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Día 4: La Caída del Abogado Maldito

"Es curioso que los abogados sean llamados guardianes de la legalidad, cuando en los hechos son los que ponen en jaque la justicia a cada segundo".

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Por Cuerdas Separadas

¿Era azul o celeste? ¿Verde o turquesa? Me quedé un buen rato tratando de averiguar el color del mar de fondo. Él, desde algún lugar de la Riviera Maya, me envió un video de agradecimiento por la tesis terminada. “Quedó, como quien dice, de putamare”, dijo. Tenía una copa de gin tonic, lucía el torso bronceado, parecía un pollo a la brasa; la vista del hotel permitía ver palmeras, arena blanca y caribe. Luego, habló en tono plural: “hemos hecho un gran trabajo”, “nos costó mucho prepararlo”, “por fin lo terminamos”. Mientras tanto, pensé: qué tal concha este miserable; yo escribí todo. Sin mucho interés, me contó que la investigación fue aprobada por el asesor (docente fantasma que a veces lee la versión final) y que la sustentación ya tenía fecha. Iba a darme otro anuncio pero interrumpió una mujer en bikini rojo; enseguida lo descuadró con un beso, “¿qué haces?, vámonos”, exclamó. Fin del video.

Estoy feliz; me siento, por fin, tranquilo. Se acabó la tortura de pensar, crear y escribir para otro, sin nada a cambio. Se acabó la tortura de no tener clara la hora de salida. Se acabó, de una vez por todas, el castigo de ser bueno: en lugar de premiar la inteligencia, sobrecargan la mente y el ánimo con más trabajo. Y, sobre todo, no volveré a escuchar a la gente del estudio alabando el “privilegio” de ser elegido por el jefe para ayudarlo con un encarguito tan “personal” como su propia tesis.

Es curioso que los abogados sean llamados guardianes de la legalidad, cuando en los hechos son los que ponen en jaque la justicia a cada segundo. Dentro de este grupo nefasto, pienso, hay niveles, sectores marcados por su mala praxis. La lumpen levita entre los penalistas, civilistas, corporativistas, tributaristas, y esa estirpe híbrida de buenos y malos que vive de los arbitrajes. Por defender a las personas jurídicas, trapean los derechos de las personas humanas.

Pero el grupo aparentemente menos sospechoso es el que más estupor me causa, me refiero a los explotadores de las ramas del derecho más “sociales”. Estos sí que tienen la coraza dura. Estoy pensando en laboralistas, constitucionalistas; y, por supuesto, quienes defienden los derechos humanos. Estos son los más peligrosos; de vez en cuando se muerden la lengua por retóricos, políticamente correctos e inconsecuentes.

Sin embargo, mucho más allá, están los filósofos del derecho. Oda a esta gente. Más lejos, más allá del bien y el mal, están algunos profesores, como Villanueva, Morales o Marciani. Sobre todo, la última de esta lista sí que es diferente. Le interesa la docencia; disfruta, respira y vive lo que dice. Tiene una aureola grecorromana. Si por la rotonda de Derecho me dicen: esos profesores que admiras tienen sus perlas. Ya no me importa nada. Qué queda. En estos tiempos, en alguien hay que creer.

La consciencia de vivir en medio de la podredumbre profesional me espesa la sangre, me amarga la saliva. ¿Por qué no destruirlo todo; boicotearlos; cagarles los negocios sucios? Mi primer paso: implosionar la sustentación de tesis.

Martes, nueve de la mañana. Sala de Audiencias de la Facultad de Derecho de la PUCP. Apenas ayer le mandé un resumen de la tesis. Auditorio reluciente, parquet lustrado, luz tenue. Asientos casi llenos. Familia presente. Novia presente. ¿Yo? Impaciente. Apenas ayer me pidió el resumen de la tesis. Descubrí que nunca la leyó. ¿El videíto de felicitaciones?: una hipocresía más.

