Por Gonzalo Puertas Villavicencio, abogado por la Universidad de Lima y asociado senior de CMS Grau.
Siempre ha habido descontento sobre el sistema jurídico y la práctica del Derecho.[1] El disgusto se debe en gran parte al estilo amplio y rebuscado con el que comunicamos abogados y abogadas. Esto ha llevado a pensar que el Derecho es un idioma complicado. Yo estoy de acuerdo, pero creo que −en lo posible− podemos hacerlo más fácil de entender. ¿Por qué sucede esto y cómo mejorarlo?
La inevitable complejidad del Derecho
Durante su interminable proceso de adecuación a la realidad,[2] el Derecho “ha desarrollado una tupida red de conceptos, reglas y soluciones adaptados al modo peculiar suyo de contemplar las relaciones sociales”.[3] En efecto, cada ciencia hace lo propio respecto de la materia que estudia. Luego de cientos de años de evolución jurídica, el Derecho ha devenido inevitablemente en un lenguaje difícil de entender.
Y es que la realidad puede tener tantas variables −presentes y futuras− que el Derecho no puede cubrir todos esos posibles escenarios. En la compleja tarea de regular la infinita y cambiante realidad, el Derecho debe recurrir a veces a complejos mecanismos legales para simplificar su labor. Por ejemplo, los principios y presunciones legales, las ficciones jurídicas, así como los distintos métodos de interpretación jurídica.
Asimismo, en una realidad tan abrumante, el Derecho necesita hacer necesarias distinciones conceptuales. De ahí que use tecnicismos como acción-pretensión, resolución-rescisión, herencia-legado, prescripción-caducidad, acto-negocio, laudo-fallo. Referirse a estas ideas sin la precisión del lenguaje jurídico es como ver una película en un idioma distinto al original: siempre habrá una pérdida de calidad del contenido.
La dificultad inevitablemente aumenta en asuntos todavía más delicados y complejos como la protección y regulación jurídica de la vida, la salud, la libertad, la familia, la propiedad, los contratos, entre otros. Por si fuera poco, los fueros donde se ventilan dichos asuntos −civil, penal, constitucional, arbitral, etc.− tienen sus propias “reglas de juego”, las cuales han pasado por una evolución similar a la de los temas que en ellos se discuten.
Tal vez, uno de los aspectos que más confusión ocasiona en la ciudadanía es el uso de expresiones latinas en el Derecho. Sin embargo, el Derecho romano estuvo vigente durante catorce siglos en buena parte del territorio europeo y, por tanto, “ha configurado la manera de pensar del jurista actual.”.[4] Los latinismos se han conservado a través del tiempo “por un principio de economía lingüística… para poder llevar a cabo razonamientos más complejos.”.[5] De hecho,
“…utilizamos cotidianamente expresiones… en latín como a priori, a posteriori o de motu proprio sin… traducirlas. Igual que en español se habla de software o nos referimos a una app sin que tiemble ningún cimiento del idioma. También un día optamos por decir fútbol [football], y no balompié.”.[6]
Este fenómeno ocurre también en otras ciencias (y con otras lenguas). Por ejemplo, lo que hoy conocemos como π (pi) −περιμέτρος (perímetros)− fue estudiado durante siglos y es ahora un símbolo recurrente en operaciones matemáticas. Pi significa que la circunferencia de cualquier círculo siempre será poco más de tres veces la longitud de su diámetro (3.141592…). Por tanto, el antiguo problema de la cuadratura del círculo es imposible de resolver. Hay varios ejemplos más en Biología, Medicina, Musicología, etc.
En este sentido, sería insensato, por ejemplo, reemplazar habeas corpus por “exhiban el cuerpo”,[7] como lo sería exigir a los médicos diagnosticar “lobo” en vez de lupus.[8] Eliminar o limitar dicha nomenclatura no solo significaría un lamentable retroceso de las ciencias jurídicas sino también arrebatarle al Derecho el propósito que se le ha encargado. El reto de los abogados y abogadas está en lograr el adecuado balance de técnica y claridad según el destinatario y el contexto.
