Los acuerdos de coexistencia de marcas son contratos en los que las partes aceptan la coexistencia de hecho y registral de sus marcas. En el Perú, la propia normativa complementaria nacional en materia de propiedad industrial –el Decreto Legislativo No. 1075- establece en su artículo 56º que “las partes en un procedimiento podrán acordar la coexistencia de signos idénticos o semejantes siempre que, en opinión de la autoridad competente, la coexistencia no afecte el interés general de los consumidores. Los acuerdos de coexistencia también se tomarán en cuenta para analizar las solicitudes de registro en las que no se hubieren presentado oposiciones”.
Lo que la normativa hace, en simple y claro, es atribuir a los administrados el derecho a pactar la coexistencia. El aspecto, sin embargo, que podría generar alguna duda viene dado por el requisito de que la autoridad considere que tal coexistencia no afecte el interés general de los consumidores. Es evidente que esa exigencia –la ausencia de afectación al interés general de los consumidores- no puede sustentarse aisladamente en el supuesto riesgo de confusión entre dos signos. En efecto, las partes interesadas celebran el acuerdo de coexistencia precisamente porque entienden que dicho riesgo es una probabilidad. Si los acuerdos de coexistencia únicamente pudieran ser celebrados cuando no hay confusión, no tendrían relevancia alguna, con lo cual tampoco tendría sentido que la propia norma prescriba sin tapujo que tales acuerdos “se tomarán en cuenta”. ¿Cómo podría tomarse en cuenta lo que no tiene trascendencia o relevancia alguna?
La mención “se tomarán en cuenta”, además, ilustra que los acuerdos de coexistencia están en aptitud de producir un resultado relevante en términos de admisión al registro marcario. Otro aspecto relevante es el siguiente: si queda absolutamente claro que existe un derecho atribuido a todos los administrados de pactar la coexistencia de sus signos, es evidente que tal posibilidad no puede ser restringida a “ciertos” administrados. Así, debe desterrarse cierta idea de que tales acuerdos podrán admitirse solamente cuando exista vinculación empresarial de algún tipo entre las partes del acuerdo.
Finalmente, la normativa hace referencia de forma expresa a la posibilidad de “acordar”. Esto descarta, a mi juicio, la posibilidad de asignar efectos equivalentes a las cartas de consentimiento que, a diferencia de estos contratos o acuerdos de coexistencia, son declaraciones unilaterales que podrían tener relevancia únicamente en el marco de una acción por infracción de derechos (porque la carta de consentimiento sí revela que la conducta denunciada podría estar autorizada y, por ello, ser lícita). En otras palabras, en las cartas de consentimiento no se expresa un “acuerdo” y es por eso que tales documentos no pueden ser tomados en cuenta en el marco del procedimiento de registrabilidad (con o sin oposición).
La pregunta clave es: ¿cómo interpretar la referencia al “interés general del consumidor” como límite al ejercicio libre del derecho a pactar la coexistencia marcaria? Es evidente, porque así se infiere de la normativa, que la sola voluntad de las partes del acuerdo de coexistencia no es suficiente para que la coexistencia registral se vea posibilitada. Pero también es evidente, porque así se infiere también de la normativa, que la autoridad tiene la obligación de evaluar el contenido del acuerdo de coexistencia y no limitarse a la determinación del riesgo de confusión que se hace en los casos en los que no media dicho acuerdo. Cierto es que el acuerdo no garantiza la coexistencia pero también es cierto que la autoridad debe analizar el acuerdo cuando éste haya sido presentado.
Nosotros hemos sostenido en un trabajo extenso sobre el tema (“Superando los absurdos reparos a los acuerdos de coexistencia de marcas”, Advocatus No. 27, 2012), que dado que la sola suscripción del acuerdo no mitiga el riesgo de confusión, debería entenderse que la autoridad se encuentra obligada a efectuar un análisis del contenido del acuerdo suscrito. Es el contenido del acuerdo de coexistencia, bajo esta interpretación, el que deberá permitir que la autoridad concluya que no existe riesgo de confusión. La opinión de la autoridad deberá formarse apreciando las medidas razonables adoptadas por las partes para mitigar el riesgo de confusión.
Finalmente, no creemos que deba exigirse que las medidas plasmadas en el acuerdo de coexistencia eliminen toda posibilidad de confusión. En general, creemos que las partes no tienen incentivos naturales para celebrar acuerdos de coexistencia que puedan generar una circunstancia que afecte sus ventas o la imagen, prestigio o reputación de sus propias marcas. En ese sentido, no creemos que los acuerdos de coexistencia se celebren a la ligera. Las partes que acuerdan la coexistencia adoptan ciertas medidas para mitigar el riesgo de confusión y bastará que tal riesgo sea efectivamente minimizado para que la autoridad deba tener en cuenta el acuerdo. Si las partes sufren alguna consecuencia derivada de alguna confusión o error puntual, se tratará de una consecuencia derivada de su propio pacto. En suma, creemos que es importante y necesario establecer un criterio claro que desarrolle el tema y que reconozca expresamente el derecho de las personas a celebrar acuerdos de coexistencia. Consideramos que nuestra interpretación resulta un punto medio razonable que permite compatibilizar el interés de los titulares y administrados así como la misión encomendada a la autoridad de velar por el interés general del consumidor.