Los debates entre el derecho a la privacidad y el derecho a la información son de nunca acabar. Especialmente en tiempos donde los avances tecnológicos ponen en riesgo la integridad del primero, y donde el segundo suele ser suprimido por gobiernos opresores, inclinados a acallar voces de protesta. Si bien ambos se encuentran amparados por nuestra Constitución, la frecuencia con la que suelen colisionar es sumamente alta dada la inexistencia de jurisprudencia o doctrina  uniforme y explícita que esclarezca rigurosamente las fronteras que los separan.

Antes que nada es necesario aclarar que el “derecho a la privacidad” no necesariamente es sinónimo de “derecho a la intimidad”. El Dr. Juan Morales Godo[1] hace un deslinde respecto a ambos, refiriéndose al concepto de privacidad con un carácter más amplio cuyo núcleo principal y más reservado es el de la intimidad. Sin embargo, en la práctica, ambos términos suelen ser con frecuencia utilizados indistintamente para designar aquel espacio personal inherente al ser humano donde es capaz de desenvolver su personalidad con total libertad, sin la existencia de cualquier tipo de vigilancia, espionaje o control que interfiera en su libre desarrollo.

Por otro lado, el derecho a la información nace como una exigencia del individuo que como ser social necesita comunicar y a la vez, ser comunicado respecto a todo cuanto sea considerado pertinente al desarrollo óptimo de la persona. Todo intercambio de ideas, aportes, opiniones y diálogos nutre de un mayor y mejor conocimiento, en donde la crítica y los puntos de vistas divergentes al de uno refuerzan la tolerancia y respeto entre quienes conforman una comunidad democrática.

Ahora bien, en la actualidad, los diversos casos de invasión a la privacidad han puesto de manifiesto la progresiva erosión que este ámbito ha venido sufriendo en la medida que grandes tecnologías, equipos de espionaje y sistemas de vigilancia han ido perfeccionándose. A tal punto de establecer el uso imperceptible de diminutas cámaras, micrófonos, teléfonos celulares, como modalidad recurrente, y correspondiente a la época, para la ejecución de interceptaciones ilícitas. Al servicio de intereses particulares, la práctica ilegal de penetrar conversaciones ajenas ha resultado ser un trabajo muy atractivo para quienes cínicamente lucran en detrimento de la privacidad de quienes son, típicamente, personajes públicos. En un contexto así, se vuelve cada vez más evidente la acuciante necesidad y obligación de elaborar normas jurídicas que garanticen una protección eficaz y rigurosa. Cualquier injerencia podría interpretarse como acto de espionaje, asedio o intromisión ilegítima a un espacio que es exclusivamente personal y por ende, excluido al conocimiento de terceros.

Empero, sucede también que gracias al contenido revelado en fuentes obtenidas ilícitamente se descubre un raudal de actos delictivos encubiertos subrepticiamente bajo los límites que encierran el espacio de la privacidad. Por un lado, la intromisión a áreas restringidas, muchas veces como exigencia de la obtención de información o de estar informado, se traduce como irrupción a la esfera privada de uno. Por el otro, ha valido para sacar a la luz casos delictivos que atañen a una población que en su mayoría se encuentra desinformada respecto al tema. De ahí la importancia de evaluar el contenido en cuanto abarque un imperativo de interés público o sea mero instrumento del interés privado.

En ese sentido, frente a la contraposición de dos derechos, ya que ninguno es absoluto, debe uno prevalecer sobre el otro si existe de por medio el interés de una comunidad ávida de informarse sobre asuntos de significativa trascendencia social que no deben ni pueden ser soslayados. En parte pues, el encubrimiento de tal información podría interpretarse como acto de complicidad, o falta de independencia del medio frente a la injerencia de poderes políticos o económicos, que podrían ser los implicados directa o indirectamente en las denuncias, tal como sucedió en los años 90.

