Por Cuerdas Separadas

Terminar la apelación me tomó más tiempo de lo que creí. En las madrugadas marcadas por la somnolencia y el hartazgo, solo un reproche retumbaba en mi cabeza: ¿cómo terminé aquí?, ¿cómo llegué aquí?, ¡¿cómo?!

No es por ser adulón, pero lo admiraba. Si me dieran a escoger un referente, de seguro aún sería él.

Cuando llevé uno de los cursos obligatorios de civil con Monroy, se presentó como “el adjunto”. Siempre, al final de clases, los veía irse parsimoniosos por el tontódromo, como si el tiempo no trascurriera para ellos. Pensaba: si el profesor lo había escogido, solo podría significar que él era un capo, ¿no? ¡maravilloso! ¡y tan joven!

Pero no solo él era una promesa de la docencia, sino que destacaba, además, como un gran polemista. Escribía semanalmente un artículo en El Comercio sobre temas coyunturales. “Para desintoxicarme un poco del derecho”, me dijo una vez, pero se intoxicaba escribiendo, a la par, artículos jurídicos los lunes, miércoles y viernes, en Caseta Jurídica o en el portal Legos.pe, ¡qué prolífico!

Personalmente, me gustaba leerlo. En cada entrega me daba la impresión de que cambiaba de estilo, cambiaba de sintaxis, a veces, hasta de parecer. Era multifacético, reflexivo,  ¡increíble! En una ocasión, aproveché el break de una clase para preguntarle cómo hacía para redactar de formas tan distintas, “depende del humor de cada mañana”, suspiró, ¡qué maestro!

A decir verdad, también anhelaba vestirme como él, sobre todo imitar la aureola fashionista que traía a la facultad. En efecto, siempre lo veía en ternos de colores contrastantes, porte de chalán, reluciente, ataviado, pelo bien engominado, brillantes los zapatos, fotocheck a la cintura. Me parece que el único capaz de hacerle la competencia a Forno era él. Ya lo dijo Antonio Cisneros, ¡gran estilo, gran velocidad, gran altura!

Cerca al final del curso, él envió un correo a la clase, invitándonos a postular a una plaza de practicante preprofesional en el estudio donde trabajaba y era asociado senior. La oportunidad había llegado. Debía postular. Pero me paralizaba el miedo al fracaso o un posible acceso de mutismo ante una pregunta complicada sobre derecho procesal civil o, peor aún, no agradarle por mi aspecto humilde, poco fiable en este mundillo de apariencias determinantes. Pese a todo, envié mi C.V. Respuesta inmediata: “Gracias por adjuntar su postulación. La entrevista será mañana a las 3:00 p.m. en las Begonias 564, San Isidro”.

Nada podía fallar ese día. Decidí vestirme con mi usual camisa blanca, el mejor pantalón y los únicos zapatos negros que tenía, e irme a almorzar cerca del lugar señalado. No me pareció mala idea ir a un chifa. Ubiqué uno, me quedé un rato en la puerta del local viendo el menú del día. De pronto, escuché un silbido, en la forma habitual de llamar a un perro. Enseguida, noté que el sonido provenía de una de las mesas. Agucé la mirada. Era una persona gesticulando, moviendo los brazos. Creí que era alguien a quien conocía. Apenas me acerqué, exclamó: “¡Un chaufa con sopa, joven. Y límpiame la mesita ¿ya?!”.

¿Cómo pudo confundirme con un mozo, carajo? Contrariado por este evento, llegué a la recepción del estudio. De inmediato, la recepcionista me “escaneó” de pies a cabeza, con un inconfundible gesto despectivo. De mala gana, me anunció sin dar mi nombre, solo atinó a decir: “Ya llegó la C.F.”. ¿”La C.F.”? ¿Qué habrá querido decir con eso?

Sin escalas, ingresé a su oficina: mi referente en una silla de cuero beige, el adjunto de Monroy en un escritorio macizo de mármol, el polemista de El Comercio rodeado de cuadros facsimilares de Monet, el fashionista flanqueado por una biblioteca de roble, el asociado senior con una taza de café en platería fina. Luego de todo eso, estaba yo, avasallado por tantos estímulos hermosos e inútiles.

La entrevista duró aproximadamente una hora. Veinte minutos con preguntas brutalmente complicadas para mí; no obstante, le di batalla, lo cual no quiere decir que la gané…. Digamos que tuve una victoria moral. Los siguientes cuarenta minutos fueron dedicados a conocer mi resistencia al “trabajo bajo presión”. “¿Tendrías problemas con trabajar sábados y domingos?”, preguntó. Un “no” temeroso escapó de mí.

Me habló de “ponerme la camiseta del estudio”, las facilidades profesionales y laborales de trabajar en su despacho, de la recompensa a futuro de quedarse más allá de las treinta horas de prácticas semanales. Sin mucho rodeo, me dijo, ¿estarías dispuesto a asumir este reto? Tendría que evaluarlo, respondí. Mira, doctorcito, siendo franco, no me importa que sepas mucho o poco de derecho, eso lo aprenderás en la cancha, lo que necesito es alguien que me apoye y sea chamba, alguien como tú.

En términos boxísticos, me sentía entre las cuerdas, a poco de un K.O. No sabía cómo decirle que no. Desde niño he tenido que decir sí a muchas cosas por un instinto de supervivencia. Por más de que me duela en el alma, aceptaré la propuesta, necesito la chamba, necesito trabajar, necesito la plata. Entonces, respiré un poco, agaché la mirada, balbucee: “¿Cuándo comienzo?, doctor”.

Al salir, en el paradero del corredor, las manos aún me sudaban y el sabor agrio de la boca no se me iba. Él nunca quiso un practicante, acababa de contratar a un esclavo.


Imagen: Adaptación de "El ahorcado”, de Julio Ruelas, por Pedro Llerena.

Los hechos relatados y los personajes presentados en este espacio son ficticios. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia. Enfoque Derecho no se solidariza necesariamente con los comentarios vertidos en este espacio.

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