Por: Heber Joel Campos Bernal
Abogado egresado de la PUCP, y profesor e investigador de la Facultad de Derecho PUCP.
El estupendo libro de Mircea Eliade “El mito del eterno retorno” trata acerca de la relación del hombre con su pasado y como este se transfigura en el presente a través de múltiples imágenes que si bien se niegan a pertenecer a ese pasado terminan, inevitablemente, repitiéndolo. Algo similar ocurre con un problema más bien distinto (el conflicto de competencias entre el JNE y la ONPE) pero que tiene, al menos en esencia, un aspecto que los ata: la forma cómo ambas entidades conciben sus funciones en el Estado Constitucional.
La sentencia emitida hace poco por el TC (STC EXP. N°002-2011-PCC/TC), busca disipar esas dudas y decirle a ambos organismos, y de paso a todos los ciudadanos, quién tiene, de verdad, tal o cual competencia y quién no. Asumiendo que ambas entidades han manifestado su intención de hacer lo mismo el problema entonces no parece, en lo absoluto, nada sencillo.
Empecemos por lo básico: ¿Qué dice la sentencia?
La sentencia, en resumen, dice lo siguiente: el JNE tiene como función principal, pero no única, resolver en última instancia los conflictos jurídicos que se presenten en materia electoral en el Perú. De manera complementaria tiene a su cargo también una serie de funciones administrativas las cuales se dividen: en funciones administrativas directas y funciones administrativas indirectas (o de supervisión). Las primeras son aquellas que le han sido dadas expresamente por la Constitución (como encargarse del registro de organizaciones políticas, proclamar resultados, etc.) y las segundas son aquellas que le han sido dadas de manera tácita o general por la Constitución y otras normas legales (como fiscalizar y supervisar la legalidad del proceso electoral, el financiamiento de los partidos etc.). De acuerdo con la sentencia solo las primeras, es decir, las funciones administrativas directas pueden ser ejercidas de forma exclusiva por el JNE, mientras que las segundas pueden ser ejercidas de forma complementaria a las funciones que, expresamente, les han sido dadas a los demás organismos del sistema electoral, es decir, a la ONPE y el RENIEC.
El primer problema con un fallo como éste es que no permite distinguir con precisión qué hace cada quién y qué no, porque si bien el JNE ejerce funciones administrativas directas, pero también ejerce funciones administrativas indirectas, estas para ser tales deberían motivar algún tipo de decisum o de vinculatoriedad, de lo contrario serían, como decía Hume, “disparates en zancos”. En otras palabras, si una función administrativa indirecta del JNE es fiscalizar y supervisar la legalidad del proceso electoral esta función no se podría ejercer solicitando simplemente información a la ONPE o al RENIEC, como propone la sentencia, sino imponiendo a estos últimos su criterio, lo cual, por cierto, no es lo que planteo, sino lo que, de suyo, debería concluirse de un fallo que le otorga esa competencia al Jurado.
Para que no quede duda el TC reafirma lo que acabo decir:
“[d]el ejercicio de las competencias administrativas supervisoras del JNE –a diferencia de lo que ocurre cuando el JNE ejerce competencias jurisdiccionales-, no deriva la posibilidad de adoptar decisiones coactivas dirigidas hacia el resto de órganos del sistema electoral”. (Fundamento 35 de la Sentencia)
Pero ahí no queda todo, la sentencia plantea una cuestión aún más problemática que esta, la referida a cómo saber si estamos ante una competencia o no. Para que usted amable lector no se pierda en esta argumentación que ya empieza a ser un poco laberíntica como en un cuento de Kafka (¡sí, como en un cuento de Kafka!), le aclaro: las competencias, en principio, son otorgadas ya sea por la Constitución o ya sea por una ley orgánica. Así, pues, la discusión en el presente caso parecía muy simple: ¿el JNE tenía la competencia de administrar y coordinar todo lo referido a la franja electoral o la tenía la ONPE? El Jurado sostenía que la tenía el primero, por lo dispuesto tanto en la Constitución como en su Ley orgánica, mientras que la ONPE sostenía que la tenía ella tanto por lo dispuesto también en la Constitución como en la Ley de Partidos Políticos. El JNE decía que en estricto la Ley de Partidos Políticos no podía ser interpretada como una ley orgánica porque ésta ley orgánica ya existía, y decía que esa función les correspondía a ellos, mientras que la ONPE decía que esa ley orgánica, a la que se refería el Jurado, había sido derogada por la Ley de Partidos Políticos que les daba a ellos más bien esa competencia. ¿Quién tenía la razón?