Sobre el rol de la abogacía, hay un latinismo jurídico que se traduce como “la ignorancia de la ley no excusa su incumplimiento”.[9] Este principio procura evitar que las infracciones legales queden impunes por el −a veces conveniente− desconocimiento de quienes las cometieron. Sin embargo, pone a la población bajo la abrumante pero necesaria presunción de que conoce y entiende toda la abundante legislación vigente.[10] De ahí la necesidad de la comprensible asistencia de abogados y abogadas.
La evitable complejidad de la abogacía
Ante una realidad de múltiples variables, abogados y abogadas son entrenados para ponerse en todos los posibles supuestos de aplicación de la Ley. Generalmente, el Derecho se enseña para ganar, no para ayudar. Por ejemplo, las escuelas de leyes frecuentemente promueven la argumentación y contra argumentación como método (litigioso) de aprendizaje. Cualquiera que sea tu rol, debes saber sustentar, anticipar y refutar la demanda, contestación, réplica y dúplica.
Asimismo, las escuelas de Derecho usan con frecuencia la metáfora clínica de las patologías y remedios jurídicos para enseñar a identificar problemas y soluciones legales. Todo esto está muy bien, pero no siempre hay que solucionar algo y no todo es confrontación. La abogacía tiene (debe) mucho que aportar en la prevención de conflictos, así como en el fortalecimiento y modernización del sistema legal. Para lograr esto en nuestra sociedad, es clave el uso −en lo posible− de una comunicación inclusiva.
Más aún, la realidad alguna vez consideraba que la autoridad del Derecho procedía de los príncipes, pero la vía y recta razón para mostrarlo era de los expertos que lo conocían.[11] Lamentablemente, muchos abogados y abogadas todavía se atribuyen con disfuerzo el papel que tenían sus antecesores en una “época pretérita más florida”.[12] De ahí que se le perciba al lenguaje jurídico como “el [excesivo] perfume con el que se rocían decisiones, dictámenes o ensayos en señal de elegancia y distinción.”.[13]
Quizá por esa razón, los estudiantes de Derecho se ven envueltos en un lenguaje solemne que inspira (o infunde) pompa y grandeza. Además de aquellos tecnicismos necesarios, de pronto los universitarios son rodeados por expresiones que no lo son. Frases como “a propósito de”, “en virtud al cual” y “a mayor abundamiento” pueden ser fácilmente reemplazadas por otras más sencillas. Este estilo se viene trasmitiendo de generación en generación.
En el afán de inspirar inteligencia y admiración, abogados y abogadas sacrificamos lo más importante: el entendimiento de nuestro mensaje. Qué decepcionante es recibir una opinión legal que debe ser traducida por otro legista. Por lo general, el destinatario no tiene conocimiento especializado para comprender la jerga jurídica sino solo conocimiento común. En cambio, el legista tiene ambos y quien puede lo más, puede lo menos.
Abogados y abogadas debemos ser capaces de lograr un adecuado balance de técnica y claridad según el destinatario y el contexto. No siempre se requiere el rigor de la nomenclatura procesal o académica. Lo contrario significaría un ejercicio de vanidad o, lo que es peor, que no sabemos comunicar adecuadamente a pesar de nuestra omnicomprensiva capacitación.
Consecuencias en nuestra sociedad
Esto ha provocado no solo una monopolización del entendimiento del Derecho, sino también una distorsión de su significado y propósito. El uso de algunos tecnicismos ni si quiera es preciso[14] y se supone que “[l]a abogacía cumple una función social… busca conseguir… paz, libertad, progreso y bienestar general, lo que implica cumplir deberes con la comunidad, con los colegas y consigo mismo.”.[15]
Como es natural, todo esto ha tenido como respuesta un descontento generalizado de la ciudadanía. Siglos atrás, pensadores como Erasmo de Rotterdam, Montesquieu y Jeremy Bentham ya proclamaban la necesidad de la población de contar con leyes redactadas con un lenguaje sencillo.[16] En la década de los 70, un grupo de consumidores inició una lucha para entender lo que decía su gobierno, los bancos y las instituciones en general.[17] Recientemente, se ha criticado que
“[h]ay… un ceremonial, un rito, una escenografía… y un lenguaje de reliquia… que es absolutamente arcaico… A no ser que sea verdad esta joya de expresión «Firma el juez con las partes» que, en su sentido común y vulgar, explica ciertamente por qué no se entiende lo que dicen.”.[18]
Peor aún, el problema de la falta de entendimiento provoca otros todavía más graves: la gente no confía en el sistema legal ni en quienes lo integran. Esto desincentiva el respeto de la legalidad y beneficia a quienes no quieren respetarla de cualquier forma. ¿Quién puede cumplir y hacer cumplir lo que no se entiende? Si no se entiende, no se confía; si no se confía, no se respeta; si no se respeta, hay caos. ¿Te imaginas un semáforo de instrucciones incomprensibles en una intersección congestionada?
