Quizá el lado bueno de haber pasado por la desgracia económica de los años 80 es que al menos ahora conocemos por experiencia algunas cosas que no debemos hacer con la economía. Un ejemplo es el de control de precios. Si hoy día el gobierno decide poner un control sobre el precio del azúcar, el país se le tira encima.
El razonamiento detrás del control de precios es sencillo (y peca de simplista): los precios de un bien cualquiera (arroz, azúcar, medicinas, dólares) están muy altos y, por tanto, se decreta por ley que los precios deben ser bajos. Sin embargo, como sucede a menudo con la economía, algo que suena tan fácil suele ser demasiado bueno para ser cierto.
¿Por qué, exactamente, funcionan mal los controles de precios?
Los precios, en el mercado, se dictan por la oferta y la demanda. El precio que tendrá un bien en el mercado depende de cuántos productores ofrezcan un bien –es decir, la oferta– y cuántos consumidores quieran comprarlo –la demanda–. Si hay mucha oferta y poca demanda, los precios bajarán porque los ofertantes se verán forzados a competir ofreciendo precios más atractivos para que le compren su producto; viceversa, si hay mucha demanda y poca oferta, los precios subirán porque el bien será escaso, y por tanto los compradores competirán entre sí y el bien subirá de precio.
Si existe solo un ofertante o un puñado de ofertantes, se da una situación de monopolio u oligopolio, respectivamente, en la cual el monopolista fija el precio como desea o los pocos ofertantes se ponen de acuerdo para hacer lo mismo, porque saben que los consumidores no tendrán alternativas y deberán comprar el bien. Esta forma de cooperación entre los ofertantes elimina la competencia en perjuicio del consumidor. La situación inversa (menos común) se llama monopsonio y ocurre cuando hay un solo demandante y es el único comprador quien puede fijar los precios. Idealmente, en un mercado habrán muchos ofertantes y muchos demandantes, de forma que se ningún participante podrá fijar los precios.
Regresando al control de precios: este fracasa porque los precios, en un mercado con competencia, dependen de la oferta y la demanda. Si el estado pretende establecer un precio legal inferior al precio real que sería resultado de la interacción de oferta y demanda ocasionará varias distorsiones perjudiciales como consecuencia inevitable:
En primer lugar, dado que el precio de venta legal ha bajado, producir el bien resulta menos atractivo para los ofertantes. Si el precio del kilo de azúcar es S/.5 y producirla cuesta S/.2, pero el Estado decide que su precio máximo será S/.3.50, los productores van a reaccionar de una forma muy esperable: muchos van a empezar a producir menos azúcar, por la sencilla razón de que ahora las ganancias se han reducido de S/.3 por kilo a S/.1.50. La consecuencia inmediata de ello es que la producción total se reducirá y se generará escasez. Las largas colas para comprar bienes de primera necesidad en épocas de la primera presidencia de Alan García son testigo de ello.
Un segundo efecto no deseado del control de precios es que los productores van a hacer lo posible por sacarle la vuelta a estas leyes. Para empezar, venderán informalmente o en mercado negro. Ello ocurre actualmente en países como Argentina y Venezuela con el control de la tasa de cambio (es decir, del precio del dólar) y ocurrió en los años ochenta cuando un vendedor decía que no tenía arroz al precio oficial… pero sí tenía otro al precio extraoficial. También recurrirán a producir bienes de menor calidad, de forma que les sea menos costoso producirlo y compensen un poco por los precios forzosamente bajos.
En tercer lugar, los precios reales acaban subiendo. Por un lado, la oferta se ha reducido mientras la demanda se mantiene, y por tanto los precios reales naturalmente subirán. Y, por otro lado, los mercados negros son ilegales, y el riesgo de trabajar fuera de la ley eleva el precio aun más. El resultado es que el precio clandestino resulta más alto.
Las políticas de control de precios son perjudiciales tanto para el productor, quien ve reducidas sus ganancias, como para el consumidor, quien enfrenta escasez, peor calidad y mercados negros con precios más altos, por el contrario de la intención de la ley. Afortunadamente, en el Perú hemos aprendido (a la mala) que los controles de precios traen malos resultados. Hoy parece que la era de los controles de precios ha acabado.
