Injusticia pasiva y violencia contra personas LGBTI

"Los ciudadanos pasivos que dan la espalda a las víctimas reales o potenciales también contribuyen con su propio grano de arena a la montaña total de iniquidad".

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Por Nicolás Alarcón Loayza, Co-fundador y Director Ejecutivo de Adastra, licenciado en Derecho por la Universidad Católica San Pablo

Hace unos meses, algunos medios de comunicación (unos muy pocos) reportaron un caso de discriminación y violencia contra una pareja de jóvenes (ambos hombres) por desplegar públicamente conductas de afecto (un beso) en un parque. La conducta de ambos motivó la intervención de cuatro agentes del serenazgo de una municipalidad distrital de Lima. El video que registró los hechos muestra a uno de los agentes del serenazgo interpelar a uno de los jóvenes con frases como: “Dios perdona el pecado, pero no el escándalo”[1].

Cuando los jóvenes fueron intervenidos, algunas personas transitaban por el lugar. Como es usual, algunas de éstas se detuvieron expectantes a saber qué sucedía, pero ninguna intervino.

La experiencia de los jóvenes no concluyó con la arbitraria intervención de los agentes del serenazgo. Posteriormente, ambos acudieron a la comisaría más cercana para denunciar los hechos (potencialmente los hechos podrían calificar como un delito. En todo caso, la calificación de ello le correspondía al Ministerio Público). La policía tras escuchar el relato de lo sucedido se rehúso a registrar la denuncia. Sin más, los jóvenes volvieron a sus casas, uno de ellos decidió publicar en sus redes sociales el video que registraba la intervención de los agentes del serenazgo. El video recibió numerosas reacciones, algunas pocas personas ofrecieron orientarlo si decidía denunciar los hechos y unos cuantos medios de comunicación difundieron la noticia.

La experiencia de ambos jóvenes no es aislada. Con distintos rostros, los actos de discriminación y violencia contra personas LGBTI siguen ocurriendo y muy pocas veces, o casi nunca, merecen una respuesta satisfactoria del Estado ni de la sociedad. Por ejemplo, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos sometió recientemente a la Corte Interamericana de Derechos Humanos, el caso Olivera Fuentes contra Perú. Los hechos del caso son similares a éste, dos hombres fueron intervenidos arbitrariamente en un centro comercial por desplegar conductas de afecto. A pesar de litigar el caso durante varios años, el Estado no ofreció una respuesta satisfactoria a los hechos de discriminación[2].

Hechos como estos no nos son ajenos. La experiencia de ambos jóvenes nos muestra la familiar vivencia de la injusticia. Pensemos en nuestra cotidianeidad, difícilmente pasamos un día sin experimentarnos víctimas de alguna injusticia, presenciar alguna en las calles o en los medios de comunicación o, incluso, cometerla. Es la experiencia de la injusticia la que me interesa explorar en estas líneas.

Usualmente nos aproximamos a la injusticia desde un enfoque tradicional. Así, usualmente pensaríamos ¿qué derechos fueron vulnerados en este caso? y ¿qué mecanismos ofrece el ordenamiento jurídico frente a una vulneración a dichos derechos? En ese marco, la conducta de los agentes del serenazgo y de la policía sería “justa” o “injusta” en la medida que el ordenamiento jurídico pudiese ofrecer una respuesta a éstas. La respuesta la encontraríamos en normas o principios que recogen ex ante bienes valiosos y regulan conductas específicas. Siempre que la conducta del serenazgo y de la policía se ajuste en forma y fondo a los mecanismos jurídicos, entonces podríamos hablar – al menos formalmente – de “justicia” o “injusticia”. De otro modo, estaríamos hablando simplemente de un infortunio.

En este enfoque tradicional de la “justicia” (donde la injusticia viene definida simplemente como la ausencia de justicia), la experiencia de ambos jóvenes puede convertirse fácilmente en un infortunio. Los jóvenes no pudieron iniciar ninguna acción destinada a establecer la responsabilidad de los agentes del serenazgo por su conducta y frente a ello los hechos quedaron impunes. Podríamos pensar que, en cualquier caso, el Estado (en cabeza de los agentes del serenazgo y de la policía) les falló, no sólo vulneró directamente sus derechos, sino que tampoco pudo ofrecerles mecanismos accesibles para reparar la violación.

