Por Ángel Armando Chávez Huamán, estudiante de la facultad de Derecho de la Universidad de San Martín de Porres y miembro del Centro de Estudios en Derecho Constitucional de la misma institución.
Hace algunas semanas leí la más reciente columna de Renzo Díaz Giunta; quién es un brillante estudiante que tuve el agrado de conocer en un concurso de investigación jurídica organizado por la casa de estudios a la cual pertenece.
«Servir y no servirse: El principio de la buena administración pública», artículo publicado en esta misma plataforma, plasma una crítica al poco idóneo ejercicio de la potestad presidencial de elección de ministros. A partir de los cuestionados nombramientos realizados por el presidente Castillo, el texto reflexiona sobre la importancia de contar con funcionarios públicos con idoneidad moral y comprometidos con la consolidación de la democracia.
Más allá del respeto y admiración que siento por su labor como Director General del CEDC de la Universidad de Lima, me atrevo a tomar una posición antagónica, no del mensaje, pero sí de su posición sobre los alcances del principio de la buena administración pública.
La tesis propuesta por Renzo se resume perfectamente −a mi juicio− en uno de sus fragmentos:
Aunque es potestad presidencial la elección de los ministros y, a su vez, que estos designen a personal de su confianza en otros cargos, lo cierto es que prima el principio constitucional de buena administración pública. El cual traza un límite a esta potestad, en mérito de satisfacer fines constitucionalmente valiosos.
El planteamiento es, cuando menos, interesante de analizar.
La buena administración pública es «el estado que resulta del buen hacer administrativo, […] del ajuste y cumplimiento, por parte de la Administración Pública, de ciertos parámetros jurídicamente trascendentes, que son los que marcan sus modos de proceder y el alcance de sus finalidades» (Correa, 2019, p.141).
Además, reconocida expresamente en algunos ordenamientos como derecho fundamental, la buena administración facilita el control de la actuación administrativa. Le permite al ciudadano someter a control judicial las actuaciones que no se ajusten a la legalidad, que no sean objetivas, y que transgredan sus derechos (Lara, 2019, p.351). Es así que, entonces, el principio de la buena administración pública no se limita al diseño de procedimientos, sino que se manifiesta en todas las actividades propias de la función administrativa.
Dicho esto, cabe preguntarse: el presidente de la República, ¿acaso ejerce función administrativa en la designación de Ministros de Estado? Es posible que en este punto parezca un poco obvia la orientación de mi crítica. A pesar de ello, me tomaré el tiempo de desmenuzar la cuestión de la manera más pedagógica posible. En ese sentido, comenzaré la ruta de análisis desde otra interrogante: ¿qué es la función administrativa?
El concepto de función administrativa ha sido −y todavía es− objeto de discusión en la doctrina del Derecho Administrativo. Sin duda, una tarea más compleja de la que aparenta ser.
Sin la intención de exponer los distintos esfuerzos realizados por la doctrina, lo cierto es que la complejidad del asunto se sostiene en dos premisas:
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- Primero: No todos los órganos de naturaleza administrativa realizan exclusivamente este tipo de función.
- Segundo: Los órganos de naturaleza distinta, sean legislativos, jurisdiccionales o gubernativos, también realizan ocasionalmente función administrativa.
Tan complicada es su conceptualización que nuestra Ley del Procedimiento Administrativo General no se preocupa por definir qué es función administrativa. Por el contrario, se limita a enumerar cuáles son las entidades que forman parte de la Administración Pública en nuestro país.
Sin embargo, aunque no exista una voz unívoca en cuanto al concepto, sí existe un irónico grado de consenso respecto de cómo identificarla. Generalmente, se sostiene que se ejerce función administrativa cuando se realiza alguna de estas cinco actividades: a) actividad limitativa de derechos, b) actividad de fomento, c) actividad normativa, d) actividad sancionadora y, e) actividad cuasi jurisdiccional. No es mi objetivo profundizar en qué consiste cada una, ya contamos con literatura abundante sobre el tema. Pero, lo que sí es importante destacar, es que la designación de ministros no se encuentra comprendida en ninguna de ellas.
Es cierto que, tanto la Presidencia de la República como los Ministerios son entidades de la Administración Pública. También es cierto que, sus respectivos titulares son funcionarios públicos y el ordenamiento administrativo cumple un rol importante restringiendo su campo de acción. Entonces, ¿dónde está el desacierto?, pues, en considerar que, por ser entidades administrativas, realizan este tipo de función en el ejercicio de cualquiera de sus competencias.
Para entender el particular, es necesario interiorizar por completo que «Gobierno» no es lo mismo que «Administración». Es cierto que el Derecho Administrativo de antaño equipara al Poder Ejecutivo con la idea Administración Pública, pero actualmente esta concepción ya se encuentra desvirtuada −aunque aún puede inducir a imprecisiones como en este caso−. Como bien menciona Guzmán Napurí (2008), «la función ejecutiva está conformada por un componente gubernativo o político y por un componente administrativo, que son sustancialmente distintos entre sí.» (p.288).
Recordar que no existe identidad entre Gobierno y Administración, naturalmente nos llevará a la siguiente conclusión: una «buena administración» no es lo mismo que un «buen gobierno».
