Por Rommel Infante Asto, Bachiller en Derecho de la UNMSM, adjunto de docencia en la misma universidad en el ámbito de Análisis Económico del Derecho y colaborador de Regulación Racional

Hace un poco más de dos semanas, un jurado en San Francisco consideró que la compañía Monsanto debía pagarle 289 millones de dólares americanos al señor Dewayne Johnson como indemnización por los daños que se le generaron  (39 millones como compensación y 250 millones como medida punitiva).  El sr. Johnson padece de cáncer terminal y ha sostenido que la causa sería el glifosato, componente principal del herbicida que compraba a Monsanto.

Sabemos que el 2015, la Agencia Internacional de Investigación contra el Cáncer de la OMS calificó al glifosato como un agente probablemente cancerígeno y los documentos internos de Monsanto develados en el juicio mostraban que la compañía no tenía la certeza de que su producto no fuera cancerígeno. Con esta evidencia, no debería haber dudas sobre lo adecuado de esta decisión, no obstante, cuando se mira a detalle, las cosas no son tan evidentes.

Así, por ejemplo, los resultados de esta agencia de la OMS (2015) sobre el glifosato han sido duramente criticados al someterse a una evaluación de otros científicos (peer review) por las técnicas que utilizaron para recoger y seleccionar su información. Tampoco se ha considerado las evaluaciones de la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria (EFSA) y de la Agencia Europea de Sustancias y Preparados Químicos (2017) así como evaluaciones de investigadores independientes, las cuales han arrojado resultados opuestos al no encontrarse una relación causal entre el glifosato y la generación del cáncer. Parecería que el jurado tomo una decisión sin considerar adecuadamente toda la evidencia pertinente y, en consecuencia, esta decisión antes incuestionable resultaría ahora, por lo menos, controvertida.

Menciono este caso para mostrar el peso de cómo se narra la historia y poner en contexto el valor de las evidencias. Monsanto no tiene, por decirlo suavemente, la mejor reputación frente a los consumidores y muchos, partiendo de la información general, la catalogarían como responsable. Asimismo, en este caso, la evidencia es por lo menos contradictoria siendo muy difícil establecer el nexo causal que permita la asignación de responsabilidad.

Entonces estimado lector, a veces las decisiones se toman incluso ante la ausencia de evidencia, generándose obvios efectos económicos. No considerar rigurosamente la evidencia se torna más preocupante cuando se trata de leyes o reglamentos con efectos generales en la sociedad, es por eso que la regulación necesita basarse en evidencia sólida y congruente.

En ese sentido, surge la pregunta de si en el Perú se ha venido regulando adecuadamente los productos transgénicos también conocidos como organismos vivos modificados (OVM) (La respuesta corta, es que no ha sido así.)

Los transgénicos han sido objeto de escrutinio público por sus efectos en la salud humana y el medio ambiente. A continuación, me centraré en la ley N° 29811, emitida por el congreso a fines del 2011, que estableció una moratoria para el ingreso y producción de los transgénicos que sean liberados en el Perú por un plazo de 10 años. Esta norma busca gestionar los riesgos de los transgénicos así como fomentar la capacidad nacional para evaluarlos, no obstante, se debe señalar que desde la gestación de esta norma se incumplieron  los  principios básicos de un buen proceso regulatorio.

La regulación debe de surgir solo cuando exista un problema público que pueda solucionarse mediante este mecanismo, procediéndose a evaluar todas las alternativas posibles para lograr ese objetivo (incluyendo la opción de dejar las cosas como están) a fin de escoger la mejor opción (cuya selección puede realizarse mediante “n” metodologías; ACB, AIR, ACE, etc.). Este proceso necesita de información confiable, es decir, de evidencia que acredite: i) La existencia de un problema y ii)  Que la solución elegida logrará los objetivos propuestos.