Pero esta aproximación (puramente jurídica) hacia la vivencia de injusticia de ambos jóvenes quizás no permite entender (ni prevenir) por qué hechos similares siguen ocurriendo con un resultado similar. Personas agredidas o discriminadas por su expresión de género o su orientación sexual, para quienes denunciar actos de ese tipo puede representar una carga desproporcional (frente a la respuesta que pueda darles el Estado, bien representada en la negativa de los agentes de policía a registrar la denuncia) que prefieren evitar. ¿Por qué las víctimas son siempre las mismas? y ¿por qué la injusticia que experimentan se transforma usualmente en un infortunio?

La profesora Judith Skhlar (1938-1992), aborda en “Los Rostros de la Injusticia” una aproximación a lo que denomina, injusticia pasiva. Para explicar esta idea, Shklar invita a pensar en la injusticia no sólo como la “ausencia de justicia”, como algo que intuitivamente podemos identificar una vez hemos definido aquello que es justo (i.e. enfoque tradicional), sino también como el fallo cívico a detener actos de injusticia[3]. Es decir, somos injustos pasivos si es que cerramos (consciente o inconscientemente) los ojos a la injusticia, no evitamos la discriminación o la violencia aún cuando podemos hacerlo. En palabras de Skhlar: “El hombre pasivamente injusto no lo es por no ir más allá del deber sino por no ver que la ciudadanía exige algo más que los requerimientos de la justicia normal”[4].

Como describe Skhlar la injusticia “[f]lorece no sólo debido a que las normas de la justicia son conculcadas a diario de manera activa por la gente. Los ciudadanos pasivos que dan la espalda a las víctimas reales o potenciales también contribuyen con su propio grano de arena a la montaña total de iniquidad.”[5]. Esta idea ya aparece en el pensamiento republicano de Cicerón cuando sostiene, por ejemplo, que: “En cuanto a la injusticia, ésta es de dos géneros: uno, de los que hacen la injuria, y otro, de los que, pudiendo, no la estorban del que la recibe. Porque el que acomete a otro injustamente incitado de su ira y enojo, éste parece que se arma contra la vida de su prójimo; pero el que no le defiende o le estorba la injuria pudiendo, es tan delincuente como si desamparara a sus padres, a sus amigos o a la patria.”[6]

La noción de injusticia pasiva es cívica y, por ende, no pretende desplazar ni presentarse como una alternativa al enfoque tradicional. Sin embargo, a diferencia de este último, la noción de injusticia pasiva nos permite ampliar el reflector sobre la experiencia de injusticia. En el caso de los dos jóvenes, nos permite decir algo sobre la conducta de las personas que transitaban por el lugar y que fueron únicamente espectadoras de lo sucedido, de los usuarios de redes sociales que sólo leyeron la denuncia y pasaron de largo e incluso de los medios de comunicación que no vieron en la denuncia algo que debían reportar. Es posible encontrar en esos múltiples rostros, nuestros rostros, la posibilidad de una injusticia pasiva. De modo que, en la experiencia de injusticia, no aparece sólo la víctima y el victimario (activo) sino también los espectadores (victimarios pasivos) que con su inacción y su silencio colaboran a perfeccionar la injusticia a la que es sometida la víctima.

Por un lado, creo que esta mirada nos permite incorporar en la reflexión sobre la injusticia las estructuras sociales que hacen posible la discriminación y violencia contra personas de la diversidad sexual. En una mirada tradicional, ambos jóvenes se transforman en víctimas cuando asumen el rol de tales para el Estado y siempre que el Estado pueda legitimar su condición con una respuesta satisfactoria. Pero ¿qué sucede con las víctimas que no asumen o no les es otorgada la condición formal de tales?

La determinación de quiénes son las víctimas no parece dada solo a la convivencia política y al acuerdo ético, sino también a las condiciones estructurales que permiten o impiden a una víctima a reconocerse como tal. Un hombre gay o una mujer trans (por ejemplificar lo que aquí señalo), que se rehúsa a denunciar actos de discriminación, comúnmente lo hace prevenida por el miedo a la respuesta social de asumir públicamente su identidad y a la respuesta que el Estado pueda darle[7]. De una parte, la respuesta social (que puede ser tanto el rechazo, el estigma como la indiferencia) legitima el mensaje simbólico detrás del acto de discriminación o violencia y desde la perspectiva de la injusticia pasiva, nos convierte en portadores pasivos de ese mensaje[8]. De otra parte, la respuesta del Estado puede ser la reproducción activa de un mensaje de exclusión o subordinación a través del ejercicio directo de la violencia. Pensemos en la violencia que sufrió Azul Rojas Marín a manos de agentes del Estado. La decisión de la Corte Interamericana da cuenta de que, durante su detención arbitraria, Azul Rojas sufrió agresiones que incluyeron insultos estereotipados y violencia sexual[9]. Bajo la mirada de la injusticia pasiva, el acto de discriminación y violencia deja de percibirse como un hecho aislado que involucra a dos personas y aparece, más bien, como parte del entendimiento colectivo sobre qué vidas pueden vivirse y cómo deben vivirse.

