En la serie de películas “Iron Man”, el multimillonario Tony Stark, un productor de armas convertido en filántropo humanitario, decide iniciar una campaña en contra de los grupos terroristas que, haciendo uso de las armas que él mismo diseñó, tratan de causar caos y destrucción en regiones remotas del mundo, en donde los Estados no pueden intervenir (en la película, un soldado estadounidense admite que salvar a los pobladores de Gulmira, Afganistán, era imposible: “estaban usando escudos humanos, ¡nunca recibimos autorización!”).

Así, mediante el uso de su avanzado traje metálico, en «Iron Man 2», Stark señala campantemente que ha “privatizado la Paz Mundial” y que, en buena cuenta, él ha detenido ya los abusos a los derechos humanos en todo el mundo.

Esta idea de que un “actor no-estatal” como Iron Man puede terminar con la violencia en el mundo parece pues digna de la Ciencia Ficción. Sin embargo, para bien o para mal, y por increíble que parezca, el mundo ya está dando sus primeros pasos en esta dirección.

El lunes pasado, en un artículo de opinión del New York Times, Andrew Stobo Sniderman y Mark Hanis, co-fundadores del Genocide Intervention Network, han empezado a dar que hablar en la comunidad internacional, abogando precisamente por una idea tenebrosamente similar.

Estos autores proponen que, así como Estados Unidos y otros Estados están adquiriendo Aeronaves No Tripuladas (ANT) para realizar operaciones de vigilancia contrasubversiva en Irak, las organizaciones de derechos humanos deberían empezar a utilizarlos para monitorear las protestas sociales en Siria, a fin de poder grabar, en tiempo real, los abusos que viene cometiendo el gobierno de Bashar al Assad.

Según Sniderman y Hanis, esto “violaría el espacio aéreo sirio y quizás una serie de leyes sirias e internacionales. No es el tipo de cosas que las organizaciones no gubernamentales hacen. Pero es muy diferente de lo que los gobiernos y ejércitos hacen. Sí, nosotros (como ellos) tenemos una agenda, pero la nuestra es transparente: los derechos humanos. Tenemos un deber, internacionalmente reconocido, de monitorear a los gobiernos que masacran a su propio pueblo en grandes números. Los organismos de derechos humanos siempre han hecho esto. ¿Por qué no dejar que los robots nos ayuden en este bondadoso trabajo?”.

Después de todo, afirman los autores, “volar sobre el territorio sirio puede violar normas oficiales de relaciones internacionales, pero los gobiernos hacen esto cuando apoyan grupos de oposición con armas, dinero o inteligencia, como hicieron recientemente los países de la OTAN en Libia. De cualquier forma, las violaciones de la soberanía siria serían consecuencia directa de la brutalidad del Estado Sirio, no del imperialismo de los extranjeros”.

De este modo, en resumidas cuentas, lo que Sniderman y Hanis proponen es que, en ciertas ocasiones, ciertas normas internacionales y nacionales deben violarse por propósitos nobles, como la protección de los derechos humanos.

A nivel Estatal, el movimiento de los derechos humanos llama a esto “Responsabilidad de Proteger” (R2P por sus siglas en inglés), un concepto según el cual los Estados tienen un deber de intervenir militarmente en aquellos lugares en donde se estén desarrollando groseras violaciones a los derechos humanos (tal como sucedió, por ejemplo, en Kosovo, en 1999).

Esta lógica del R2P, sin embargo, aún no cala lo suficiente entre los Estados, que son renuentes a intervenir en otros países fuera del marco legal establecido por la Carta de la ONU (que autoriza el uso de la fuerza sólo en legítima defensa o mediante autorización del Consejo de Seguridad) en lugares en donde tienen pocos o ningún interés nacional concreto. Así, mientras la OTAN tenía un interés en impedir que exista un Estado Fallido en el patio trasero de Europa e intervino en Yugoslavia, lo mismo no ha sucedido en lugares como Darfur o Siria.

Sniderman y Hanis, por tanto, plantean que en estos lugares en donde el R2P estatal aún no puede llegar, las ONGs envíen ANTs robóticos a supervisar el comportamiento de los Estados, con miras a usar esta evidencia posteriormente en juicios ante la Corte Penal Internacional o en tribunales domésticos.

Pero la línea que separa la mera vigilancia del vigilantismo internacional es realmente delgada. Después de todo, si uno puede violar el espacio aéreo sirio para vigilar soldados en pos de un objetivo noble como los derechos humanos, ¿qué impide, como señala Peter Spiro, que a esa ANT se le incorpore una metralleta o un misil y no sólo se grabe al soldado matando al civil, sino que se dispare contra ese soldado y se salve a ese civil? También se estaría violando una serie de normas, pero se estarían violando en nombre de un objetivo más loable aún que la mera “accountability” del gobierno Sirio. A fin de cuentas, el mantra rezaría: “nunca mandes a un Estado a hacer el trabajo de un activista”. ¿Podrán los activistas resistir la tentación?

Después de todo, no sería la primera vez que una ONG hace uso de la fuerza en pos de un objetivo valioso. Son muchas las experiencias de botes de ONGs de defensa de los animales que se han enfrentado e incluso atacado a embarcaciones balleneras. Incluso, hay quienes ya las tildan de eco-terroristas. ¿Podría sucederle lo mismo a las ONGs de derechos humanos?

Si esto llegara a pasar, y las ONGs se convirtieran en una especie de “Anonymous de los Derechos Humanos”, las consecuencias legales serían simplemente descomunales y sería un verdadero cambio de paradigma en las Relaciones Internacionales, pues no se trataría simplemente de una violación de la soberanía siria: En estricto, y suponiendo que las ANTs sean manejadas desde países cercanos, lejos de la acción y amenaza de las fuerzas del orden sirias, se trataría de un problema que podría incluso implicar grandes riesgos para los Estados sede de estas ONGs.

Después de todo, a nivel doctrinario, existe una creciente (aunque aún polémica) tendencia a considerar que un Estado tiene derecho a defenderse de las actividades ilegales de grupos no estatales que sean conducidas en Estados que no están dispuestos a frenarlas. Así, en 2001, Estados Unidos invadió Afganistán por su negativa a arrestar o combatir a los terroristas responsables del atentado del 11 de septiembre, en 2006, Israel invadió Líbano para atacar al grupo terrorista Hezbollah y en 2008, Colombia hizo lo propio en Ecuador en contra de un miembro de las FARC. Sin duda se trata de usos de la fuerza que han generado mucha controversia y oposición, tanto de la población común como de la doctrina más autorizada. Sin embargo, no puede descartársela como una tendencia en desarrollo cada vez más usual.

Suponiendo entonces que una ONG de Derechos Humanos se posicione en Israel para atacar fuerzas estatales sirias en defensa de los civiles oprimidos, ¿podría Siria alegar que Israel está albergando a un “grupo terrorista de alcance internacional” al que no está dispuesto a detener y que, por ende, está autorizado a atacar a esta organización dentro del territorio israelí, de la misma forma que Estados Unidos ataca a al-Qaeda en Yemen o Pakistán?

La situación es sin duda complicada, y tal vez no sea aún un problema latente, pero por lo menos no deja de ser sorprendente que un mundo de hombres de acero defensores de los derechos humanos puede no estar, después de todo, tan lejos como pareciera.