Y aquí es donde nuevamente el TC interviene para decirnos que una ley orgánica no es aquella ley que lleva como título ley orgánica sino aquella ley que cumple con al menos dos características: i) asignar competencias a algún poder del Estado u órgano constitucional autónomo; y ii) que haya sido aprobada por una mayoría calificada de congresistas. Así, pues, el TC sostuvo que si bien la Ley Orgánica de Elecciones le atribuía la competencia de administrar la franja electoral al JNE, esta fue derogada por la Ley de Partidos Políticos que si bien, en estricto, no se denomina ley orgánica, cumple con las características antes mencionadas y le atribuye esa función a la ONPE.
Hasta aquí al parecer no hay ningún problema. Al contrario, cualquiera podría suscribir el argumento del TC y decir, un poco entre líneas: “¡pero si es un asunto de sentido común, como no se dieron cuenta antes!” El problema surge, sin embargo, cuando evaluamos críticamente este argumento y empezamos a hacer algunas preguntas incomodas.
Si una ley, digamos una ley de tránsito, señala en uno de sus más de 300 artículos que la función de identificar a los conductores aptos es responsabilidad del RENIEC, y, además, se trata de una ley que ha sido aprobada por una mayoría calificada de congresistas, ¿inmediatamente debemos decir que esa competencia es del RENIEC? ¿Inclusive si todos los demás artículos de esa ley versan sobre cualquier otra cosa menos sobre las funciones del RENIEC? Pongamos otro ejemplo: si el Congreso aprueba este fin de semana una ley que prohíbe las corridas de toros por considerarlas un espectáculo lesivo a los derechos de los animales (¡!) y el responsable de investigar, sancionar y encarcelar a quienes promuevan esas prácticas es el Congreso, ¿debemos decir que esa competencia es del Congreso? ¿Inclusive si los congresistas no tenían la menor intención de atribuirse esa función, sino, simplemente, dejar sentado su repudio a las corridas de toros y al papel (político) que tienen para denunciarlas?
El problema que se deriva de ambas interrogantes no es baladí, pues, según se vea, pueden surgir una serie de inconvenientes que no parece razonable aceptar como parte de una argumentación sólida sobre cómo se asignan las competencias en el Estado Constitucional. Para empezar, existen miles de leyes aisladas que tratan sobre temas distintos que, de una u otra forma, pueden tocar, aunque sea lateralmente, a algún poder del estado o a algún órgano constitucional autónomo. Si siguiéramos el argumento del TC hasta sus últimas consecuencias también podrían ser consideradas como competencias de aquellos, y luego, no es lo mismo debatir la aprobación de una ley sobre un tema cualquiera que debatir una ley orgánica. En el primer caso los argumentos del Congreso están destinados a justificar la relevancia de la ley pero en términos que destaquen sus aspectos centrales (como en el caso de la ley que prohíbe las corridas de toros: ¿por qué se deberían de prohibir las corridas de toros?), mientras que en el segundo caso los argumentos del Congreso están destinados a justificar la relevancia de la ley pero en términos que destaquen porque tal o cuál poder del estado u órgano constitucional autónomo tiene esa función y no otra. No se olvide que la deliberación sobre las razones de por qué se aprueba una ley es también parte del proceso de formación de la ley. Si se omite esa deliberación o si acaso esta no obedece al tema sobre el cual versa la ley podemos decir, como lo dijo en su oportunidad la Corte Constitucional de Colombia, por ejemplo, con un grupo importante de leyes aprobadas a mano alzada por el congreso de ese país, que esa ley es inconstitucional.
Mi propósito en este artículo no ha sido, insisto, sostener que la argumentación del TC es inválida ni mucho menos. Su finalidad última es: resolver el conflicto de competencias entre el JNE y la ONPE a la larga no se ha cumplido. Como en el libro de Mircea Eliade, las dudas que teníamos y que creíamos haber superado han vuelto con igual o mayor intensidad que antes al punto que podríamos decir que nos encontramos ante un escenario de (in)competencias pero sin saber, lamentablemente, todavía de quién (o de quiénes).