Imagine que usted ha sido designado como funcionario público con facultades para disponer el cese de comercialización de un producto defectuoso o para establecer sanciones económicas en casos en los que, se cree, cierta información potencialmente valiosa para los consumidores no fue revelada por el proveedor del producto o servicio. Como funcionario designado, su labor se encuentra bajo el escrutinio público. Advierta, además, que la defensa del consumidor siempre ha sido un tema rentable en términos políticos, por lo que usted debe esperar campañas periodísticas y presión de ciertos grupos que impulsan acciones orientadas a golpear a empresas supuestamente infractoras antes que a educar a los consumidores supuestamente afectados.

Haga su cálculo: si usted de manera equívoca deja de sancionar a una empresa que efectivamente afectó a un consumidor o permite que un producto peligroso o riesgoso permanezca en el mercado, los costos de su error pueden ser gigantescos. Así, es previsible que su labor o, en general, la agencia facultada para defender a los consumidores, sea blanco de ataques importantes.

Piense en el escenario opuesto: imagine que usted sanciona equivocadamente a una empresa inocente u ordena una medida correctiva que implica dejar de comercializar un producto idóneo. Este error afecta a los consumidores al impactar negativamente en la oferta lícita e idónea de un proveedor en el mercado. No obstante, a diferencia del primer escenario, el riesgo político-mediático es bastante más moderado y, por tanto, el costo total derivado del error puede ser percibido como inferior.

Los funcionarios públicos maximizan su bienestar de la misma forma que el resto de los mortales. Es previsible, entonces, que éstos traten de reducir el riesgo de asumir costos políticos. Esta situación explica el porqué existe asimetría respecto de las consecuencias derivadas del error regulatorio. Si una agencia sanciona al proveedor inocente o exonera de responsabilidad al proveedor responsable, estamos ante errores en la decisión regulatoria (en ambos casos). No obstante, una agencia reguladora interesada en minimizar los costos políticos de su supervisión en el mercado, tenderá a errar más del lado de la sanción al inocente.

El error responde, en alguna medida, a la gran complejidad que importa determinar si un producto es realmente seguro o no; o si es idóneo o no lo es. La regla debiera ser que, salvo que se encuentre fehacientemente acreditado el defecto imputado a un proveedor y sea claro que el defecto es atribuible al accionar de éste, la autoridad debe abstenerse de ejercer su facultad sancionadora. Sin embargo, lo expuesto en líneas precedentes podría explicar una tendencia de las autoridades a orientarse a la sanción o persecución en lugar de a la exoneración de responsabilidad. De hecho,  la asimetría apuntada podría traducirse en una reducción de los incentivos de las autoridades por incurrir en costos de dilucidación adecuada de los casos.

La autoridad siempre estará bajo el escrutinio público. Es por eso que el funcionario tiene una enorme responsabilidad en tratar de, en lo posible, inmunizarse del ruido de los sectores interesados –cualquiera que sea éste- y orientarse a la conducción de un análisis técnico y serio. La jurisprudencia en materia de protección al consumidor en ciertos casos recientes –por ejemplo, el criterio sobre venta ad corpus en contratos de consumo, entre otros tantos temas- parece ser expresión de una visión sesgada de lo que representa implementar medidas en defensa del consumidor. Tratar de resolver técnicamente un caso es diametralmente distinto a proceder midiendo la popularidad potencial de nuestra decisión.