Sin embargo, no aplicamos la lección a todos los casos. El más importante de ellos, actualmente, quizá sea el sueldo mínimo.
El sueldo mínimo es, aunque no sea evidente, nada más que un control de precios sobre un bien particular: la mano de obra. Si bien es cierto un kilo de azúcar y una hora de trabajo humano son incomparables en muchos sentidos, en términos económicos ambos tienen un valor y ambos son bienes que se transan en el mercado entre ofertantes y demandantes.
El precio de la mano de obra obedece a las reglas de la oferta y la demanda. Si se reducen los puestos de trabajo y aumenta la demanda empleo (en otras palabras, si aumenta el desempleo) los sueldos tenderán a la baja, puesto que los empleadores tendrán más trabajadores buscando trabajar y podrán encontrar alguien que contratar por precios menores. Sin embargo, el efecto inverso también ocurre: cuando el desempleo es bajo, los empleadores tienen mayor dificultad al buscar personas que contratar y se ven forzados a competir por encontrar personas que quieran trabajar y se ven empujados por efectos del mercado a aumentar los sueldos y la calidad del trabajo ofrecido. Hasta este punto, todo esto es solamente descripción de cómo funcionan los precios de la mano de obra, es decir, los salarios. (Por cierto, nada de esto niega que los salarios dependan también de varios otros factores, como la productividad del trabajador.)
El sueldo mínimo es nada más que un control de precios. Ciertamente es bienintencionado. El razonamiento de la política del sueldo mínimo es también sencillo: se repite desde siempre que dado que los empleadores tienen una posición “más fuerte”, pueden establecer los sueldos bajos de forma unilateral en perjuicio del trabajador, porque este se ve forzado a aceptar el trabajo. De esta manera, aumentar el sueldo mínimo forzaría por fuerza de la ley a los empleadores a reducir los excedentes que reciben y aumentar la porción de la riqueza que se distribuye a sus trabajadores. Esto es una equivocación, por las mismas razones que con el resto de controles de precios.
Es falso que los empleadores puedan establecer las condiciones de trabajo que quieran por una supuesta posición “más fuerte”. Bajo las mismas premisas, uno podría decir que todas las empresas pueden ponerle el precio que quieran a sus productos porque tienen una posición económica más fuerte que la de los consumidores, y argumentar a favor de un control sobre los precios de todo. Pero, por supuesto, esto no ocurre porque la competencia en el mercado se asegura de que nadie pueda asignar los precios unilateralmente siempre y cuando tenga otros ofertantes con quienes compita. Salvo que se dé un monopolio u oligopolio, los ofertantes se ven forzados a aceptar los precios del mercado tanto como los demandantes.
En el caso del mercado de mano de obra, la competencia en la oferta de puestos de trabajo es enorme: hay muchísimos empleadores que compiten por trabajadores a todo nivel de precios. La idea del trabajador que llega a pedir trabajo al empleador, y este le ofrece un salario inhumano que el trabajador se ve forzado a aceptar porque, si no, vendrá otro trabajador dispuesto a aceptarlo no es real, salvo que exista una situación de desempleo grave. De otra forma, si un empleador no paga un sueldo decente y competitivo de acuerdo al mercado los trabajadores se irán a trabajar a otro lado.
Finalmente, se podría razonar (correctamente) que eliminar el sueldo mínimo permitirá que los empleadores paguen, legalmente, sueldos inferiores al mínimo. El problema es hoy esto ocurre de cualquier forma.
El salario mínimo fracasa por exactamente las mismas razones que fracasa cualquier otro control de precios. En el mercado, los precios no dependen de lo que la ley diga sino de la oferta y la demanda, aunque nos gustara que pudiéramos cambiar la realidad con una varita mágica legal que diga “aumenten los sueldos” para que aumenten los sueldos, como diciendo “hágase la luz” y esperando que la luz se haga en las tinieblas.