Posibles soluciones
Mucho se ha dicho y hecho hace tiempo sobre cómo solucionar la oscura comunicación jurídica. Se han publicado diccionarios y manuales,[19] realizado seminarios y congresos,[20] y hasta se proclama un derecho a entender (las resoluciones judiciales) como parte de la garantía del debido proceso.[21] A todas estas iniciativas no les falta razón: sin comprensión, no hay justicia. Pero ¿por qué son insuficientes?
Primero, hay un problema de enfoque. La mayoría de iniciativas está orientada al contexto judicial que se supone es de último recurso. El suficiente entendimiento del Derecho debe procurarse −en lo posible− en la vida diaria de las personas: cuando leen las noticias y las normas legales, cuando escuchan a sus representantes y medios de comunicación, cuando interactúan con la administración pública, etc.
Segundo, hay un problema de contenido. Una verdadera solución debe ser estructural y sistemática, así como una completa recuperación ha de vencer la enfermedad (y no únicamente los síntomas). Así pues, el mero reconocimiento de un derecho no lo vuelve realidad, ni la publicación de un diccionario garantiza su aprendizaje. Colegios y universidades deben formar una ciudadanía con conocimiento suficiente en esta materia que, lamentablemente, parece ceder ante un “utilitarismo galopante y ciego”.[22]
Asimismo, debemos estandarizar la noción del lenguaje claro en las siguientes generaciones de abogados y abogadas. Un buen punto de partida sería la cuna de la abogacía. Las escuelas de Derecho deben enseñar y evaluar a sus estudiantes en (i) la claridad de su comunicación con diferentes destinatarios (p. ej., ciudadanos de a pie, medios de comunicación, etc.); y, (ii) la versatilidad de su desempeño en diferentes contextos (no solo en lo procesal o contencioso).
Por último, hay un problema de prioridad. No queda claro qué nivel de importancia tiene esta situación para la población y sus representantes. Las ONG, clínicas jurídicas y ciudadanía en general podrían impulsar con más energía estas iniciativas como lo han hecho en política, educación, sexualidad, recursos naturales y otros. De igual manera, los ministerios de educación y justicia, así como los colegios de abogados(as) a nivel nacional. Al respecto, se ha dicho:
“Es incomprensible que… la ciudadanía reciba… formación en matemáticas, física, literatura o biología, y no la reciba… en aquello que… más le atañe como ciudadanos: sus derechos fundamentales, y el Derecho en general… la tremenda ignorancia en esta materia… quizás es cómoda para algunos.”.[23]
Todos los esfuerzos deben formar parte de un sólido y articulado proyecto sostenible. Por su puesto, el Estado debe liderar y mantener a todos los actores alineados. Sin embargo, no es necesario esperar a que otros impulsen estas iniciativas o a que estas prosperen. Desde nuestra respectiva “trinchera”, cada uno de nosotros puede contribuir a solucionar este problema. Veamos más allá de nuestra muy particular realidad para evitar usar un lenguaje excluyente.
Conclusión
Como en otras ciencias, la nomenclatura jurídica es compleja pero necesaria. Abogados y abogadas deben procurar un adecuado balance de técnica y claridad según el destinatario y el contexto. Este deber se desprende de su versátil capacitación y del bienestar general como objetivo esencial de su profesión. En paralelo, el Estado debe propiciar una cultura jurídica mínima en la ciudadanía. Todos debemos contribuir a tener un Derecho que la gente entienda, confíe y cumpla.
REFERENCIAS
(*) El presente artículo es una reflexión personal del autor a la fecha de su publicación
[1] Por ejemplo, Richard L. Kagan, en su libro «Pleitos y Pleiteantes en Castila. 1500 – 1700.» (1991, p. 43), escribió: «A la vista de actitudes tan hostiles hacia los pleitos, no es sorprendente que la corona hubiera acordado en 1529 excluir a los abogados de su nueva colonia del Perú. En opinión de la mayoría de los contemporáneos, los abogados eran la principal fuente de pleitos, y por tanto una amenaza para la vida misma.».
