¿Quién regula al regulador? Es la gran pregunta que los liberales le solemos hacer a los defensores del controlismo estatal cuando estos nos argumentan de sus bondades. Sin embargo, esta es una pregunta que no se ha podido dejar de lado ni siquiera en los sistemas políticos liberales más desarrollados. Siempre se llega al punto de la necesidad de autorregulación. Y en este caso creo que el Derecho Parlamentario es un buen ejemplo para ilustrarlo.
Esta rama del Derecho es una donde la norma y su literalidad son por naturaleza tangenciales e incompletas, pues es donde el positivismo deja sus más evidentes vacíos. Jamás la norma será capaz de llenar la interpretación de la realidad política que se desarrolla en el parlamento. Y es finalmente en estos casos en donde el poder entra a jugar un papel de “legislador” importante. Por ejemplo, hace ya algunas semanas muchos cuestionaron el vacío normativo evidenciado cuando la presidenta del Parlamento, Ana María Solórzano, votó tanto como parlamentaria, de un lado, y como presidenta del congreso, de otro, a través del voto dirimente (lo que en la práctica le hizo obtener una suerte de voto “doble”, particularmente sensible al tener en cuenta que el Gabinete de Ana Jara fue aprobado por este voto).
Por otro lado, los casos de los ministros Otárola y Omonte, que votaron por ellos mismos dándose así la “autoconfianza” (¿?), fueron casos en los que, sin duda, la realidad política y la práctica dejaron en evidencia que el Derecho Parlamentario jamás será suficiente para poder regular taxativamente todas las conductas de nuestros padres de la patria. La política juega y jugará siempre un rol fundamental para llenar el vacío del Derecho en general, pero más en particular del Parlamentario. Y esto porque cuando ocurre algún vacío en la norma de cualquier otra rama del Derecho uno puede recurrir a un tercero para que dirima la controversia; sin embargo, cuando ocurre un vacío en el Derecho Parlamentario es el propio órgano legislativo (al ser al mismo tiempo regulador y regulado) quien decide sobre la cuestión. El Derecho Parlamentario es a la vez el Derecho creador de las normas, creación que nunca podrá estar disociada de los juegos políticos relacionados siempre con el poder.
A algunos les convendrá que se regule el voto de los ministros, o el “doble” voto de la presidenta, y a otros no les convendrá. Dependerá de la correlación de fuerzas en el hemiciclo, producto como es lógico, de la correlación de fuerzas en la sociedad que los eligió (al menos en la teoría). Al final, el Derecho es siempre resultado del Poder. En esa misma línea, el Derecho (la norma) es también resultado del juego de poder en el parlamento que es el que las dicta, poder sin embargo, en este caso compartido con el Judicial que tiene la capacidad de interpretar y de llevar por otro rumbo una norma parlamentaria, aunque distinto como dijimos al Derecho Parlamentario propiamente.
El conflicto aparece, y aquí tenemos la parte espinosa, cuando un tercero “imparcial” busca regular a este regulador imponiéndole normas. Estamos hablando de cuando un tercero intenta regular al Derecho Parlamentario cuyo único regulador debería ser el propio parlamento. Este es el típico caso de conflicto de intereses (y de poder como es lógico) entre el Parlamento y el Tribunal Constitucional. Ambos adjudicándose la interpretación suprema de la Constitución en virtud de distintos poderes. El Congreso puede cambiar a los magistrados e incluso cambiar la Constitución, pero son los magistrados quienes pueden interpretarla en buena cuenta “como mejor les parezca” o como mejor refleje la correlación de fuerzas al interior de este; siempre fuerzas políticas, pues su nombramiento es siempre de esta misma naturaleza (en tanto es dado por el Parlamento). Por ejemplo, casos de controversias entre ambos han sido el de la Megacomisión o el recordado caso del congresista Diez Canseco. Volvemos a la pregunta, ¿y quién regula al Tribunal Constitucional?
Vale acotar, por cierto, que la diferencia entre el Tribunal Constitucional y el Parlamento, es que el primero tiene legitimidad popular indirecta y el segunda la tiene directamente recibida de los ciudadanos a través de la elección. Por tanto, la discrecionalidad del primero en el uso del poder puede ser menos reflejo de la legitimidad que los ciudadanos hemos depositado (aunque a veces esto suene muy inverosímil) en el Parlamento.
Creo que la respuesta central a la pregunta de quién regula al regulador reside en dos aspectos importantes. Una parte en la auto-regulación siempre necesaria en todo manejo del poder, pero en otro aspecto recae en una palabra que hoy muy pocos comprenden: Institucionalidad.
El problema de que el Tribunal Constitucional pueda hacer lo que quiera y nadie lo controle, y viceversa con el Parlamento, es que no existe una institucionalidad sólida en nuestro país; es decir, un juego de reglas que modulen el uso (y el abuso) del poder. La gran respuesta a quién controla al regulador (por lo menos hasta el momento) es la institucionalidad que juega con el control entre poderes. Aunque aún persistamos en la pregunta, ¿y quién controla a quien diseña esta institucionalidad? ,volvemos nuevamente a la auto-regulación.