Por ejemplo, supongamos que yo busco a alguien que pueda hacer mantenimiento a mi auto. Por lo que a mí me vale, estoy dispuesto a pagar hasta, digamos, S/. 700 mensuales por el trabajo. Y encuentro a alguien dispuesto a aceptar ese trabajo por no menos de S/. 500. Negociamos y nos ponemos de acuerdo en un precio con el que ambos quedamos contentos: S/. 600 mensuales. Llega la ley paladina y me dice no puedo contratarlo por menos del sueldo mínimo vital, que son S/. 750 mensuales. A partir de ahí, pueden suceder tres cosas:
En primer lugar, puede que decida pagarle el sueldo mínimo. Sin embargo, esto probablemente no ocurrirá en este caso porque para mí, el servicio que recibo a cambio de mi dinero no vale ese precio.
Lo segundo que puede ocurrir, que es mucho más probable, es que decida no contratarlo. Por ejemplo, una empresa paga un salario a un trabajador en la medida en que este le sea más productivo que lo que gastará en su sueldo. Si el trabajo de una persona vale para una empresa, digamos, S/. 20,000 anuales pero el sueldo mínimo (más las demás obligaciones laborales) determinan que contratarla le costará S/. 22,000, la empresa simplemente no lo contratará porque perdería dinero, y nadie hace empresa por caridad. El trabajador se queda sin la posibilidad de tomar un trabajo que hubiera aceptado libremente y se queda con la alternativa de quedarse desempleado.
Lo tercero que puede ocurrir, y es lo que ocurre más a menudo en nuestro país, es que el trabajador sea contratado por fuera de la ley, informalmente. Es lo mismo que ocurre cuando hay control de precios sobre el arroz, y los comerciantes lo venden en el mercado negro fuera de los precios legalmente establecidos. Hay un mercado negro del trabajo: se llama el sector informal, que es, al fin y al cabo, un mercado clandestino y fuera de las regulaciones legales que esquiva el control de precios obligado por ley.
No digo que ello sea lo más frecuente sin motivo: el Perú es una economía tremendamente informal, con porcentajes de informalidad laboral que suelen calcularse entre el 60% y el 80%. Para esta inmensa mayoría de trabajadores, que exista un sueldo mínimo es irrelevante.
Pertenecer al sector informal no solo significa no ganar el sueldo mínimo, sino además no tener ningún otro derecho laboral, como protección frente al despido arbitrario o la discriminación, límite de horas de trabajo semanales o condiciones mínimas de salud o seguridad.
El que la informalidad sea además es una traba para el desarrollo del país es solamente la cereza del pastel.
Retomando lo anterior, controlar legalmente el precio del arroz o del azúcar o del dólar trae como resultado escasez de oferta, mercados negros y, a la larga, precios más altos. De la misma forma, el salario mínimo no aumenta los salarios que se pagan a los trabajadores. En cambio, traen, por un lado, reducción de la oferta de puestos de trabajo y mercados negros. Es decir, desempleo e informalidad. Finalmente, el menor empleo y la informalidad conducirán a sueldos más bajos.
El bienintencionado salario mínimo solo beneficia al trabajador formal que es muy afortunado en comparación con la vasta mayoría de trabajadores informales. Tal es la situación real de nuestro país: paradójicamente, el sueldo mínimo es una regulación que beneficia a las minorías afortunadas en perjuicio de las mayorías más necesitadas.
El desempleo hoy bordea el 6% y en muchos lugares alcanza el pleno empleo, con lo cual el precio de la mano de obra hoy tiende al alza, y no porque el Estado benevolente aumente el sueldo mínimo. La razón por la que en nuestro país existe tanto subempleo y por la cual persisten, en gran parte, sueldos bajos es, entre otras razones, por la baja productividad de los trabajadores. Esta es causada a su vez por factores como la falta de calidad educativa y, paradójicamente, la informalidad.
Los sueldos mínimos no van a hacer nada para solucionar eso. Aunque se haya visto progreso en los últimos años, sin duda alguna queda mucho por hacer. Vivimos aun en un país con alta pobreza y, en general, ingresos bajos. Pero creer que la solución es que la ley mande “entonces que suban los sueldos” es facilista. Y nuevamente, como suele suceder con la economía, cuando algo suena así de sencillo suele ser demasiado bueno como para ser cierto.