En ese sentido, la imposibilidad de ambos jóvenes de encontrar un remedio a los actos de los que fueron víctimas no es una imposibilidad fortuita sino puede ser una decisión colectiva sobre el valor de ciertas vidas y sobre la manera cómo dichas vidas pueden ser habitadas. Pensemos en la muestra de afecto de ambos jóvenes, una genuina expresión de la naturaleza humana pero también una exteriorización de una elección sobre cómo vivir y a quién amar, de allí que la intervención arbitraria de los agentes del serenazgo, la negativa de los agentes de la policía de recibir la denuncia, el silencio cómplice de quienes transitaban por la calle y nuestra conformidad con que estos actos no sean investigados y sigan sucediendo manifiestan un mensaje claro sobre cómo vivir en sociedad. Shklar sostiene: “Una de las razones por las que no hay remedio para la injusticia es que incluso ciudadanos razonablemente correctos prefieren que no lo haya. Esto no se debe a un desacuerdo en torno a lo que es injusto, sino a su falta de voluntad para alterar la paz y la quietud que la injusticia a menudo ofrece.”[10]

Por otro lado, creo que la mirada de la injusticia pasiva también nos permite pensar en nuevas maneras de dar una respuesta satisfactoria frente a los actos de discriminación y violencia. Así, activados los mecanismos del Estado, las autoridades estatales podrían asumir reparaciones que vayan más allá de la indemnización monetaria o de la sanción administrativa y pensar en medidas dirigidas también a los otros victimarios o, si se quiere, destinadas a remover las estructuras que facilitan la existencia de actos de discriminación y violencia contra personas LGBTI.

En buena cuenta, esta aproximación, si se quiere más amplia, sobre la experiencia de injusticia puede permitirnos también fortalecer la democracia. Como sostiene la profesora Skhlar: “Si la democracia significa algo moralmente, tal significado será que importan las vidas de todos los ciudadanos y que el sentido que tienen de sus derechos debe prevalecer. Todo el mundo merece ser escuchado y la manera en la que los ciudadanos perciben sus desdichas no puede ignorarse.”[11]


[1]        Ver: https://www.youtube.com/watch?v=c8757qU6V6U

[2]        Cfr. Comisión Interamericana de Derechos Humanos, Informe No. 304/20, Caso 13.505, Informe de Fondo Crissthian Manuel Olivera Fuentes, Perú, 29 de octubre de 2020.

[3]        J. Skhlar, Los rostros de la injusticia, Herder Editorial, 2013, p. 33.

[4]        Ibid., p. 84.

[5]        Ibid., 81-82

[6]        M.T. Cicerón, Los Oficios, Espasa Calp, Madrid, 1968, Libro I.

[7]        No niego que la negativa a denunciar pueda tener otras dimensiones. Como sostiene la profesora Skhlar la negativa a reconocerse como víctima puede venir de una necesidad humana de poner el auto respeto por encima: “A la mayoría de gente no le gusta verse como víctima porque, después de todo, no hay nada más degradante. La mayoría de nosotros preferimos reordenar la realidad más que admitir que somos indefensos objetos de una injusticia.” J. Skhlar, Op. Cit., pp. 79-80.

[8]        Sobre el carácter simbólico de la violencia contra personas LGTBIQ, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha sostenido que ésta “[r]equiere de un contexto y una complicidad social, se dirige hacia grupos sociales específicos, tales como las personas LGBT y tiene un impacto simbólico.115 Incluso cuando este tipo de violencia es dirigido contra una persona o grupo de personas, se envía un fuerte mensaje social contra toda la comunidad LGBT…” Comisión Interamericana de Derechos Humanos, Informe sobre Violencia contra personas LGBTI, OEA/Ser.L/V/II. Rev.2.Doc. 36, 12 noviembre 2015, pp. 47-48.

[9]        Cfr. Corte Interamericana de Derechos Humanos, Caso Azul Rojas Marín y otra vs. Perú, Sentencia de 12 de marzo de 2020 (Excepciones preliminares, Fondo, Reparaciones y Costas), párr. 162-164.

[10]       J. Skhlar, Op. Cit., p. 90.

[11]       Ibid., p. 75.