A lo largo de sus vidas los seres humanos se ven compelidos por fuerzas de distinta naturaleza. En casa todo niño, incluso el más rebelde, aprende a ajustar su conducta a los usos de su familia. Posteriormente, las convenciones sociales, los preceptos religiosos o la mera inercia determinarán la vida de los individuos de manera similar. Comprar regalos en navidad, ir al colegio, contraer matrimonio y bautizar a los hijos son buenos ejemplos de ello. En rigor, estos actos no son obligatorios puesto que su incumplimiento no se sanciona formalmente. Por eso, si un adolescente omite ir a su fiesta de promoción nadie lo multará o lo meterá preso. Sin embargo, en la práctica, estas sí se considerarán obligatorias porque las sanciones sociales pueden tener un efecto disuasivo semejante –o mayor– al que tienen las sanciones legales. La mayor parte de estas tradiciones no se regulan ni se prescriben en el ordenamiento jurídico. Desde tiempos arcaicos, por ejemplo, los seres humanos se han casado en ceremonias privadas o religiosas de diversa índole. Sin embargo, el matrimonio civil se introduce por primera vez a fines del siglo XIX con varios milenios de retraso.
Estas costumbres, como ha quedado claro, son frutos de la cultura y de la acción humana. El estado no las crea y normalmente no las menciona. Sin embargo cuando estas sí están reguladas lo que se hace, normalmente, es delimitar los contenidos de algo preexistente. La propiedad, el divorcio y la adopción aparecen en el Código Civil pero esas instituciones no fueron inventadas por juristas ni diseñadas por legisladores. La conducta de las personas, por lo tanto, responde mayormente a un proceso evolutivo y no al ejercicio de la autoridad.
Sin embargo, esta forma de entender el derecho no es congruente con lo que sostiene buena parte de la teoría política contemporánea. Según el saber más difundido, el gobierno estaría facultado para regular la vida de las personas siempre y cuando lo haga a través de formas preestablecidas y sin transgredir las normas de mayor jerarquía. Este punto de vista empodera, por lo tanto, al Estado y lo faculta para que intervenga en la sociedad en función de los objetivos que estime conveniente. Esa autoridad, sin embargo, no se sostiene por sí sola, sino que debe justificarse y adquirir legitimidad de alguna fuente externa. En nuestros tiempos, la democracia soluciona este problema. Se asevera, por lo tanto, que el pueblo soberano escoge, a través del voto, a un conjunto de representantes capaces de tomar decisiones y de ejercer la autoridad en su nombre. Por lo tanto, sería legítimo que los funcionarios estatales ejerzan la autoridad –recurriendo incluso al uso de la fuerza pública– puesto que, en realidad, es el pueblo quien la estaría esgrimiendo a través de ellos.
La tesis que se acaba de exponer adolece, sin embargo, de una imperfección importante porque asume que el representante respetará, en todo momento, la voluntad y las costumbres de sus representados. Como es evidente, el funcionario público tiene objetivos que desea perfeccionar en la realidad. En tal sentido, su accionar estará dirigido, la mayor parte de las veces, a cumplirlos. Imaginemos, por ejemplo, que un partido político anticlerical lograse, incidentalmente, obtener una mayoría en el Congreso de la República. En teoría, sus legisladores podrían, promover y aprobar leyes prohibiendo las misas, suprimiendo las procesiones y clausurando las iglesias. Sin embargo, estas no serían acatadas porque el Perú es un país cristiano y esa religión está imbuida profundamente en las costumbres de sus ciudadanos. Ante el incumplimiento generalizado de esas normas el Estado recurriría, seguramente, a la fuerza pública. Sin embargo, lo más probable es que esas medidas también fracasen o que contribuyan, a lo sumo, a que la religiosidad de las personas se vuelva clandestina.
A simple vista ese ejemplo podría parecer ridículo o forzado. Sin embargo, en la vida real ocurren cosas que, a fin de cuentas, son bastante parecidas. Las leyes anti-piratería, por ejemplo, son letra muerta, porque la mayor parte de los peruanos escuchamos música o vemos películas que se han reproducido sin autorización. Por otro lado, las normas destinadas a combatir el tráfico ilícito de drogas son ineficaces, mayormente, porque millones de personas –tanto en el Perú como en el extranjero– tienen por costumbre consumir esos narcóticos. Por lo tanto, queda claro que legislar en contra de la costumbre es, a menudo, una empresa fútil y un esfuerzo vano.
Un lector crítico aseveraría, sin duda, que el argumento que se acaba de exponer está construido a partir de falacias. El hecho de que consumir drogas y realizar piratería sean costumbres, sostendría, no implica que hayan dejado de ser cosas inmorales o perniciosas. El asesinato y el robo, alegaría, también son costumbre para muchas personas y no por eso habría que dejar de reprimir esas conductas o despenalizarlas. Sin embargo, rechazar esas objeciones no es tarea demasiado difícil. Asesinar y robar nunca podrán ser costumbres generalizadas puesto que es una sociedad compuesta mayormente por estos no sería viable ni siquiera mínimamente. Por eso mismo, en todas las comunidades y, casi universalmente, se reprimen esas conductas desde hacer siglos y se les prescribe con severidad tanto al nivel estatal como en los ámbitos social, familiar y religioso. En cambio, la venta de piratería y el consumo de narcóticos no se prescriben con tanta vehemencia porque es posible una sociedad viable y hasta próspera en la que esas conductas estén generalizadas. La prueba de ellos es que en el Perú y en el mundo cientos de millones de personas fuman, consumen alcohol y descargan música de forma gratuita y que casi nunca se les sanciona por ello.
Sin embargo, el objeto de este artículo no es reivindicar a los narcotraficantes o a los que comercializan piratería. En cambio, lo que se quiere sugerir es que la conducta de las personas responde principalmente a la costumbre y solo secundariamente al ejercicio deliberado de la autoridad política. Nadie duda que las reglas y las leyes que emanan del Estado se cumplan muchas veces. Sin embargo, cuando un individuo tiene que escoger entre acatar lo que se publica en El Peruano y respetar los usos sociales o familiares, lo más probable es que decida inaplicar la norma oficial. Por esa razón, el principio de autoridad debe considerarse, en el mejor de los casos, como un principio relativo.