Por: Alonso Salazar
Estudiante de Derecho en la PUCP
Hace unas semanas, en acaso el fallo más polémico y repudiable de la historia de la jurisprudencia peruana, la Corte Suprema decretó la reducción de las sentencias de los integrantes del grupo paramilitar Colina. Javier Villa-Stein, presidente de la Sala Penal Permanente de la Corte Suprema, alegó la ‘impecabilidad’ con la que se llegó a la mencionada sentencia y defendió sus implicancias, tal vez olvidándose de la barbarie a la que se podía llegar allá por el comienzo de la década de 1990 con tal de acabar con el conflicto interno. A siete años del inicio del mega-juicio público el 6 de agosto de 2005, un análisis a la sentencia en segunda instancia que ha causado más polémica que bienestar.
De más sería hacer un recuento de los crímenes y delitos cometidos por los integrantes de Colina; la sentencia de 2010 que los puso tras las rejas entre 15 y 25 años fue un acto de Justicia reclamado por la sociedad. Dos años después, asesinos como Nicolás Hermoza, Carlos Pichilingüe, Julio Salazar Monroe, Martín Rivas, entre tantos otros, han visto sus sentencias reducidas en base a tres factores, según señala Villa-Stein: i) se sentenció por lesa humanidad sin habérseles acusado de ello; ii) la demora excesiva del juicio; y iii) la sentencia fue ejecutada sin la existencia de una denuncia fiscal. Estos argumentos son, por decir lo menos, una burla en contra de un país que continúa siendo perseguido por los fantasmas de su oscuro pasado.
Muchos de los motivos bajo los cuales se pretende blindar esta ‘impecable’ sentencia carecen de fundamento jurídico. En principio, se habla de que no se mencionó que se les estaba acusando a los integrantes del grupo Colina de delitos de lesa humanidad. Adicionalmente, se rechaza la posibilidad de emitir un fallo aduciendo crímenes de lesa humanidad cuando el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional establece en su artículo 7° inciso 1) que para que ello pueda configurarse, el delito debe ser un “ataque generalizado o sistemático contra una población civil y con conocimiento de dicho ataque”.
Dentro de esta línea de motivos existen determinadas imprecisiones, sobre todo de tiempo. Primeramente, como bien lo señaló el fiscal supremo Pablo Sánchez, la acusación contra el grupo Colina sí mencionó la perpetración de delitos de lesa humanidad. Ahora, estando en el supuesto de que esto no haya sido así, la no expresión de un título no necesariamente implica que no se le juzgue, o no pueda juzgársele bajo este, más aun cuando los delitos de desaparición forzada y tortura están tipificados en nuestro Código Penal como delitos contra la humanidad. No se debe olvidar, además, que la CIDH declaró que estos crímenes fueron de lesa humanidad, hecho ratificado posteriormente por el Tribunal Constitucional, hechos previos a la entrada en vigencia del mencionado Estatuto.
Por otro lado, hablar de la duración del juicio es un tema delicado y espinoso. La instrucción por asociación ilícita se abre en abril de 2001, dando inicio así a un tema que recién se cierra en 2012. En principio, para abordar este tema debe tenerse en cuenta la complejidad del caso, los delitos que se juzgan, los agraviados, las fases del proceso y, lo más importante de todo, sentenciar a 19 personas –ello sin contar las que fueron absueltas, haciendo la cuenta de 57 acusados–. Es evidente que un proceso no debe exceder un tiempo prudente de duración.
Teniendo todo lo expuesto en cuenta, la duración promedio de un proceso penal en el Perú y demás factores, un proceso de estas magnitudes, que se extendió por 9 años –hasta la sentencia en primera instancia del 1 de octubre de 2010–, es un tiempo relativamente aceptable si no se olvidan ciertas obstrucciones que cometieron los jueces de primera instancia, así como defensas dilatorias.
El último punto en cuestión es el más delicado de todos, por lo que tiene que ser tomado con pinzas debido a la delgada línea por la que transita. Mucho se ha hablado con respecto a que el juicio se llevó a cabo sin una previa denuncia fiscal, hecho que constituiría una causal de nulidad. Es por ello que el señor Villa-Stein ‘apuró’ el trámite para cerrarlo y evitar que se formule apelación alguna y con ello la nulidad de lo actuado. Se pretende defender esto alegando que la reducción de la sentencia cae a raíz de esta falta de denuncia, entre otros factores. Con ello, el presidente de la Sala Penal Permanente se ganó numerosos adjetivos gracias a lo polémico de la sentencia, dentro de los cuales afloró mucho su falta de moralidad.
Es mejor no tocar el tema de lo moral porque escapa de lo concretamente jurídico al tratarse de un concepto supraconstitucional que puede prestarse a diversas subjetividades. Lo concreto es que se procedió a dar por terminado un juicio que adolecía desde un inicio de requisitos previos y formales con el fin de evitar que estos sean materia de nulidad, según se expuso. En el supuesto de que esto fuera cierto, ¿no sería esta acción, acaso, una contraveniencia misma a derechos fundamentales de los procesados? Dicho de otra manera, se propone solucionar una irregularidad del proceso mismo a través de una sentencia con calidad de cosa juzgada. Una vez más, la sentencia cae en la sin razón de ampararse en argumentos no solo inválidos sino hasta ilegales.
Volviendo a hechos concretos, debe aclararse que sí existió denuncia por asociación ilícita. Cuando se abrió la instrucción por asociación ilícita en abril de 2001, la fiscalía pidió unos días después la ampliación para comprender a otros acusados por el mismo título. Esta ampliación no mencionó la asociación ilícita, por lo que volvió a manos del fiscal para revisar la omisión advertida. Al no existir nulidad alguna, esta volvió a proceder después de su revisión, siendo posteriormente integrada con la primera. Habiéndose vuelto ambas un mismo cuerpo integrado, la asociación ilícita está presente en toda la acusación. Esto sella la existencia de la denuncia por asociación ilícita, de la cual, además, se defendieron los procesados durante el juicio y sin que se impugnara –a pesar de ser válido– a tiempo.
El titular de la Corte Suprema ha defendido lo indefendible. Se ha otorgado adjetivos que no le son propios; ha ensalzado una sentencia repudiada por la opinión pública. Y, como si todo esto fuera poco y no nos encontráramos lo suficientemente indignados, señaló ante las preguntas de la prensa que el asesinato de un niño de 8 años es atroz, pero que eso no lo convierte en lesa humanidad. Habría que explicarle al señor magistrado que cuando la prensa lo interroga lo hace teniendo en cuenta determinado contexto, el cual es indesligable al momento de emitir una opinión como esta. En el distrito de Barrios Altos, la noche del 3 de noviembre de 1991, un grupo paramilitar entró a una fiesta a asesinar sin discreción a presuntos senderistas. Todo fue planeado. Fueron quince los asesinados, uno de ellos un niño de 8 años que recibió más de cuatro balas. Es una aberración decir que un ataque como este, planeado y en contra de civiles indefensos, no constituye un crimen de lesa humanidad, visto todo esto, claro está y como se ha dicho, desde la perspectiva y el contexto del momento de la perpetración de los delitos.
En setiembre de este año se cumplirán dos décadas de la caída del líder que más terror causó en la historia del Perú republicano. Serán veinte años en los que costó acostumbrarse a salir a la calle sin miedo, a vivir sin apagones y coches bomba. Darle temprana libertad a aquellos que, así como Sendero Luminoso, también causaron terror a personas inocentes e inmensos agravios a sus familias es obligarnos a revivir un pasado que tanto costó tapar. La Justicia no puede llamarse Justicia si esta misma se tapa los ojos.