Frederic Bastiat se burlaba de la insuficiencia en la visión de la que padecían muchos legisladores pragmatistas de su tiempo. Resulta evidente –fuera de los esfuerzos de muchos por negarlo– que la acción humana queda siempre supeditada a la búsqueda por beneficio individual de los hombres y mujeres. El análisis económico permite un acercamiento a una realidad imposible de suprimir, una realidad cuyos efectos determinan (nos guste o no) el comportamiento de los seres humanos en la sociedad. Qué maravilla sería poder domesticar a esa caótica mano (invisible) y poner, en su lugar, unas cuantas leyes que lo solucionen todo. Lamentablemente, la ley tiene, y tendrá siempre, repercusiones económicas que están ocultas en el momento de su concepción y que reclaman consecuencias que deberemos asumir todos. La cuestión, entonces, surge cuando tomamos en cuenta únicamente los efectos inmediatos de la aplicación de una ley y, por otro lado, nos olvidamos –floja y tercamente– de prever los que no se ven a simple vista. Así, tenemos siempre dos tipos de efectos: por un lado, los que se ven, los inmediatos que son el fin perseguido por el legislador (llámese “bien común”, “protección”, “salud pública” u otros términos solemnes), mientras que por el otro lado tenemos los que no se ven. Son estos últimos los que a nosotros los peruanos nos cuesta tanto conocer por previsión y preferimos –inconscientemente– conocer por experiencia, luego de que el daño ha sido hecho. Veamos un ejemplo:

Se viene manifestado recientemente en el debate público la posibilidad de gravar con un tributo especial a la comida chatarra con el propósito de promover la salud y una sana alimentación. Debo aclarar de antemano que no pretendo poner en duda las buenas intenciones de la iniciativa; de hecho, el problema del sobrepeso y las secuelas en fallas cardiovasculares que de este mal se derivan son temas que merecen harta atención lo antes posible. Ahora: el razonamiento de la medida no es falso en lo absoluto (si se suben los impuestos al consumo de la comida chatarra, las personas prefieren consumir otro tipo de alimentos y gastar menos), pero es incompleto. El efecto que se persigue (disuadir a las personas de consumir comida chatarra) es lo que se ve. Ahora, ¿qué es lo que no se ve?

Supongamos que se decide gravar con un tributo a las bebidas alcohólicas. En ese caso, el criterio para determinar a qué bebidas tendría que aplicarse el tributo sería la mera presencia de alcohol. Simple. Ahora, pies en la tierra: ¿cómo determina uno qué es comida chatarra? Es aquí donde la cosa se torna en más compleja. La Organización Panamericana de la Salud ha establecido como alimentos chatarra aquellos productos que en 100 g excedan los 5 g de azúcar, 1.5 g de grasa saturadas o 30 mg de sodio. ¿Problema resuelto? No. La consecuencia de la aplicación de este criterio de determinación será que se fiscalice únicamente a las franquicias y marcas registradas de comida chatarra (McDonald’s, Burger King, Bembos, Pizza Hut, por poner algunos ejemplos), ya que son de fácil identificación, mientras que se hará imposible identificar la presencia de comida chatarra (según el criterio establecido) en los puestos de comida informales, las carretillas de comida, anticucheros, etc. que abundan en las ciudades. Es, además, en estos lugares donde la mayoría de peruanos consume comida chatarra, por lo que el fin perseguido por el impuesto no será efectivo del todo, ya que, si bien podrá disuadir a una cantidad de personas de consumir los productos de las grandes cadenas de comida chatarra, la mayoría de personas continuará comprando diariamente en la carretilla de la esquina alimentos altos en grasa –y que no pagan, en muchos casos, impuestos de ningún tipo ni cumplen con estándares de salud mínimos, por estar fuera del control de la formalidad–. Entonces: no se ve que, en realidad, la salud pública no será resguardada; no se ve que el impuesto resultará sumamente discriminatorio en perjuicio de cadenas y franquicias formales de comida chatarra –lo cual resulta, además, inconstitucional por contravenir el artículo 74° de la Constitución que garantiza la igualdad tributaria–; no se ve que el que no quiera comprarse un McDonald’s caminará dos cuadras y se comprará una hamburguesa “a lo pobre” en la carretilla de la esquina para no llegar tarde al trabajo después de la hora de almuerzo.

Es que el problema de la comida chatarra no se soluciona con la imposición de un impuesto. El Estado debe canalizar sus esfuerzos en diseñar políticas públicas que fomenten la alimentación saludable en los centros educativos, informando, no imponiendo. Que el Estado logre convencer a la mayor cantidad de personas posible, mediante campañas educativas en temas de salud y buena alimentación, es una meta perfectamente alcanzable. El gravamen mediante tributos a la comida chatarra, si bien nace de una buena intención, no soluciona el problema.

Sin perjuicio del análisis de la situación planteada, hay, en mi opinión, algo más que no se ve. El imponer un impuesto a un tipo de alimentos atenta violentamente contra nuestra capacidad y libertad de elección. ¿Está sugiriendo el Estado, acaso, que está más calificado que nosotros para decidir qué es bueno para nuestra salud y qué no? ¿No estará el Estado, por casualidad, dudando de nuestra capacidad para escoger qué decidimos comer y qué no? ¿Estará el Estado inmiscuyéndose sutilmente en un ámbito de decisión estrictamente personal? Lo ideal está en que las personas cuenten con la información suficiente para tomar decisiones –ahí la importancia de las campañas educativas del Estado–, pero la decisión final debe radicar únicamente en nosotros mismos. Debe prevalecer la autonomía de las personas informadas en la toma de decisiones, no las medidas paternalistas que desnaturalicen la libertad.

Hay muchas cosas que no se ven. La cuestión, ahora, radica en si queremos empezar a verlas antes o después de ser castigados con la experiencia.