De modo muy acertado, Meilán Gil (2013), entiende que el buen gobierno consiste en «opciones de carácter político, vinculadas a posiciones o concepciones ideológicas que responden al pluralismo inherente al sistema democrático» (p. 26). Tan es así, que se resalta que el buen gobierno puede ser plenamente analizado desde un punto de vista politológico, pero limitadamente desde una perspectiva jurídica.
Asimismo, este jurista español sostiene que, en contraste con el buen gobierno, la buena administración pertenece enteramente al mundo del Derecho. De ahí que «toda reforma administrativa que tiende a hacer realidad el paradigma de la buena administración ha de insertarse en el ordenamiento jurídico» (p.27). Y es que es cierto, mientras que las actuaciones administrativas responden sustantivamente a parámetros jurídicos −siendo el más importante el principio de legalidad− las actuaciones políticas se sostienen en criterios de oportunidad y conveniencia.
En la mayoría de los casos, las confusiones parten del intento de exaltar −en demasía− el innegable componente axiológico del principio de la buena administración pública. Y es que, algunos doctrinarios se han esforzado por atribuirle más contenido del que realmente tiene. Situación que, más allá de fortalecer este principio administrativo, termina por entorpecer su comprensión y fomentar su mala aplicación.
Pondré como ejemplo el fragmento de un texto de Rodríguez Arana (2013), donde aparenta haberse perdido la verdadera noción de lo que es el interés general, que es el norte de la actuación administrativa y, por supuesto, sustancialmente diferente al «interés de todos».
[La buena administración pública] Se trata de administrar para todos, contando con los intereses y las necesidades de todos, y también y sobre todo con las de los que no las expresan, por cuanto entre ellos se encuentran posiblemente los que tienen más escasez de medios o menos sensibilidad para sentir como propios los asuntos que son de todos. (p.33)
En reacción a este tipo de afirmaciones, no es extraño preguntarse: ¿Cuáles son los intereses de todos? ¿Es posible que un funcionario público los identifique? ¿Cuáles son los asuntos de todos y cuáles no? Por supuesto, aquella premisa no hace más que poner a la buena administración como una meta imposible de alcanzar.
Bueno, retomando la ruta de análisis. El discrecional nombramiento y remoción de Ministros de Estado, potestad reconocida en el artículo 122 del texto constitucional, supone la materialización de un acto de gobierno y no de la función administrativa. Dicho de otro modo: al ser un acto de eminente naturaleza política, no responde a criterios jurídicos y, por lo tanto, se encuentra fuera del alcance del principio de la buena administración pública.
Ahora bien, esperaría que fuera evidente, pero haré la aclaración: no estoy diciendo que las actuaciones políticas no requieran de control. Esto se opondría totalmente a las premisas fundamentales del Estado Constitucional. Lo que sostengo es que, respecto de aquellas actuaciones, este principio no «traza un límite». Entonces, ¿cómo las controlamos? Saturar de contenido a un principio-derecho es, en definitiva, poco menos que rasgar la superficie del problema. Para lograr un efectivo control sobre las decisiones de gobierno, se necesitan mecanismos idóneos que le atribuyan efectivamente responsabilidad política al gobernante.
Aquí yace el problema. Ante la ausencia de una verdadera Ingeniería Constitucional, nuestro sistema permite que decisiones tan poco idóneas se concreten. El disfuncional modelo de gobierno peruano se caracteriza por un acrecentado número de competencias del Presidente de la República y, además, por la ausencia −y mala implantación− de correlativos mecanismos de control político. En el mejor de los casos, aquellas competencias son solo cuotas de poder sin frenos; en el peor, son instrumentos pasibles de usarse en contra de la estabilidad institucional de nuestro país. Lamentablemente, el reciente nombramiento de ministros está más cerca del segundo supuesto. Sin duda, un gran problema requirente de atención.
Por lo pronto, concluyo mi comentario reconociendo la dimensión aspiracional que tiene el Derecho −sobre todo el Derecho Constitucional−. En esa medida, también reconozco la importancia de las reflexiones éticas en torno a la necesidad de interiorizar los principios democráticos y a la aceptación de compromisos personales en beneficio de la sociedad.
Sin perjuicio de ello, debo insistir en que se necesita, además, un esfuerzo orientado al diseño y construcción racional de las estructuras jurídico-políticas. Solo así contaremos con mecanismos que conduzcan aquellos escenarios de inestabilidad hacia soluciones eficaces. No debemos olvidar que las promesas pueden ser volátiles o vacías; la estabilidad del sistema constitucional no puede depender exclusivamente de estos discursos líricos.
Fuente de la imagen: El Búho
Bibliografía
Guzmán Napurí, C. (2008). Un acercamiento al concepto de función administrativa en el Estado de Derecho. Derecho & Sociedad, (31), 285-291.
Correa, A. (2019). La buena administración como principio jurídico: una aproximación conceptual. Derechos En Acción, 10(10), 110-160.
Meilán Gil, J. (2013). La buena administración como institución jurídica. Revista Andaluza de Administración Pública, (87), 13-50.
Lara Ortiz, M. (2019). El derecho a la buena administración en el marco de la protección de los derechos humanos. Cuadernos Electrónicos de Filosofía del Derecho, (39), 340-355.
Rodríguez Arana, J. (2014). La buena administración como principio y como derecho fundamental en Europa. Revista Misión Jurídica 6(6), 23-56.
Díaz Giunta, R. (16 de agosto de 2021). Servir y no servirse: El principio de la buena administración pública. Enfoque Derecho.