[2] Puertas Villavicencio, Gonzalo. La creatividad del Derecho. En: Enfoque Derecho, 15 de febrero de 2021. https://enfoquederecho.com/2021/02/15/la-creatividad-del-derecho/
[3] Blanch Nougués, Juan (2017). Locuciones latinas y razonamiento jurídico: una revisión a la luz del Derecho romano y del Derecho actual. Madrid: Dykinson, pág. 8.
[4] Fernández de Buján, Antonio (2015), como se citó en Blanch (referencia 3), pág. 7.
[5] Blanch (referencia 3), pág. 22.
[6] Nieva-Fenoll, Jordi. ¿Es oscurantista el lenguaje jurídico? En: El Periódico, 21 de abril de 2016. https://www.elperiodico.com/es/opinion/20160421/oscuro-el-lenguaje-juridico-5074130
[7] Ni si quiera hay consenso en la traducción más adecuada.
[8] Blanch (referencia 3), pág. 20.
[9] Ignorantia juris non excusat.
[10] Al 2014, en Perú existían cerca de 600,000 normas legales vigentes según reportó la revista La Ley (Gaceta Jurídica) en su informe “Perú: país de las leyes 2014” publicado el 19 de enero 2015, página 3. https://laley.pe/art/2098/peru-pais-de-las-leyes-2014
[11] Doneau, Hugues (Commentarii de iure civili), como se citó en Blanch (referencia 3), pág. 11.
[12] Igual que referencia anterior, pág. 4.
[13] Igual que referencia anterior.
[14] Por ejemplo, muchos confunden adquirir con comprar o transferir con vender. Asimismo, se confunde resolver un contrato con rescindir el mismo.
[15] Código de Ética del Abogado aprobado mediante Resolución de Presidencia de Junta de Decanos No. 001-2012-JDCAP-P el 14 de abril de 2012.
[16] Arenas Arias, Germán (2018). Lenguaje claro (derecho a comprender el Derecho). En: Eunomía, núm.15, págs. 251-252. https://e-revistas.uc3m.es/index.php/EUNOM/article/view/4355/2899
[17] Poblete, Claudia, y Fuenzalida, Pablo (2018). Una mirada al uso del lenguaje claro en el ámbito judicial latinoamericano. Revista de Llengua i Dret, núm. 69, pág. 123. http://revistes.eapc.gencat.cat/index.php/rld/article/view/10.2436-rld.i69.2018.3051/n69-poblete-es.pdf
[18] Arce, Juan Carlos (2006). Lenguaje judicial. En: La Razón, 31 de enero de 2006. Recuperado de: https://www.lingua.gal/c/document_library/get_file?file_path=/portal-lingua/curso/superior-xuridico/Lenguaje%20Judicial_Fundeu%20BBVA.pdf
[19] Por ejemplo, los diccionarios jurídicos de Guillermo Cabanellas y de la Real Academia Española, así como los informes, guías y manuales de distintos estados. Varios están disponibles en http://www.jus.mendoza.gov.ar/web/lenguaje-claro/bibliografia.
[20] Por ejemplo, los informes del grupo de trabajo “Justicia y Lenguaje Claro” de la XVIII Cumbre Judicial Iberoamericana. Ver http://anterior.cumbrejudicial.org/web/guest/xviiiedicion.
[21] Por ejemplo, en el Informe de la Comisión (española) de Modernización del Lenguaje Jurídico (2011), págs. 2-4 (https://lenguajeadministrativo.com/wp-content/uploads/2013/05/cmlj-recomendaciones.pdf); y, en el Manual Judicial (peruano) de Lenguaje Claro y Accesible a los Ciudadanos (2014), págs. 11-15 (https://www.pj.gob.pe/wps/wcm/connect/7b17ec0047a0dbf6ba8abfd87f5ca43e/MANUAL+JUDICIAL+DE+LENGUAJE+CLARO+Y+ACCESIBLE.pdf?MOD=AJPERES).
[22] Blanch (referencia 3), pág. 13.
[23] Nieva-Fenoll (referencia 6).