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Por: Carlos Meléndez, analista político
Si acaso no estaba del todo claro, en el 2013 se enfatizaron algunos consensos sobre la caracterización actual de la sociedad peruana. Fruto del crecimiento sostenido de más de una década, la población de los estratos medios superó por primera vez a los pobres. Se discutieron aspectos técnicos relacionados con la medición de “clase media”, básicamente un término residual, pero no se disputó lo principal: somos un país socio-demográficamente distinto al de los noventas. Pero la asimilación del dato ha carecido de un ánimo crítico. No se ha visto frente al espejo del otro gran acuerdo analítico: la debilidad estatal. ¿Cuál es la consecuencia de una sociedad mayoritariamente mesocrática cuyos habitantes no sostienen vínculos con las instituciones estatales? La informalidad nuestra de cada día es el obstáculo insuperable que impide el optimismo sensato.
La combinación de crecimiento de sectores medios sin conexiones con el Estado han generado una ética individualista particular, una ética paraestatal, bajo la cual al nuevo clasemediero el Estado no le importa. Como lo sostengo en el último número de la revista Poder, no se trata del ciudadano que le reclama al gobierno de turno las deficiencias de los servicios públicos (lo que vemos en las protestas en Brasil y Chile, por ejemplo), sino que busca remediar las deficiencias de espaldas al Estado (prácticamente en todo, menos en orden y seguridad por ahora). Es aquél que no está al día en sus tributos prediales, que le saca la vuelta a la ley cada vez que puede, que ni bien tiene los ingresos suficientes cambia a su hijo del colegio estatal a uno privado cualquiera, que no se atreve a llevar a su familia a una posta del Minsa.
Las consecuencias son graves porque esta ética no produce la masa crítica que -a través de partidos políticos (canales formales) o de la protesta (informales)- se convierta en la presión social necesaria para una reforma estatal que construya una institucionalidad política sintonizada con la dinámica económica. Parafraseando a Barrington Moore: sin burguesía (formal), no hay reforma. Y sin ella, la débil, mediocre y atrasada institucionalidad estatal permanece inalterable aunque la economía y la sociedad se transformen.
Cuando las clases bajas fueron mayoritarias en un país informalizado, el hiato entre institucionalidad política y dinámica económica se “solucionó” con la lógica del “papá gobierno”, esa vieja receta asistencialista que Alberto Fujimori tecnificó y que Ollanta Humala tienta a través de sus lapsus. Cuando los sectores medios son extensivos e informales (situación actual inédita en nuestro país), la falta de iniciativa política de los gobernantes de turno se impone en ese pragmatismo anodino que conocemos como “piloto automático”. El facilismo tradicional (el clientelismo) fracasa; la innovación programática requerida no asoma. El futuro cercano sabe nuevamente a oportunidad perdida, a gol en contra de blooper cuando se tenía todo para golear.