Este no ha sido el caso de la regulación de los transgénicos porque al momento de darse la ley, no había evidencia científica que permitiera acreditar la existencia de riesgos a la salud humana o al medio ambiente (incluso en la actualidad siguen sin existir fehacientemente dicha información), tal como señalan la Academia Nacional de Ciencia, Ingeniería y Medicina de Estados Unidos y varios estudios realizados por la Unión Europea (también se pronuncian en ese sentido, más de 100 premios nobel, y la FAO). En resumen, se partió de un supuesto en el que no se sabía si existía o no un problema y a pesar de eso se decidió regular.

Se ha señalado que la regulación impuesta por esta ley solo cumple con el principio precautorio en materia ambiental y con lo dispuesto en el Protocolo de Cartagena sobre Seguridad de la Biotecnología del CDB (Convenio sobre la Diversidad Biológica). Lo cierto es que el principio precautorio habilita al estado, para que a su discreción, tome medidas de protección frente a un riesgo potencial, por lo cual, dicha ley tiene justificación jurídica. Sin embargo, esto no impide ni limita el poder criticar los criterios y la racionalidad aplicada al momento de establecer una moratoria. Asimismo, dicho protocolo establece que los estados gestionen adecuadamente los riesgos biotecnológicos, pero su suscripción no implica que la  moratoria sea la única forma o la más eficiente para realizar un adecuado control de riesgos biológicos (ej. La gran mayoría de países, incluyendo a Brasil que es un país megadiverso, no tomaron el camino de la moratoria). Existiendo también opciones menos gravosas como limitaciones geográficas regionales y no una prohibición de 10 años en todo el territorio del Perú.

Tampoco se evaluaron los costos de la moratoria, los cuales no se refieren solo a los costos contables o administrativos de su aplicación sino a los costos ocultos de esta regulación. En este caso se habrían perdido beneficios como i) una mejora en la alimentación de las personas con menores recursos, ii) el incremento de la productividad agropecuaria, iii) una reducción del precio de los alimentos y iv) posibles incentivos para la investigación y desarrollo de la industria biotecnológica en el Perú (Fuga de talentos por no tener donde plasmar comercialmente sus investigaciones para el desarrollo local y la pérdida de competitividad frente a nuestro países vecinos). Es decir, no se realizó un análisis para demostrar que las externalidades a solucionar fueran mayores a los beneficios de esta tecnología.

Entonces ¿Por qué se reguló de esta manera?

Una aproximación desde la teoría del public choice explica que la regulación, entendida como un producto, tiende a satisfacer la demanda de agentes (consumidores, ongs, empresas, etc.) que buscan influir en su producción. Los reguladores, en este caso el Congreso, tienen incentivos para regular desde una óptica de réditos políticos y no desde una visión de la evidencia existente. Así, cuando se discutió esta norma existía un exacerbado recelo de gran parte de la población cuyas demandas fuero plasmadas en una moratoria.

Por otro lado, la psicología puede ayudarnos a entender esta reticencia, cuya causa, preliminarmente, sería el sobredimensionamiento de los riesgos  producto de: i) Anclar su carácter “no natural” mediante la propagación de información inexacta y/o errónea a fin de generar temor y asco frente a esta tecnología y ii) ser altamente mediáticos lo que producía un sesgo de disponibilidad (creemos que es más probable un hecho cuando podemos recordarlo con mayor facilidad, por ejemplo, sobreestimamos los riesgos de morir por un accidente aéreo, un ataque terrorista, etc.)

La regulación de los transgénicos es un caso paradigmático en el que prima la demanda de regulación incentivada por su mediatización, en que las evidencias son las que pesan menos a la hora de decidir cómo regular. Finalmente, este caso es valioso para entender que en el campo regulatorio es muy fácil caer en el cuento de quien nos propone una nueva regulación.  Por eso debemos solicitar pruebas de sus afirmaciones  a fin de promover una cultura que valore más las evidencias. Recordemos que en este campo no existen verdades auto-evidentes, no vaya resultar que al buscar incrementar el bienestar social, se termine reduciéndolo.

 

Fuente de la imagen: Feirt.com

 

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