Por Enrique Felices Saavedra, Socio del Estudio Miranda & Amado Abogados

A comienzos de los años noventa, el presidente de Haití, Jean-Bertrand Aristide, fue derrocado mediante un golpe de Estado que lideró el general Raoul Cédras. El cambio en el poder desató una sangrienta persecución de los seguidores de Aristide, muchos de los cuales debieron escapar de la isla para evitar un apresamiento inminente y quizá la muerte. Durante las noches que siguieron al golpe, más de cuarenta mil haitianos se precipitaron al mar sobre balsas y barcazas, y enfilaron sus precarias embarcaciones con dirección a los Estados Unidos, donde confiaban obtener asilo político. Sin embargo, las embarcaciones haitianas nunca llegaron a las costas norteamericanas, pues fueron interceptadas en mar abierto por el Servicio de Guardacostas, siguiendo instrucciones del gobierno del presidente George H. W. Bush. Los menos afortunados fueron enviados de regreso a Puerto Príncipe, y a los demás se los recluyó en la base naval de Guantánamo.

De haberse aplicado la legislación migratoria estadounidense y los tratados internacionales sobre derechos humanos ratificados por ese país, es indudable que los refugiados haitianos habrían recibido el asilo político que buscaban sin mayores trámites ni dilaciones. Sin embargo, al detectarse que algunos de los refugiados eran portadores del virus VIH, la administración del presidente Bush tomó la decisión de negarles el ingreso al territorio norteamericano, bajo el fácil expediente de no haber acreditado su condición de perseguidos políticos, y de mantenerlos en cautiverio en la base de Guantánamo por tiempo indefinido. Y quizá la suerte de los refugiados no habría cambiado, de no mediar la decidida acción de un grupo de estudiantes de Derecho de la Universidad de Yale, quienes con el apoyo de un profesor y de un puñado de abogados voluntarios consiguieron franquear en todos los estamentos judiciales las barreras legales que las autoridades de su país fueron construyendo con el propósito de negarles el asilo político.

La tarea que desempeñaron estos estudiantes fue decisiva y ha sido documentada como un ejemplo del cambio social que con empeño e ingenio puede generarse desde las aulas. Y sin embargo, uno tiene la convicción de que palabras como ‘empeño’ o ‘ingenio’ son insuficientes para expresar explicar a cabalidad el origen de esta gesta estudiantil, y la sospecha de que lo verdaderamente movilizador en esos alumnos fue, por encima de todo, una indignación ante la complacencia de sus instituciones y autoridades, un repudio casi visceral ante una situación que consideraron profundamente injusta.

A la luz de este antecedente, quisiéramos que el Desafío Pro Bono sea recibido precisamente como una invitación para liberar la indignación en los estudiantes de Derecho, y como una apuesta contra la indiferencia que nos hace complacientes.

El Desafío Pro Bono nace con el doble propósito de promover aquellas iniciativas legales de impacto social que por sí solas no tendrían posibilidad de hacerse realidad y, al mismo tiempo, alentar y prestigiar entre los estudiantes de Derecho la vocación por la excelencia al servicio del bien común. El Desafío Pro Bono aspira a que los estudiantes de Derecho del país puedan reconocerse como agentes de cambio, con poder para contribuir en la tarea de crear una sociedad más justa, más ética, más libre y más responsable: ¿Qué queremos para nosotros y para nuestro entorno? ¿Qué podemos hacer para ser mejores? ¿Quiénes queremos ser?

Hace unos meses conversaba por teléfono con una estudiante de Derecho a propósito del lanzamiento del Desafío Pro Bono. Después de explicarle en qué consistía el concurso y qué nos había motivado a lanzarlo, ella hizo una pausa y me preguntó con cierto escepticismo: “¿No cree usted que esperan demasiado de los alumnos?” Con la misma convicción con la que ahora escribo, le respondí que quizá lo que su pregunta me revelaba era que los estudiantes no eran concientes del poder con el que contaban. Y tal vez lo que corresponde sea formularnos esa pregunta al revés: ¿No será que los alumnos exigen muy poco de nosotros los abogados? Por qué no aspirar, por ejemplo, a que las entrevistas que llevan a cabo los estudios de abogados para la contratación de sus nuevos integrantes sean siempre canales de doble vía en los que, así como los empleadores exigen de los estudiantes las mejores credenciales como condición para integrarse a su firma, los estudiantes demanden de sus potenciales empleadores la evidencia de las mejores prácticas: ¿Cuáles son sus estándares éticos? ¿Existe una verdadera igualdad de oportunidades sin distinción de raza o género? ¿Tienen una política medioambiental para las emisiones que generan en su práctica profesional? ¿En qué consiste su práctica pro bono y cuán importante es para ustedes? Este es un poder que los estudiantes deberían reclamar para sí mismos.

Hemos concebido el Desafío Pro Bono como algo más que un concurso: es principalmente nuestra apuesta contra la complacencia. Y tenemos la esperanza de que seremos capaces de sumar en esta apuesta a los estudiantes de Derecho del país.

¿Cómo citar este artículo?

FELICES SAAVEDRA, Enrique,  Desafío Pro Bono: una apuesta contra la complacencia. En: Enfoque Derecho, 11 de febrero de 2010. https://enfoquederecho.com/desafio-pro-bo…a-complacencia/ (visitado el dd/mm/aa a las hh:mm).