Todos recordamos a Popeye, aquel marino escuálido de grandes brazos que luchaba contra su archirrival Brutus (grandote y fortachón) por defender a su novia Oliva. Cuando estos peleaban, Popeye empezaba perdiendo, hasta que comía sus espinacas que le brindaban fuerzas, tanto que, al ajustarse el cinturón, su pecho se inflaba como el de un fisicoculturista y con esa súper fuerza terminaba ganando y rescatando a Oliva.

Tratándose de medicamentos, la función de estos frente a las enfermedades parece ser muy similar a la de las espinacas de Popeye, pues ellos generan reacciones bioquímicas en el organismo que refuerzan las defensas para combatir a aquellas y eliminarlas fin de que podamos recuperar la salud.

Lo anterior, generó desde hace más de un siglo el surgimiento de la industria farmacéutica, la cual invierte anualmente miles de millones de dólares en investigación y desarrollo de medicinas, las que protege con patentes que le dan explotación exclusiva por algunos años, permitiéndole cobrar precios monopólicos.

En las últimas décadas, ha surgido un fuerte debate en torno a los precios de las medicinas patentadas. Básicamente, se debate si se justifica que las farmacéuticas puedan cobrar precios que algunos consideran excesivos o si los gobiernos deben entrar a regularlos para que la gente “pague lo justo”.

Según estudios del gobierno, Colombia es de los países con los medicamentos más caros de Latinoamérica, especialmente aquellos utilizados para enfermedades como el cáncer o el SIDA; ante esto, implementó un esquema de control de precios para algunos de ellos, tomando como referencia precios internacionales, y cuyo objetivo es fijar precios que éste estima razonables para aquellos, sancionando a quienes los violen.

Contrario a la creencia popular, políticas como ésta, lejos de beneficiar a los pacientes, los afecta, pues el establecimiento de estos controles genera efectos nocivos como son: escasez, ya que al no poder obtener mayores rentas que las fijadas, los productores  pierden incentivos para producir mayores cantidades; luego, habrá racionamientos (solo se pueden dar ciertas cantidades por persona), y finalmente, dado lo anterior, se forman mercados negros, donde las personas compran lo que necesitan a precios superiores a los oficiales, lo que es racional si el bien a cuidar es la salud.

Afirmamos que, la principal razón por la cual ciertos medicamentos tienen precios altos es la existencia de patentes, es decir, la exclusividad dada por el Estado para su producción a sus titulares, lo que crea monopolios artificiales que incentiva a que estos traten de extraer la mayor renta de los consumidores, pues dado que no existen otras alternativas, tendrán que comprar a los precios del monopolista a fin de recuperar su salud.

La respuesta a los casos en que se venden medicamentos por encima del precio oficial ha sido sancionar a las compañías con importantes multas impuestas por la SIC; sin embargo, como lo demuestra la experiencia, ello no ha sido disuasorio, pues en algunos casos se encuentran reincidencias en la conducta.

Así, tenemos casos como: la sanción impuesta a ABBOTT LABORATORIES, condenada a pagar en marzo de 2014 cerca de 1,5 millones de dólares por vender un antirretroviral para el SIDA entre un 55% y un 66% por encima del precio fijado; con anterioridad, la empresa AUDIFARMA, recibió dos sanciones (Dic/13 y Mar/14), la primera, por vender 4 medicamentos para la diabetes, alzheimer y cáncer entre un 10% y un 34% arriba del máximo establecido y, en la segunda, por vender medicinas para las mismas enfermedades entre un 12% y un 236% por sobre el precio de control, sanciones que sumadas ascendieron a los 7,5 millones de dólares.

Ante esto, la pregunta a responder es: ¿por qué las empresas violan este control pese a la efectividad demostrada por la SIC? La respuesta a mi juicio es que, mientras exista demanda (más aun en el caso de un bien necesario) y ella supere la oferta, siempre será rentable asumir los riesgos de una sanción, pues ésta, en el lapso que transcurre entre la conducta, la investigación y el pago efectivo de la multa, puede financiarse.

Veamos, si quiero violar hoy el control de precios y la multa esperada es de 1 millón de dólares, puedo subir los precios hasta el punto en el cual mis utilidades alcancen o superen tal cifra (las sanciones están sometidas al principio de legalidad, sus límites son predecibles). Luego, si tenemos en cuenta que entre la investigación y el pago efectivo de la sanción pasarán varios años (proceso administrativo, recursos, acciones judiciales), encontraremos que bien podría tomar esos excedentes e invertirlos en bolsa durante dicho tiempo, obtener ganancias que me permitan pagar la sanción esperada y aun así mantener las utilidades del precio monopólico.

Debido a que el control de precios funciona como el cinturón de Popeye (dejando escasez de bienes por debajo de él y altos precios por encima del mismo) creo que en lugar de seguir sancionando y engrosando en el mediano plazo las arcas de estado (sin beneficio real para los consumidores), se debe implementar el mecanismo de las licencias obligatorias del que trata la Decisión 486 de la CAN, que autoriza a los Estados cuando haya razones de interés público y mientras estas permanezcan, a someter a licencia obligatoria cualquier patente, lo cual a todas luces incrementaría la oferta y con ello presionaría una baja en los precios, como en el pasado reciente lo hizo el gobierno de Brasil con los medicamentos para el SIDA.

De esta forma, la competencia y no el gobierno, podrían producir un verdadero milagro de Erhard, haciendo que, como en la época del exministro alemán y, parafraseando al español Huerta de Soto, salgan de debajo de las piedras las cantidades necesarias para satisfacer la demanda de medicinas, lo que haría que la mano invisible del mercado, en este caso mediante la producción de genéricos y el afán de los productores de ganar dinero, beneficie a los consumidores, que encontrarían precios accesibles sin intervención estatal.