En el ámbito jurídico y político es de conocimiento común que el Estado posee el monopolio de la fuerza mediante órganos especializados como la Policía Nacional y las Fuerzas Armadas. Esto, con el propósito de contrarrestar comportamientos socialmente reprochables y así asegurar dos bienes jurídicos de especial importancia: el orden y la seguridad pública. A diferencia de otros bienes jurídicos que el derecho protege, éstos solo pueden ser garantizados a través de la constante intervención y vigilancia del Estado.

Desafortunadamente, durante la primera semana del año se han difundido rumores que podrían desestabilizar este sistema de protección. El principal instigador es el suboficial retirado Richard Ortega Quispe, quien es a su vez, secretario general del Sindicato Único de la Policía Peruana (entidad cuya existencia viola nuestra Constitución). Lo acompañan el presidente de la Federación de Retirados de la Policía Julio Cortegana Ludeña y el coronel Limbert Mario Berrospi Ambolde quienes han anunciado una huelga policial programada para el 5 de febrero de este año. Esta decisión se plantea como una medida para reclamar los descuentos de una bonificación salarial por escalas que promovió el gobierno en diciembre y la congelación de los aumentos para los policías retirados. La fecha, evidentemente, conmemora el único antecedente ocurrido durante la dictadura Velasquista; antecedente que ha sido estratégicamente utilizado para, con mayor razón, alarmar la tranquilidad pública.

La problemática de toda “huelga policial” se encuentra materializada en el artículo 42 de nuestra Constitución, que señala lo siguiente: “Se reconocen los derechos de sindicación y huelga de los servidores públicos. No están comprendidos los funcionarios del Estado con poder de decisión y los que desempeñan cargos de confianza o de dirección, así como los miembros de las Fuerzas Armadas y de la Policía Nacional”. De ello se deduce que el Estado es un órgano que nunca puede dejar de operar, máxime si influye de manera directa e inmediata en la seguridad de la población. ¿Qué sucede si la policía ejecuta, de manera espontánea o programada, una huelga? Pues, se abre un lapso de tiempo en el cual es posible cometer delitos y faltas administrativas sin que medie una legítima intervención para combatir tales comportamientos, pues los encargados legalmente de mantener el orden público no se encuentran ejerciendo sus funciones.

En la misma línea de lo señalado, recordemos lo que sucedió hace unos meses con la “huelga blanca” y el pedido de homologación de los jueces. El mismo articulado de la Carta Magna proscribe a los policías y jueces el derecho de ir en huelga o sindicalizarse. Ello no quiere decir que no puedan hacer valer sus derechos, sino que son conscientes que las vías para ello son otras, mediante procedimientos administrativos, siempre dentro del marco de la ley en base al cargo que ostentan.

Lamentamos el imaginario que existe sobre el prototipo de un policía peruano. Servir a la nación con un cargo que pone en riesgo la vida con el fin de proteger a terceros es admirable. Tanto la ciudadanía como los mismos operativos entendemos el móvil detrás de los reclamos, pero así como los jueces recientemente, radicalizar las medidas mediante una huelga lejos de solucionar el problema solo terminará afectando a quienes dicen proteger: a nosotros los ciudadanos.

Los tiempos son otros. De ocurrir el paro policial, las consecuencias podrían ser nefastas, máxime en un país que hoy más que nunca, reclama legítimamente a gritos acabar con la inseguridad ciudadana. En ese sentido, a buena hora parece ser que la huelga policial no pasará de ser un rumor, pues recientemente el Ministro del Interior, Walter Albán, ha salido a desacreditarla. Al fin y al cabo, quien viene propiciando este tipo de medidas tiene un pasado bastante cuestionable, basta mencionar haber sido procesado por instigar movilizaciones ilegales. En ese sentido, solo queda esperar que la institución acate el designio de la autoridad y haga caso omiso a quienes pretenden desestabilizar el orden público en busca de réditos personales, de espaldas a las necesidades más críticas de la ciudad.