El barullo, los diálogos bizantinos se detienen, ingresa el jurado. Priori, Bullard y Fernanés conforman la terna. De acuerdo con la ciencia, son jueces de lujo. Extrañamente, el asesor de la tesis no pudo venir; debieron reemplazarlo.

Él, nervioso y ataviado de libros, deja todo listo en el podio y pide permiso para comenzar. Priori asiente. Él mueve desesperadamente el pie derecho, luego el pie izquierdo. Su terno empieza a ceder ante el sudor, ni las telas italianas pueden contra el cuerpo alterado. Acaba la presentación. Agradece. Las preguntas llegan, son varias. Fernanés: Usted dice que el poder es un acto jurídico, ¿correcto? Así es, Doctor, responde. ¿Realmente es un acto jurídico o es un negocio jurídico?, ¿qué diría la doctrina italiana?, ¿y la doctrina alemana?, ¿y la doctrina turca?, ¡¿qué diría la doctrina afgana, doctor?! Allí comenzó la debacle.

Sin piso; sin una respuesta satisfactoria; sin escapatoria. ¿Tiene la respuesta?, insistió Fernanés. Un segundo, Doctor, respondió Él tímidamente. Revisa sus apuntes, revuelve los libros. En un creciente estado de desconcierto, su mirada y sus gestos son cada vez más torpes.

Saboreaba todo el espectáculo. Disfrutaba verlo padecer ante una pregunta sencilla. Pensé que mi venganza estaba lejos de concretarse. Debía rematar este instante gritándole al jurado: “Yo sé la respuesta; ¡yo he escrito toda la tesis!; pregunten lo que sea, tengo todo en la cabeza”. Entonces, vi que las luces se apagaron y solo quedamos iluminados Él, convertido en un reptil prehistórico y terrorífico, y yo. Resolví pararme. Mis manos estaban totalmente humedecidas del miedo. Los latidos de mi corazón desbordaban sus contornos. Mi garganta tensaba sus cuerdas antes de lanzar la frase final que tanto había anhelado.

En ese momento proverbial, se instaló un pensamiento. ¿Y si cago mi carrera por esto? Circularon imágenes paralizantes: me botan del estudio; intento postular a otros pero me chotean; ni en empresas ni en el estado encuentro un puesto; hasta las ONGs más caviares dudan de mí; la promo me llama “soplón”, “cagón”; los profesores me excluyen, me castigan con notas injustas, se burlan de mí en clases; después de años, cansado de patear latas, pongo mi oficina en la Avenida Abancay; sin éxito, ingreso al mundo de la venta de firmas a cinco soles; nunca me caso, el fracaso es el mejor antídoto contra el amor; mi viejita se enferma; no hay plata para curarla; desesperación; depresión; impotencia. No, no puedo hacerlo. Me voy, debo irme de aquí.

De golpe, pido permiso para salir. ¿Por qué tan pálido, hijito? Escuché a alguien. No respondí. Me demoré un poco en abrir la puerta, mis manos resbalaban de la manivela.

Al siguiente día, en el estudio, me sorprendió una solemne celebración por la titulación de Él. Le habían dado la mención de sobresaliente. Apenas entré, me dio una copa de champagne. Si no fuera por este gallo, nada de esto hubiera sido posible, dijo. Es un gran, un gran mierda, pensé.

Más tarde, me instalé en mi pequeño cubículo. Me dije: qué bien que no lo hiciste, te hubieras condenado. No saben nada los que dicen que «si no reclamas es porque no te da la gana». Lo cierto es que, pese a todo, me di cuenta de que no quiero ser un abogado como Él, un profesional inmerecido y corrupto. No quiero ser un abogado maldito. Quiero ser alguien que en la noche se vaya a dormir en paz y que, incluso durmiendo, sonría. Pero hoy no, ojalá mañana.


Imagen: Adaptación de “The Execution” (1933) de Carel Willink, por Pedro Llerena.

Los hechos relatados y los personajes presentados en este espacio son ficticios. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia. Enfoque Derecho no se solidariza necesariamente con los comentarios vertidos en este espacio.

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