Según una encuesta publicada por IPSOS Apoyo esta semana, el 82% de los peruanos considera que su país es  corrupto o muy corrupto.  El bodeguero que decide no emitir facturas y el policía que pide propina “para su gaseosa”  son personajes icónicos de la vida cotidiana.  Congresistas, magistrados y funcionarios deshonestos protagonizan escándalos públicos todos los años y bajo todos los gobiernos.  Casi nadie niega que éste es un fenómeno muy extendido y un problema que debe resolverse con urgencia.  Sin embargo, la lucha contra la corrupción parece ser tan ineficaz como la lucha contra las drogas.  Cada año se gastan millones de soles y se implementan campañas complejas pero parece que el problema simplemente no se resuelve.  Para explicar esta situación me gustaría aventurar una tesis: la corrupción no es un problema que tenga que ver con las personas; es decir no es un tema cultural ni un dilema moral sino un asunto estructural e institucional.

A lo largo de la historia de nuestro país la corrupción ha intentado explicarse en términos sociológicos, culturales e incluso genéticos.  En el siglo XIX Manuel González Prada ya decía que este problema era una consecuencia de nuestro “espíritu servil” y del hecho que los peruanos teníamos “la sangre de los súbditos de Felipe II” mezclada con la de “los pongos, igualmente serviles, de Huayna Cápac”.  De esta tesis se desprende que el peruano por su naturaleza o por sus costumbres sería propenso a la deshonestidad y a la corrupción.  Por lo tanto, el remedio a este problema supondría un cambio en los hábitos de las personas e, incluso, una revolución en su cultura.  Muchas de las soluciones que se formulan el día de hoy para combatir a la corrupción operan según esa lógica.  Se realizan campañas de educación y de concientización con la esperanza de que los peruanos cambiemos nuestra estructura de valores.  Se disponen sanciones más severas contra los corruptos (incluso se ha llegado a hablar de la imprescriptibilidad de los delitos de corrupción) o se constituyen nuevos organismos fiscalizadores con el anhelo de que cada uno modifique su estructura interna de incentivos.  Todas estas medidas buscan combatir la corrupción enfocándose en la persona; persuadiendo o intimidando al corrupto para que se convierta en un ciudadano honesto.

Sin embargo existe otra manera de entender el problema de la corrupción.  Si se acepta la premisa de que el ser humano buscará maximizar sus beneficios y minimizar sus costos es lógico que algunos sistemas institucionales y legales sean favorables a la corrupción mientras que otros le sean desfavorables.  Si en una sociedad las normas son claras y de fácil cumplimiento todo ciudadano sabrá qué es lo que se espera de él y podrá comportarse adecuadamente sin mayor esfuerzo de su parte.  Asimismo, eso le permitirá ahorrar dinero y guardar energías para realizar otras actividades.  En cambio en una sociedad con normas confusas o de difícil cumplimiento las cosas no serán tan sencillas.  Los ciudadanos no sabrán muy bien qué es lo que se espera de ellos.  Además, actuar de acuerdo a derecho será costoso e implicará que cada uno sacrifique su tiempo y sus recursos.  En estas sociedades, el corrupto tiene una ventaja sobre el ciudadano honesto porque, al desconocer las normas, puede disponer de lo que es suyo con mayor libertad.

Aparentemente, el ordenamiento jurídico e institucional peruano estimula la corrupción porque es complejo y muy difícil de entender.  Los abogados y los jueces escriben con tecnicismos de difícil comprensión, las leyes y los reglamentos se redactan en prosa ininteligible, a menudo las normas se contradicen entre sí.  Realizar trámites incluso si es que  son sencillos, suele ser un suplicio.  Tomando en consideración todo esto no sorprende que, en el Perú, la corrupción sea la regla y la honestidad la excepción.

Por lo tanto, para combatir la corrupción, es indispensable que ser corrupto deje de ser una decisión racional y económicamente eficiente en el Perú.  Para lograr eso, se requiere reformar las instituciones públicas y transformar su marco legal no persuadir o intimidar a las personas.