El ejemplo más recurrente en el cual estos derechos se ven enfrentados es en el de la denuncia obtenida a través de una interceptación telefónica. Según lo establece la Constitución, inciso 10 del Art.2, la interceptación de las comunicaciones sólo puede responder al mandato de orden de un juez[2]. En caso se de una violación a dicho precepto, se trata de una prueba ilegal, ilegítima e inconstitucional. Asimismo, el artículo 159 del Nuevo Código Procesal Penal dispone que “[e]l Juez no podrá utilizar, directa o indirectamente, las fuentes o medios de prueba obtenidos con vulneración del contenido esencial de los derechos fundamentales de la persona”, lo cual indica que al verse franqueado la privacidad de la persona, la prueba no podría ser utilizada para la denuncia de casos penales.

Sin embargo, en la práctica, los medios suelen recurrir al amparo de la libertad de expresión a fin de difundir información que si bien ha sido obtenida ilícitamente, es publicada pues se considera que el contenido responde a un interés público. Cierto, pero ojo, que la libertad de expresión no es del todo absoluta y está sujeta a restricciones tanto legales como éticas que deben respetarse. Ello no debe entenderse como censura, pues se trata de ejercer una libertad responsable, respetando otros derechos cuyos excesos pudiesen afectar los derechos de otros, como la honra o reputación. No confundamos libertad con libertinaje y menos, condiciones y principios éticos con censura.

Dicho lo previo, algunas de estas restricciones se especifican en el artículo 13 del Pacto de San José[3], entre los cuales aparece el respeto a los derechos o a la reputación de los demás y la protección de la seguridad nacional, orden público, salud o moral pública. Por ello, cuando esta libertad se efectúa sin la debida responsabilidad y se vulnera el respeto a la privacidad de otros, no sólo entra en conflicto la seguridad de ambos derechos, pero además posiblemente conduzca a la violación del derecho a la honra y a la búsqueda de la verdad.

Con respecto a las grabaciones ilícitas, lo que merece ser ponderado es el efecto causado a raíz de su publicación. Es decir, evaluar si, al margen de haberse divulgado una conversación privada obtenida ilegalmente, contribuye o no al bien común o grandes intereses del país -por así decirlo- o, si existen o no visos de corrupción o indicios delictivos. De lo contrario, podría expresar la existencia de intereses privados y egocéntricos de medios que lejos de comprometerse con la verdad y ética, exhiben una cegada avidez a cambio de unos puntos más de ‘rating’. No olvidemos que en principio la grabación misma significa una injerencia al ámbito de la privacidad, y una lesión al bien jurídico que exige una justa indemnización.

Saber con rigurosidad dónde acaba el derecho a la privacidad y comienza el derecho a la información definitivamente no es tarea fácil y suele conducir a la violación de uno u otro. La mejor manera de resolverlo no deberá darse a priori sobre el principio de jerarquía, pues ninguno de los dos goza dominio legítimo sobre el otro. Por tanto, en circunstancias tan relativas, lo que prime deberán ser los efectos causados para favorecer uno en desmedro de otro. Lo que sí, es fundamental averiguar si el interés y móvil detrás de las interceptaciones es público o privado, para así, finalmente evaluar si se justifica o no el perjuicio que vaya a ser causado, ya sea por invadir la privacidad de uno o publicar una información, si bien ilícita, primordial para la denuncia de determinadas violaciones a la ley.


[1] Morales Godo, Juan, El derecho a la vida privada y el conflicto con la libertad de información, p.108.

[2] “Las comunicaciones, telecomunicaciones o sus instrumentos sólo pueden ser abiertos, incautados, interceptados o intervenidos por mandamiento motivado del juez, con las garantías previstas en la ley. Se guarda secreto de los asuntos ajenos al hecho que motiva su examen.

Los documentos privados obtenidos con violación de este precepto no tienen efecto legal”

Constitución del Perú, Art.2 -10

[3] Convención Americana de Derechos Humanos