medio para el empresario, este querrá que todos disfruten del servicio que ofrece. En ese sentido, tanto los bañistas como quienes custodien el mantenimiento y las potenciales actividades de las playas se beneficiarían. Evidentemente, debido al desarrollo espontáneo del mercado, habrán varias empresas interesadas en hacerse cargo de las playas, pues el verano siempre llega y las personas siempre querrán disfrutar de las olas. En ese sentido, habrá competencia y los precios se regirán no por la mano malévola del empresario, sino por el propio mercado; es decir, la oferta (constituida por los empresarios) y la demanda (todas las personas). Así, las lesiones al derecho de libre tránsito y otros que observamos producto del mal manejo de un bien que el Estado ha adjudicado como suyo pero frente al cual no otorga mucho interés, no ocurrirían.
Es claro que esta opción no se puede tomar sin intermedios. Sería una total negligencia privatizar las playas de forma inmediata, pues al no tener una regulación adecuada traería más problemas y gastos que la regulación en materia de playas vigente. Es importante tener presente que las normas siempre deben entenderse y desarrollarse de acuerdo a un contexto, al tiempo y al marco económico que nos toca vivir. Hoy en día, el Perú no es el mismo que hace 50 años, y, por lo mismo, impulsar la actividad privada resulta favorable para la economía de todos. Así, las leyes deben responder a estas necesidades de forma sistemática y no caso por caso en aras de convertir la legislación en una más eficiente, capaz de enfrentar los problemas de la población para mejor.