Por Gustavo Rodríguez García, abogado PUCP. Magister por la Universidad Austral de Argentina. Summer Scholar (2014 y 2018) en el Coase-Sandor Institute for Law & Economics de la Escuela de Leyes de la Universidad de Chicago y Participante del Annenberg-Oxford Media Policy Institute en la Universidad de Oxford.
¿Cuándo fue la última vez que se dio el tiempo de revisar íntegramente un contrato predispuesto o una larga enumeración de términos y condiciones antes de estampar su firma en señal de aceptación o darle click al botón de “acepto”? Probablemente no lo haya hecho o, quizás, en alguna oportunidad muy puntual. Si es que usted es de los que acepta sin haber leído primero, forma parte de la gran mayoría de consumidores que, pese a lo que pueda desear la regulación bien intencionada, comprende acertadamente que el costo de revisar este contrato sencillamente no se encuentra justificado. La lectura de un contrato no asegura su comprensión e, incluso si lo entendiera cabalmente, poco o nada podría hacer para modificar una cláusula o término de las condiciones predispuestas por el proveedor.
Esta situación es usualmente entendida como una justificación para la presencia de reglas de protección al consumidor enérgicas. Después de todo, si el consumidor no lee lo que acepta, ¿cómo podríamos estar seguros de que los términos del contrato realmente son beneficiosos para ambas partes? Pese a dicha creencia generalizada, sostengo que es equívoca pues parte de la premisa de que el conocimiento pleno -o la posibilidad de conocer- del contrato afecta de alguna manera el “equilibrio” de lo que, de otro modo, sería una transacción más “justa”.
No puede negarse que la contratación es hasta ahora estudiada sobre la base del dogma de la lectura. Se supone que las disposiciones contractuales son conocidas por las partes de modo que puedan consentir y obligarse. De hecho, la libertad contractual implica precisamente que las partes puedan diseñar los términos en los cuales se obligan. En la contratación de consumo, sin embargo, la necesidad de atender masivamente a las demandas masivas de los consumidores exige un dinamismo que esa concebida noción de contrato no nos ofrece. Para que las ofertas masivas de los proveedores atiendan las necesidades y expectativas masivas de los consumidores, se requiere de una contratación en masa que, reduciendo costos de transacción, permita a la gran mayoría de consumidores obtener lo que desean.
Lo cierto es que la preocupación por la falta de lectura puede hacernos perder de vista que la imposibilidad de leer es simplemente un atributo del producto (en realidad, todo el contrato lo es). En la medida que un consumidor entienda que está aceptando un producto respecto del cual no conoce toda la información, su aceptación es plenamente válida y no debería merecer cuestionamiento alguno. Del mismo modo en que al pedir un plato de comida puede descubrir ingredientes que no imaginaba, es posible que al usar un producto descubra características que no conocía.
La excesiva preocupación por la lectura puede irónicamente ser no buena idea pues genera incentivos a los proveedores para diseñar extensos contratos con la finalidad de ofrecer una “oportunidad de lectura”. De nada sirve, sin embargo, una oportunidad que nadie de manera realista ejercería. Simplemente sirve para ofrecer una defensa a los proveedores pues, se presumiría, que la aceptación del consumidor implica lectura y comprensión previa.
El profesor de la Universidad de Chicago Omri Ben-Shahar lo expresa de este modo: “en la medida que una parte que acepta el trato elige no pre-buscar sus características de manera más extensa, el asentimiento de dicha parte es válido. Se está emitiendo una “aceptación amplia” a los caracteres conocidos y no conocidos del trato” (Omri Ben-Shahar, «The Myth of the ‘Opportunity to Read’ in Contract Law”, John M. Olin Program in Law and Economics Working Paper No. 415, 2008).
La idea generalizada de que los consumidores leerían sus contratos si estos fueran más breves o fueran más claros choca estrepitosamente con la realidad: a la gente le importa un pepino leer el contrato por más amigable que sea la lectura del mismo. El dinamismo de la contratación de consumo ha servido bien a los consumidores pues permite el acceso a una oferta más extensa y a precios más reducidos. El dogma de la lectura puede ser peligroso pues los remedios usualmente pensados para asegurar, al menos, la oportunidad de lectura, pueden explotar en la cara de los consumidores a los que se quiere proteger. Dar más información no asegura el derecho del consumidor a estar informado pues la excesiva cantidad puede conspirar contra la capacidad de comprensión. Dar menos información no asegura el derecho del consumidor a comprender fácil y cabalmente los alcances de un trato pues lo que no se dice en el texto del acuerdo pre-establecido o en los términos y condiciones, de ordinario, será suplido por lo que establezca la legislación. El diseño de reglas en un sistema de protección al consumidor requiere de sensibilidad hacia la demanda por protección pero también al interés económico del consumidor. Cualquier otro sistema debería ser mirado con recelo.